domingo

Carta al almirante Daniels

En Funchal, el 30 de diciembre de 1807. A bordo de la HMS Circe.

Querido padre:
Le escribo desde la cabina de mi fragata, fondeada en el puerto de Funchal, el cual fue tomado, junto al resto de la isla, recientemente.
Después de que hayan desembarcado los regimientos de infantería que mantend
rán la posición a lo largo de la guerra, sir Hood ha ordenado que nos mantengamos en la zona un par de días más, a la espera de que aparezcan enemigos en el horizonte, lo que es poco probable.

Esta carta es para comunicarle que en cuanto volvamos a Inglaterra, que no será tarde, visitaré Bedford para celebrar tanto con usted como mi querida madre estas fiestas que me han tenido lejos de mis seres más queridos.
Aunque siempre e
s agradable encontrarse en alta mar, uno no puedo evitar pensar en los suyos y echar en falta su compañía.

Ahora que hay poca actividad, dedico los días a pasear por la ciudad, con sus habitante tan amables con nosotros como siempre, y disfrutando de algún néctar muy típico de la zona en compañía (cuando su tiempo lo permite) del teniente James. Que no le queda duda, señor, de que a mi regreso estaré acompañado por una o varias de estas magníficas botellas para completar su ya bien servida bodega.

En cuanto a lo demás, según nos han informado, Francia, no contenta con disponer de una potente fuerza
armada en Lisboa, prepara su entrada a través de los Pirineos con una nueva fuerza expedicionaria ante la pasividad manifiesta de los españoles, sorprendentemente dóciles dadas las circunstancias.
No cabe duda de que se está creando un nuevo frente, y aunque los buques de Su Majestad dominan los océanos, en el continente 'Boney' aún sigue intratable e infundiendo temor allá dónde pisan sus casacas azules.

De todos modos espero poder hablar de todo esto con usted, si tiene la amabilidad, alrededor de una mesa en Bedford, donde espero llegar a lo más tardar en una semana.
Se despide por tanto enviándole el más afectuoso de los abrazos (extensible a mi madre pero en forma de beso).

Capitán Daniels

miércoles

Victoria en Funchal

Frente a Funchal. El 26 de diciembre de 1807. A bordo de la HMS Circe.

Tal como esperábamos la resistencia de las islas ha sido nula.
Después de reunirme ayer por la noche en la cabina del Centaur con el resto de capitanes de la escuadra, establecimos la estrategia para atacar Funchal y desembarcar las tropas del general Beresford.
Sin embargo, pocos pudimos evitar la sensación de manifiesta tranquilidad al saber todos los presentes que los portugueses no tratarían de defenderse y que cumplirían con el trámite de arriar la bandera antes de recibirnos con los brazos abiertos.
Incluso el capitán Worsley, del Intrepid, no paró de contar chistes, algunos de pésimo mal gusto, sobre las fuerzas lusas (sus mejillas estaban más coloradas de lo habitual), hasta que sir Hood se vio en la obligación de amonestarle verbalmente, lo que provocó que el aludido enrojeciera aún más, lo que parecía imposible, y brindáramos por la victoria en un ambiente tenso.

En la mañana de hoy, las fragatas fondeamos a un cable de distancia del fuerte de Santiago, cuyas bocas de fuego, temibles, se mantuvieron en silencio, y nos limitamos a ser testigos de cómo el capitán Webley desembarcaba en su falúa como emisario para solicitar una rendición que se produjo prácticamente antes de que pisara tierra.
Desde el alcázar pude ver el aspecto de nuestra flota, engrandecida por una ciudad que parecía encogerse ante la visión de los costados de nuestras baterías, con el olor de las mechas encendidas impregnándolo todo y los oficiales con nuestras mejores galas, magníficos, en contraste con los torsos sudorosos de los hombres a los cañones y el rojo escarlata de los infantes poblando las cofas.

Como siempre que ocurre en estas circunstancias, tengo una sensación agridulce, ya que por un lado es una lástima el no haber podido entablar combate y poder oír a cientos de cañones disparando al unísono, pero por el otro no cabe duda de que es preferible conseguir una victoria sin que una sola vida comience su particular singladura por el Aqueronte.
Por lo que en resumidas cuentas nos podemos dar por satisfechos al haber cumplido nuestra misión, ya que las Madeira forman parte de la Corona de Su Majestad con todos los barcos y hombres intactos.

Ahora, dejaré de escribir, ya que sir Hood recibirá a los oficiales en su cabina, y según parece organizará un banquete en tierra para celebrar no sólo la victoria, sino también la Navidad, ya que dados los preparativos del combate no ha habido tiempo de disfrutar de estas fechas tan significativas.
De todos modos, el pasado lunes sí pude reunirme con James, y ambos brindamos por nosotros y nuestros seres queridos, allá en Inglaterra y a los que envió mis mejores deseos desde mi corazón y pensamiento.

viernes

¿Despedida?

En la HMS Circe, el 21 de diciembre de 2007. En la mar.

La vida es como la mar. Nunca me cansaré de repetirlo.
Un día te encuentras con que el viento es favorable, tu barco navega a una velocidad plenamente satisfactoria y ni un solo cabo o trozo de paño en la jarcia corre el riesgo de saltar por los aires.
Sin embargo a veces, en cuestión de segundos, una inesperada racha, arrecife mal marcado en las cartas o un trozo de hielo que el vigía no había visto hasta que ya es demasiado tarde convierten la mejor singladura en un auténtico infierno sobre la cubierta.

Algo parecido me ha ocurrido a mí.
Antes de ayer me alegraba por haber disfrutado de una cena junto a mis amigos, con buena conversación y vino, y hoy, pocas horas después y con la escuadra de Hood rumbo a Funchal, me encuentro lleno de pesar, con pocas ganas de tomar el aire en cubierta y optando por encerrarme en la cabina para rumiar mis penas.

Ayer, con señal en el Centaur de levar anclas, desde el alcázar el señor Byron me avisó de que se acercaba un pequeño bote por la aleta con sus tripulantes remando a una velocidad admirable y con un joven haciendo equilibrios para mantenerse en pie con acierto mientras hacía gestos con los brazos para advertir de que portaba un mensaje.
Por supuesto no detuvimos las maniobras, aunque sí di permiso para que se abordara con la fragata. El propio joven trepó cual araña por la escala, entregó la carta y se marchó a una velocidad que se ganó la aprobatoria mirada de todos los que nos encontrábamos en ese momento en el alcázar.

Hasta que no dejamos muy atrás la isla de Wight, no me senté en mi escritorio para leer la carta, arrugada, que guardé en mi bolsillo, y después de la cuarta o quinta vez que mis ojos repasaron cada línea de la breve misiva fui capaz de asumir su significado.

Escribiré literalmente la carta aquí.

A la atención del capitán Vincent Daniels.Señor, siento comunicarle que a partir de que haya leído esta carta no quiero tener más contactos con usted. Las razones son muchas, pero no es este el medio ni la situación donde deba darlas, y tras valorarlo detenidamente, he llegado a la conclusión de que no creo que sea posible que nuestros respectivos destinos puedan ir de la mano, al menos de momento.
Sin más se despide
Lively Caster. En Plymouth.

miércoles

John James

En Portsmouth, el 19 de diciembre de 1804. A bordo de la HMS Circe.

Me duele la cabeza pero estoy satisfecho, muy satisfecho, después de haber pasado una noche muy amena en compañía de Lively y algunos amigos.

Los trabajos a bordo están ya finiquitados, y la fragata está lista para zarpar en cuanto suba la marea, rumbo a Funchal, junto a la flota de sir Samuel Hood, insignia en el Centaur, de 74 cañones.
Cierto es que el espectáculo desde el alcázar es simplemente magnífico, y no puede dejar de maravillar a nadie la visión de una escuadra armada y lista para entablar combate.
Junto a mi Circe y el Centaur, navegarán los también 74 York y Captain (¡qué gran navío y qué gran historia!), además de las fragatas Africaine, Alceste y Shannon. A la altura de Plymouth nos reuniremos con el Intrepid, de 64, y la fragata Success, todos escoltando los transportes cargados de los 'langostas' para tomar las islas ahora mismo en poder (al menos nominalmente) de los franceses.

Lo mejor de todo, sin duda, es que a bordo del Captain navega como primer oficial mi gran amigo el teniente James.
Fue una completa satisfacción reencontrarme con él, y apenas había echado el ancla el 74 en Spithead su lancha se acercó a la fragata con John a bordo.
Después de invitarle a una copa de clarete en la cabina, nos citamos a la noche para disfrutar de una cena en mi propia fragata.

A pesar de que pocas veces tenemos la ocasión de encontrarnos James y yo al ser nuestros destinos bien diferentes, aún tengo en mente que al margen de haber sido un excelente primer oficial en los buques que he tenido a mi mando, es buen amigo, de esos que se acuerdan de enviar una carta para interesarse por ti cuando los demás sólo lo hacen cuando hay bebida o comida de por medio.

La cena estuvo a la altura de las circunstancias, y contamos con la compañía de antiguos compañeros de tripulación como el sargento de infantes de marina Anthony Basket, el oficial de derrota John Draw y el contador David Davies. La comida fue buena, el postre mejor (una deliciosa tarta enviada por Lively y que ha soportado con acierto los golpes de su viaje desde Plymouth), y como broche una partida de whist regada con vino, mucho vino, quizás demasiado y principal causante de que el dolor de cabeza de algún martillazo cada pocos minutos.

Pero sin duda ha merecido realmente la pena, y estoy seguro que el viaje hasta Funchal será bastante ameno contando con la presencia de James y compañía.
Una buena forma, en definitiva, de paliar el dolor que supone pasar las próximas fiestas navideñas lejos de Lively.

viernes

En Londres con Lively

En Wood Fields, el 14 de diciembre de 1807. Portsmouth

Me encuentro en mi casa después de una amena semana en Londres, en compañía de mi querida Lively y disfrutando de unos merecidos días de descanso tras mi misión frente a las costas de Portugal.
Viajé a la capital para informar en el Almirantazgo de todo lo ocurrido frente a la costa lusa (la escolta hacia Brasil de la familia real, la toma de la capital por parte de los franceses y el apresamiento de los buques rusos de Seniavin).
Aproveché que Lively se encontraba en Londres junto a su padre y su familia para tomar unos días de relax, previo permiso, los cuales fueron bastante gratos para mí.

Hemos comido y bebido bien (quizás demasiado), con visitas a lugares de gran interés, como el puente de Londres, los alrededores de Greenwich (uno de mis 'rincones' favoritos), los diferentes fondeaderos con buques de todo tipo y porte, monumentos de interés como las iglesias medievales y alguna que otra representación teatral donde disfruté como pocas veces lo he hecho en la vida, sorprendido de que haya algo que me pueda interesar más que el ser testigo de una buena andanada.

Concretamente fue una obra a la cual no quería asistir en un principio al considerarla completamente aburrida, ya que no se trata de una representación dramática, sino más bien de lecturas de cámara.
Sin embargo Lively puso mucho empeño e interés en asistir, y dado que a causa de mis viajes nos vemos relativamente poco, finalmente opté por ceder, y reconozco que salí realmente entusiasmado, recitando torpemente algunos de los versos que oí mientras paseábamos de camino a la residencia de los Caster de la capital.

También fue muy interesante nuestra visita a la Torre de Londres, donde dedicamos especial atención a la casa de fieras, donde disfrutamos con los leones que allí se encuentran y que nos observaban en todo momento con ojos que inspiraban respeto.
Eso sí, a punto estuvo de ocurrir un grave incidente, porque Lively, gran amante de todo lo que se parezca a un gato, por muy largos y peligrosos que sean sus colmillos, tuvo la osadía de acercarse demasiado a uno de los animales que, a la velocidad del rayo, desgarró parte de su vestido, no llegando a la carne de milagro.
Me dejé llevar por la ira, e incluso llegué a sacar mi sable de la vaina, y con el grito de guerra que uso a la hora de saltar a la cubierta enemiga, busqué la forma de entrar en la jaula, aunque los cuidadores que allí se encontraban y algún que otro espontáneo me sujetaron con poca ceremonia mientras Lively me lanzaba una mirada llena de amonestación.

Gracias a dios fue sólo un susto, y aunque durante una hora larga apenas hablamos y ella se mostró más silenciosa que de costumbre, la visión del sol ocultándose teñido de rojo más allá del parque que rodea Greenwich suavizó su gesto, y llegamos a casa cogidos del brazo y charlando amigablemente.

Ahora, de vuelta a Wood Fields, aprovecho la soledad de mi casa para escribir estas líneas y reflexionar sobre mi nefasta situación económica, ya que mi estancia en Londres ha agotado de forma alarmante el peso de mi bolsa.
Necesito encontrar la forma de que mi dinero crezca, pero no creo que haya posibilidades y menos con la misión que se avecina, ya que, según parece, se está preparando una escuadra para dirigirse a las islas Madeira y conquistarlas ahora que Francia se ha adueñado de Portugal y, presumiblemente, sus dominios.
Todo parece indicar que la Circe será una de las fragatas que acompañe la expedición que contará con navíos de línea y un fuerte contingente de tierra.

De momento no tengo órdenes concretas, aunque sí me han instado a tener la fragata lista para zarpar en una semana aproximadamente, lo que concuerda con la posible marcha sobre Funchal.
Será cuestión de ser paciente y esperar a que se vayan sucediendo los acontecimientos.

sábado

La escuadra de Seniavin

En la HMS Circe. El 7 de diciembre de 1807. Cerca de el cabo Finisterre.

En estos momentos la fragata navega con viento por la aleta, con prácticamente toda la vela en los palos y a una velocidad considerable.
Ayer abandonamos la escuadra de sir Sidney, frente a Portugal, con los navíos rusos a buen recaudo y con la orden de dirigirnos a Portsmouth para comunicar nuestra captura a los mandos del puerto.

Pero no quiero adelantar acontecimientos.
El pasado lunes, poco después de salir del Tajo y buscando la estela de nuestra escuadra y la portuguesa, avistamos una vela en el horizonte y nos acercamos para comprobar de qué flota se trataba.
Nuestra sorpresa fue mayúscula al comprobar en el tope de uno de los navíos el pabellón ruso, y al no estar muy clara la situación política entre ambas naciones (sobre el papel estamos en guerra), estrechamos distancias para comprobar su reacción.

Con tu torpeza habitual los rusos comenzaron a trepar por los obenques y a desplegar lona para ir en nuestra caza, y desde la proa de una de las embarcaciones (contamos diez) un disparo muy mal dirigido de aviso confirmó todas mis sospechas, por lo que haciendo oídos sordos viramos en redondo para advertir a nuestra escuadra.

Uno de las embarcaciones, de un porte similar a la Circe, trató de alcanzarnos, pero nuestro barco, dada su posición y con el viento soplando del suroeste en ese momento, no tenía rival, por lo que pronto desaparecieron sus juanetes más allá del horizonte.
A una velocidad superior a los doce nudos, nos adentramos en el atlántico, y en menos de un día vimos la silueta del Conqueror, que cerraba la larga y lenta formación británico-lusitana.
Tras remontar la larga hilera de barcos, con algunos de ellos saludándonos alegremente al creer que llevábamos correo con la posterior decepción al comunicarles que nos dirigíamos directamente a la posición que ocupaba el buque insignia Hibernia, nos limitamos a informar de alcázar a alcázar (no había un minuto que perder) la situación de los rusos.

Con el barómetro bajando a toda prisa, la eficacia de nuestra armada quedó manifiesta dada la velocidad con que Sir Sidney distribuyó la orden de despachar el Marlborough, el London y el Bedford en labores de escolta de la familia real portuguesa hasta Brasil, y mandar al resto de la flota virar para volver al Tajo con la Circe comandando la línea.

Habría dado media paga por ver la cara de los rusos al asomar nuestras vergas, ya que según el tratado de Tilsit ambas naciones nos encontramos aún en guerra, y para nuestra decepción, con redoble de zafarrancho a bordo y todos nuestros hombres listos para el combate, nuestros enemigos se limitaron a arriar la bandera sin disparar un solo cañón.
Una vez rendidos, se nos ordenó volver a Inglaterra para informar de la situación y esperar nuevas órdenes.

Con la satisfacción del deber cumplido, al menos me alegra saber que podré aprovechar nuestra arribada a Spithead para tomar una silla de posta a Londres, donde podré encontrarme con mi querida Lively y así disfrutar de algunos días de asueto antes de volver a la mar (dios mediante).
Estoy seguro que para ella será la mayor de las sorpresas al creerme a muchas millas náuticas de distancia.

lunes

Cae Lisboa

En la HMS Circe, el 3 de diciembre de 1807. Frente a la costa portuguesa.

La fragata se mantiene en facha con Portugal a sotavento. Sopla un suave viento del sureste, y la tranquilidad a bordo es total bajo un cielo azul muy limpio y un mar con olas delicadas que nos mecen suavemente.

Después de que el último barco mercante abandonara el estuario del Tajo, comenzó la lenta marcha hacia las costas de Brasil, a muchísimas millas aún, aunque a mi barco, desde el buque insignia, se le ordenó mantener la posición y adentrarse en el río para comprobar si las tropas del general Junot habían entrado ya en la capital portuguesa.
A bordo del cúter, gobernado por un servidor y con mis mejores hombres a bordo, remontamos el Tajo, con buen viento del sureste, y disfrutando brevemente de sus suaves colinas verdes y el agua rizada que rozaba delicada el casco.

Y digo brevemente porque pronto nuestro ánimo fue decayendo conforme filas y filas de personas comenzaban a viajar hacia el sur, algunos de ellos pidiendo auxilio a voz en grito, y con columnas de humo negras que asomaban a pocas leguas y que anunciaban que las tropas de Napoleón ya se encontraban a buen seguro en la capital.
No fue agradable el vernos obligados a amenazar con nuestra pistolas a los pobres desdichados que intentaban subir a bordo a la fuerza para huir de la guerra, e incluso tuve que disparar al aire para acabar con la esperanza de los rostros morenos y asustados que nos observaban desde el agua con gesto de incomprensión.

A pesar de que comenzaba a ser evidente la situación, arriesgué y seguimos avanzando hasta ver emerger las murallas de Lisboa, con el fuerte de San Jorge en primera instancia controlando el río.
Apenas pude distinguir los colores de la bandera francesa ondeando cuando un potente estampido nos sobrecogió a todos a la vez que el agua nos rociaba la cara después de que se levantase una columna de espuma a pocos pies de la amura de babor.
Mis hombres demostraron su valía virando por avante e incluso ordené tomar los remos para aumentar la velocidad en algún nudo mientras las baterías del fuerte seguían resonando a popa pero con la tranquilidad de que estaba convencido de estar lejos de su alcance.

Con el catalejo pude observar los uniformes azules poblar el fuerte, e incluso un numeroso grupo de jinetes galopó a nuestra altura lanzando algunos disparos que por supuesto no llegaban hasta nosotros, aunque varios de mis hombres respondieron al fuego sin que se causaran bajas ni de un lado ni del otro.
De este modo, fuimos dejándolos atrás hasta que regresaron a la ciudad.

De nuevo en la fragata, he considerado oportuno mantener la posición antes de poner rumbo oeste en busca de la escuadra de sir Sidney, que al ritmo que va estoy seguro que no nos costará alcanzarla a pesar de que el paño se mueve vago en la jarcia.
Sin embargo, el barómetro empieza a bajar, y la Circe no tendrá problemas en alcanzarla al andar muy bien de ceñida.


Ahora tengo que dejar de escribir, mi primer teniente acaba de enviarme un guardamarina para informar que algunas velas asoman por el sur.
Será mejor que vaya a comprobar en persona su procedencia, ya que mis informes no señalan la presencia de una flota aliada por estas aguas que no sea la nuestra, la cual debe de encontrarse a bastantes millas de aquí.

viernes

La flota portuguesa

En la HMS Circe, el 29 de noviembre de 1807. Frente al estuario del Tajo.

Menudo espectáculo. Sencillamente impresionante.

Hace unos minutos me encontraba en el alcázar de la Circe observando, con ojos maravillados, parte de la flota portuguesa desfilar ante nosotros, después de que las 'negociaciones' del embajador Lord Strangford hayan puesto definitivamente a la familia real de nuestro lado.
Nuestra escuadra escoltará a las velas lusas hasta Brasil, concretamente a Río de Janeiro, donde el príncipe regente, su reina madre y el resto de la parentela se asentarán a la espera de que las tropas francesas entren definitivamente en Lisboa a las órdenes del general Junot.

Apenas había amanecido esta mañana cuando el vigía avistó las velas portuguesas que comenzaban a asomar por el Tajo, seguido lo cual todos los oficiales nos encontrábamos en cubierta listos para rendir honores a nuestros aliados.
El Hibernia, después de los pitidos y el redoble de tambor de rigor (en ese momento la fragata se situaba a sotavento del buque insignia), comenzó a retumbar con sus 21 salvas, siendo correspondidas por todos nuestros barcos y, casi sin interrupción, por los portugueses, sucediéndose los cañonazos y sin que los oficiales en el alcázar pudieran disimular sonrisas satisfechas. Yo mismo me sorprendí riendo de alegría mientras mis hombres se esforzaban porque todo terminara de ser perfecto.
No cabe duda de que no hay nada mejor que el olor a pólvora por la mañana.

Afortunadamente la flota portuguesa, al mando del vicealmirante Manuel de Acunha, ya se encontraba prácticamente preparada para zarpar, por lo que todo se ha desarrollado rápidamente y sin problemas.
En estos momentos se cruza por nuestra popa un 74 cañones, el Medusa, seguido a medio cable de distancia por un 44, Golfinho reza en su espejo de popa, aunque los mástiles se siguen perdiendo más allá del Tajo, ya que según nos han informado, al margen de los navíos de guerra, que pueden ser una veintena aproximadamente, hay otros tantos mercantes armados.

Mientras los buques continúan deslizándose ante la atenta mirada de nuestra escuadra, he tenido la oportunidad de echar un vistazo al correo, que llegó a bordo del bergantín Nercuse, donde he recibido una carta de mi querida y muy amada Lively, la cual me ha enviado todo su cariño y me ha contado que ha viajado a Londres junto a su padre para asistir a una importante representación teatral, nada más y nada menos que Shakespeare.
Según me ha escrito, actúa un joven de nombre Edmund Kean cuyo futuro parece ser prometedor y que despierta todas mis simpatías, ya que se enroló en Portsmouth durante algunos años, haciéndose pasar por sordo y cojo de una forma tan perfecta que engañó a los doctores que le atendían.

Entre las salvas de hace apenas una hora y esta carta de Lively noto el corazón muy alto, y escribo con una sonrisa tonta en la cara.
Sólo falta una buena batalla y, por qué no, un buen botín para entregarle a mi amada un hermoso presente y afianzar un poco más nuestro futuro.

martes

Tormenta atlántica

En la HMS Circe, el 26 de noviembre de 1807. Frente a la costa portuguesa.

No hay nada más aburrido que un bloqueo. No me cabe la menor duda.

Llevamos ya varios días rumbo norte, virada, y rumbo sur, vigilando la costa portuguesa a la espera de que los lusos se decidan de una maldita vez si optan por refugiarse bajo los colores de la Union Jack o, en cambio, prefieren aceptar con los brazos abiertos el abrigo del potente ejército francés que ya ha superado sin mayores impedimentos la frontera.

Lo único novedoso de estos días fue un fuerte temporal que azotó la escuadra el sábado, con un potente viento del oeste que nos empujaba hacia la costa y que nos obligó a navegar de ceñida hacia mar adentro, ya que tener a sotavento tierra es lo menos recomendable dadas las circunstancias.
Desgraciadamente para nosotros, desde el buque insignia llegó la orden de que la fragata debería de mantener la posición lo más cerca posible de la costa "y dentro de las condiciones de seguridad que permitiera la situación". Ganas tuve de contestar algo irrespetuoso, pero consideré oportuno no faltarle el respeto a un almirante como Sir Sidney, poco amigo de las bromas.

De ese modo, en lo que fue una de las noches más horribles de toda mi vida, tratamos de navegar sin alejarnos en demasía de la costa, una línea oscura y casi imperceptible en el horizonte oscuro, con casi toda la tripulación en cubierta, atentos a las maniobras, con el viento silbando en la jarcia que taponaba los oídos, los cañones bien trincados, cuatro hombres al timón y empapado hasta los huesos.
Tal era el movimiento de la Circe, que cabeceaba desordenadamente ya que nos costaba muchísimo mantenerla proa al viento, que llegó un momento en que me sentí indispuesto, muy indispuesto (quizás por culpa de no haber comido nada durante tantas horas), por lo que estuve a un suspiro de echar lo poco que tenía en el estómago por la borda, lo que habría sido un espectáculo realmente lamentable para un capitán, en su alcázar, y con todos los oficiales presentes.

No sé cómo pero logré aguantar las arcadas, dejando que la espuma que estallaba contra el caso me diera de lleno en la cara, y tratando de concentrarme por todos los medios en que mi única preocupación fuera que la silueta que marcara la costa no fuera en aumento.

Gracias a los dioses, con la mañana fue llegando la calma, y cuando el fuerte oleaje fue cesando y el viento dejó de soplar con ira, desplegamos más paño, comprobé que todo estaba en orden, y por fin me tumbé en mi coy (empapado, no tenía fuerzas para quitarme la ropa) para reposar.
Pasé todo el domingo durmiendo, ya que no tenía fuerzas para abrir los ojos, y me limité a dar la orden a mi primer oficial que estuviera al mando de la fragata mientras yo trataba de superar mi agotamiento y me peleaba con mi despensero y criado Vincenzo, empeñado en quitarme la ropa mojada para dormir completamente seco (lo consiguió finalmente).

Ya ayer logré subir a cubierta al oír la voz del vigía que avisaba que la escuadra volvía a asomar las vergas tras la tormenta, y aunque no me encontraba completamente recuperado, lucí mi mejor uniforme mientras, a través de los mensajes desde la jarcia del Hibernia, recibía la felicitación de Sir Sidney por haber mantenido la posición.
En cuanto a nuestra misión, el embajador en Portugal, Lord Strangford, se adentró hace apenas una hora en el estuario del Tajo a bordo de la corbeta Confiance (capitán James Lucas a bordo), ya que tiene buenas relaciones con la familia real y, según he podido saber, tratará de convencer a sus majestades que abandonen la capital para rendir la flota portuguesa o, bien, y mucho más político, escoltarlas hasta sus posesiones en Brasil para alejarlos de las garras de Bonaparte.

Ahora toca de nuevo esperar, y navegamos a sotavento de la escuadra, concretamente cerca del Monarch, cuya línea de portas cerradas comienzo a ver surgir a través del ventanal.
Subiré a cubierta para tomar algo de fresco y comprobar que todo se desarrolla correctamente.

lunes

Bloqueo a Portugal

En la HMS Circe. El 19 de noviembre de 1807. Frente a Lisboa.

De locos. Esto es de locos.
Hace unos días me lamentaba amargamente en estas mismas páginas de mi situación, recién llegado de una misión no del todo satisfactoria y con la idea hecha de que el Almirantazgo tardaría mucho en entregarme un mando.

Apenas me había acomodado en Wood Fields, y paseaba por mi casa mirando el jardín y comprobando el estado de mis plantas y flores después de tantos días de ausencia, cuando un trote de caballo me alertó de que alguien se acercaba por el camino de Portsmouth.
Un joven, con la lengua literalmente fuera, me entregó una carta donde, para mi mayúscula sorpresa, me ordenaban que tomara de nuevo el mando de la Circe, la cual continuaba armada en Spithead.


En un tiempo record ya me encontraba en mi falúa rumbo a la fragata, donde todos trabajaban muy duro y se detuvieron sólo para la ceremonia de mi subida a bordo.
Ya en mi cabina releí las órdenes, y comprendí por qué he sido de nuevo asignado a esta fragata, la cual muestra un aspecto impecable gracias a la labor del teniente Byron, que en mi ausencia se ha encargado de pintarla y renovar paño y cabuyería.

El avance de las tropas de Napoleón hacia Lisboa parece que ha puesto nerviosas a las más altas instancias de Inglaterra, por lo que una potente flota con sir Sidney al frente partió hacia la capital de Portugal, ya que todavía no está del todo claro qué bando elegirá, y no sería bueno para nuestros intereses tener en contra todo el litoral ibérico en el Atlántico.

En compañía del 74 cañones Monarch, que al igual que nosotros se dirigía hacia el estuario del Tajo, navegamos a toda vela hasta avistar, en la mañana de ayer, la figura en el horizonte del potente Hibernia (120 bocas de fuego), buque insignia de la flota de bloqueo, en compañía del no menos poderoso London (98) y otras velas como los 74 Elizabeth, Conqueror, Marborough, Plantagenet, Bedford y, por último, el 80 Foudroyant.

La única fragata de esta pequeña gran flota es la mía, por lo que pronto entendí cuál sería la función de la Circe antes de que el propio Sidney me recibiera en la lujosa cabina del Hibernia y me diera mis nuevas órdenes, centradas especialmente en labores de entrega de mensajes y el vigilar de cerca la costa portuguesa.
Según parece Portugal, de momento, quiere mostrarse neutral, aunque pronto tendrá que decidir qué bando elige, con 40.000 franceses de un lado y muchos cientos de cañones ingleses apuntándoles desde las aguas
del Atlántico.

Por mi parte, y mientras navegamos a sotavento de la flota, repitiendo algún que otro mensaje del buque insignia, aprovecho para poner en orden los papeles que tengo sobre mi escritorio, mientras doy sorbos a la taza de café bien caliente que me ha preparado mi despensero Vicenzo, un hombre de gesto serio de más de 50 inviernos que navega conmigo desde hace ya muchos años y que pone mucho cuidado en que me encuentre cómodo.

En cuanto termine estas líneas, tendré que escribir a mi amada Lively Caster, residente en el puerto de Plymouth y que aún no sabe que abandoné Wood Fields para embarcarme en mi próxima misión.
El pensar en ella, en su extraordinaria belleza, me alegra el ánimo, y hace que sueñe con vivir en un futuro (espero) no muy lejano en su compañía mientras disfruto de sus innumerables encantos hasta la misma eternidad.

Ahora dejaré de escribir, llegan nuevos mensajes desde el buque insignia y no es bueno hacer esperar a un almirante.

jueves

Bedford

En Wood Fields, el 15 de noviembre de 1807. Portsmouth.

Hace un día precioso para estar sentado en el jardín de mi pequeña casita.
Wood Fields se encuentra situado al norte de Portsmouth, ni cerca ni lejos, con la tranquilidad de estar perdido en algún lugar de la campiña, entre suaves, muy suaves colinas, pero a vista de las aguas del Canal y de la entrada a puerto.
Hace un día realmente bello, ya que no hace excesivo frío y son muchos los rayos de sol que se escapan tras las grandes nubes blancas.

Ayer por la mañana tomé una silla de posta desde Bedford, donde residen mis padres, con los que he compartido techo y mesa después de mi viaje a Londres.
Las cosas no fueron tan mal en el Almirantazgo, donde me recibieron tras no esperar mucho en una de sus enormes salas, con algún que otro capitán de Mar a la vista y varios tenientes que no podían ocultar su nerviosismo al estar su futuro en juego.
El secretario del First Lord recogió mi informe, y tras mostrar una fría educación y disculparse por no poder ser recibido por un oficial al que relatarle los pormenores de mi misión, me despidió asegurándome que recibiría pronto noticias sobre mi próximo mando.
Desde luego no fue un encuentro muy afortunado, y cuando salí del gran edificio mi ánimo estaba por lo suelos, aunque el ver un par de veteranos con miembros amputados que se contaban batallitas del pasado y que se lamentaban de ser ya inservibles para la Armada me levantó, de una forma egoísta, la moral.

Fue ahí cuando decidí visitar a mis progenitores, que viven en una confortable finca a las afueras de Bedford, donde mi padre reside, en la reserva del Almirantazgo, pero que gracias a su exitosa etapa como capitán de fragata, donde hizo estragos entre las flotas mercantes españolas, logra vivir con cierta holgura.
Me recibieron con los brazos abiertos, como siempre, y enseguida me encontraba sentado en la mesa, disfrutante de un excelente clarete y con mi padre muy amable y hablador.
Caminaba en bastón, ya que, según me contó, tuvo un pequeño incidente en la cuadra con uno de los caballos, que le dio una coz que acabó con uno de los clavos de la herradura en su pantorrilla.
Afortunadamente se la extrajeron sin mayores problemas. Peores heridas he sufrido en el alcázar hijo, me replicaba con una sonrisa.

Todo iba viento en popa cuando un trote de cascos alertó a todos, y la gran sonrisa que iluminó el rostro de mi madre me puso en guardia, ya que en seguida me di cuenta de qué ocurría.
Por la puerta, pomposo como siempre, con su uniforme escarlata y su ridículo sombrero bajo el brazo, entró mi hermano, teniente de los Dragones, con su habitual aire de suficiencia.
Levantó hacia mí una ceja, lo que interpreté como un saludo, y acto seguido comenzó a conversar con mi padre sobre las últimas noticias de la guerra mientras yo me dedicaba a beber de mi copa con lentos sorbos.
Parecía estar especialmente ilusionado con el avance de las tropas napoleónicas por la península ibérica, ya que el descontento de la población española va en aumento y todo parecía indicar que pronto se convertiría en el principal escenario bélico en las próximas fechas.
Cuando ya tuve suficiente, aburrido de ver a mi hermano con aires de mariscal de campo, moviendo vasos, bollos de pan, platos y todo lo que tenía a mano para explicar cuáles serían las mejores estrategias para el combate (del que creo que sólo tiene conocimiento a través de grabados), me retiré disculpándome a la habitación que me prepararon.

A la mañana siguiente desayuné con mis padres y me despedí para tomar la silla de posta hasta Portsmouth, con la promesa, por orden imperiosa de mi padre, de escribirle en cuanto llegara.
Ahora, en la soledad de mi casa, aprovecho para descansar y lanzar miradas furtivas al camino, esperando el mensajero que traiga consigo mis próximas órdenes para así poder volver al mar que tanto añoro.

lunes

Presentación

En Londres, el 12 de noviembre de 1807.

Es bien entrada la noche y no logro dormir.
Los nervios por mi visita mañana al Almirantazgo no logran que concilie el sueño, por lo que me encuentro en mi pequeña habitación del Walls dando vueltas, con las manos a la espalda y mirando de vez en cuando a través de la ventana una ciudad envuelta en tinieblas.
Es por ello que, en la búsqueda de los brazos de Morfeo, he considerado oportuno escribir mis memorias en un diario para desahogar mis demonios interiores, festejar mis alegrías y poner en orden todo tipo de pensamientos.

Creo que comenzaré por el principio.
Mi nombre es Vincent Daniels, y soy capitán de navío al servicio de su Majestad.
Mi afición por la mar llegó a través de mi padre, el almirante Daniels que, no obstante, en ningún momento me solicitó que prosiguiera con la tradición familiar, y siempre me dio libertad para escoger el futuro que quisiera.

Pero el oír a escondidas sus conversaciones con otros amigos
(muchos oficiales de la Armada), los pasillos de nuestra casa repletos de cuadros en donde se recreaban batallas gloriosas y, quizás lo más importante, la visión a través de mi ventana de las aguas del Canal , donde me dedicaba a observar todos los barcos al alcance de mi modesto catalejo, regalo de mi madre en mi octavo cumpleaños, me empujó definitivamente a seguir la estela,
y nunca mejor dicho, de mi padre.
A partir de ahí todo fue relativamente fácil, ya que mi apellido me abrió muchas puertas, sentando plaza de guardiamarina en prestigiosos buques, aprobar con algún apuro el examen de ascenso a teniente, el realizar algún mérito al mando de barcos de bajo porte, y finalmente convertirme en capitán de Mar y Guerra.
Mucho ha pasado desde entonces, y ahora me encuentro comandando una fragata de sexta categoría.

He llegado a la carrera a la capital tras dejar fondeada en la rada de
Portsmouth la fragata que he comandado durante los últimos meses,
la HMS Circe, en una misión que me ha llevado por aguas del Mar Rojo sin cosechar los resultados esperados.
A la caza de un corsario francés que navegaba por aquellas aguas (la Cachette), mi desolación fue mayúscula al comprobar que se trataba de una simple bricbarca que se rindió prácticamente a las primeras de cambio.
Para colmo de males, en mi regreso desperté sobresaltado una noche con mi despensero gritando como loco al informarme que mi presa ardía y que se iba al fondo con una interesante carga tras semanas de corso, por lo que me vi (y me veo) sumido en el más hondo de los pesares.

De eso hace ya tiempo, y ahora me encuentro a unas cuantas horas de mi comparecencia en el Almirantazgo, con el dudoso mérito de haber hundido un pequeño barco de apenas una decena de cañones (lo que entraba, no obstante, dentro de mis órdenes), y con recursos mínimos para mi vida en tierra.

Quizás no es la presentación más brillante para este diario que comienza a ver la luz, pero no se me ocurre otra cosa con la que estrenar estas páginas que comienzan a adquirir un tono más triste del deseado.
Será mejor que vuelva a la cama e intente dormir, aunque quizás cuelgue la manta de la pared para creer que me encuentro mecido por las olas en algún trozo de mar más allá de las Azores.