viernes

La flota portuguesa

En la HMS Circe, el 29 de noviembre de 1807. Frente al estuario del Tajo.

Menudo espectáculo. Sencillamente impresionante.

Hace unos minutos me encontraba en el alcázar de la Circe observando, con ojos maravillados, parte de la flota portuguesa desfilar ante nosotros, después de que las 'negociaciones' del embajador Lord Strangford hayan puesto definitivamente a la familia real de nuestro lado.
Nuestra escuadra escoltará a las velas lusas hasta Brasil, concretamente a Río de Janeiro, donde el príncipe regente, su reina madre y el resto de la parentela se asentarán a la espera de que las tropas francesas entren definitivamente en Lisboa a las órdenes del general Junot.

Apenas había amanecido esta mañana cuando el vigía avistó las velas portuguesas que comenzaban a asomar por el Tajo, seguido lo cual todos los oficiales nos encontrábamos en cubierta listos para rendir honores a nuestros aliados.
El Hibernia, después de los pitidos y el redoble de tambor de rigor (en ese momento la fragata se situaba a sotavento del buque insignia), comenzó a retumbar con sus 21 salvas, siendo correspondidas por todos nuestros barcos y, casi sin interrupción, por los portugueses, sucediéndose los cañonazos y sin que los oficiales en el alcázar pudieran disimular sonrisas satisfechas. Yo mismo me sorprendí riendo de alegría mientras mis hombres se esforzaban porque todo terminara de ser perfecto.
No cabe duda de que no hay nada mejor que el olor a pólvora por la mañana.

Afortunadamente la flota portuguesa, al mando del vicealmirante Manuel de Acunha, ya se encontraba prácticamente preparada para zarpar, por lo que todo se ha desarrollado rápidamente y sin problemas.
En estos momentos se cruza por nuestra popa un 74 cañones, el Medusa, seguido a medio cable de distancia por un 44, Golfinho reza en su espejo de popa, aunque los mástiles se siguen perdiendo más allá del Tajo, ya que según nos han informado, al margen de los navíos de guerra, que pueden ser una veintena aproximadamente, hay otros tantos mercantes armados.

Mientras los buques continúan deslizándose ante la atenta mirada de nuestra escuadra, he tenido la oportunidad de echar un vistazo al correo, que llegó a bordo del bergantín Nercuse, donde he recibido una carta de mi querida y muy amada Lively, la cual me ha enviado todo su cariño y me ha contado que ha viajado a Londres junto a su padre para asistir a una importante representación teatral, nada más y nada menos que Shakespeare.
Según me ha escrito, actúa un joven de nombre Edmund Kean cuyo futuro parece ser prometedor y que despierta todas mis simpatías, ya que se enroló en Portsmouth durante algunos años, haciéndose pasar por sordo y cojo de una forma tan perfecta que engañó a los doctores que le atendían.

Entre las salvas de hace apenas una hora y esta carta de Lively noto el corazón muy alto, y escribo con una sonrisa tonta en la cara.
Sólo falta una buena batalla y, por qué no, un buen botín para entregarle a mi amada un hermoso presente y afianzar un poco más nuestro futuro.

martes

Tormenta atlántica

En la HMS Circe, el 26 de noviembre de 1807. Frente a la costa portuguesa.

No hay nada más aburrido que un bloqueo. No me cabe la menor duda.

Llevamos ya varios días rumbo norte, virada, y rumbo sur, vigilando la costa portuguesa a la espera de que los lusos se decidan de una maldita vez si optan por refugiarse bajo los colores de la Union Jack o, en cambio, prefieren aceptar con los brazos abiertos el abrigo del potente ejército francés que ya ha superado sin mayores impedimentos la frontera.

Lo único novedoso de estos días fue un fuerte temporal que azotó la escuadra el sábado, con un potente viento del oeste que nos empujaba hacia la costa y que nos obligó a navegar de ceñida hacia mar adentro, ya que tener a sotavento tierra es lo menos recomendable dadas las circunstancias.
Desgraciadamente para nosotros, desde el buque insignia llegó la orden de que la fragata debería de mantener la posición lo más cerca posible de la costa "y dentro de las condiciones de seguridad que permitiera la situación". Ganas tuve de contestar algo irrespetuoso, pero consideré oportuno no faltarle el respeto a un almirante como Sir Sidney, poco amigo de las bromas.

De ese modo, en lo que fue una de las noches más horribles de toda mi vida, tratamos de navegar sin alejarnos en demasía de la costa, una línea oscura y casi imperceptible en el horizonte oscuro, con casi toda la tripulación en cubierta, atentos a las maniobras, con el viento silbando en la jarcia que taponaba los oídos, los cañones bien trincados, cuatro hombres al timón y empapado hasta los huesos.
Tal era el movimiento de la Circe, que cabeceaba desordenadamente ya que nos costaba muchísimo mantenerla proa al viento, que llegó un momento en que me sentí indispuesto, muy indispuesto (quizás por culpa de no haber comido nada durante tantas horas), por lo que estuve a un suspiro de echar lo poco que tenía en el estómago por la borda, lo que habría sido un espectáculo realmente lamentable para un capitán, en su alcázar, y con todos los oficiales presentes.

No sé cómo pero logré aguantar las arcadas, dejando que la espuma que estallaba contra el caso me diera de lleno en la cara, y tratando de concentrarme por todos los medios en que mi única preocupación fuera que la silueta que marcara la costa no fuera en aumento.

Gracias a los dioses, con la mañana fue llegando la calma, y cuando el fuerte oleaje fue cesando y el viento dejó de soplar con ira, desplegamos más paño, comprobé que todo estaba en orden, y por fin me tumbé en mi coy (empapado, no tenía fuerzas para quitarme la ropa) para reposar.
Pasé todo el domingo durmiendo, ya que no tenía fuerzas para abrir los ojos, y me limité a dar la orden a mi primer oficial que estuviera al mando de la fragata mientras yo trataba de superar mi agotamiento y me peleaba con mi despensero y criado Vincenzo, empeñado en quitarme la ropa mojada para dormir completamente seco (lo consiguió finalmente).

Ya ayer logré subir a cubierta al oír la voz del vigía que avisaba que la escuadra volvía a asomar las vergas tras la tormenta, y aunque no me encontraba completamente recuperado, lucí mi mejor uniforme mientras, a través de los mensajes desde la jarcia del Hibernia, recibía la felicitación de Sir Sidney por haber mantenido la posición.
En cuanto a nuestra misión, el embajador en Portugal, Lord Strangford, se adentró hace apenas una hora en el estuario del Tajo a bordo de la corbeta Confiance (capitán James Lucas a bordo), ya que tiene buenas relaciones con la familia real y, según he podido saber, tratará de convencer a sus majestades que abandonen la capital para rendir la flota portuguesa o, bien, y mucho más político, escoltarlas hasta sus posesiones en Brasil para alejarlos de las garras de Bonaparte.

Ahora toca de nuevo esperar, y navegamos a sotavento de la escuadra, concretamente cerca del Monarch, cuya línea de portas cerradas comienzo a ver surgir a través del ventanal.
Subiré a cubierta para tomar algo de fresco y comprobar que todo se desarrolla correctamente.

lunes

Bloqueo a Portugal

En la HMS Circe. El 19 de noviembre de 1807. Frente a Lisboa.

De locos. Esto es de locos.
Hace unos días me lamentaba amargamente en estas mismas páginas de mi situación, recién llegado de una misión no del todo satisfactoria y con la idea hecha de que el Almirantazgo tardaría mucho en entregarme un mando.

Apenas me había acomodado en Wood Fields, y paseaba por mi casa mirando el jardín y comprobando el estado de mis plantas y flores después de tantos días de ausencia, cuando un trote de caballo me alertó de que alguien se acercaba por el camino de Portsmouth.
Un joven, con la lengua literalmente fuera, me entregó una carta donde, para mi mayúscula sorpresa, me ordenaban que tomara de nuevo el mando de la Circe, la cual continuaba armada en Spithead.


En un tiempo record ya me encontraba en mi falúa rumbo a la fragata, donde todos trabajaban muy duro y se detuvieron sólo para la ceremonia de mi subida a bordo.
Ya en mi cabina releí las órdenes, y comprendí por qué he sido de nuevo asignado a esta fragata, la cual muestra un aspecto impecable gracias a la labor del teniente Byron, que en mi ausencia se ha encargado de pintarla y renovar paño y cabuyería.

El avance de las tropas de Napoleón hacia Lisboa parece que ha puesto nerviosas a las más altas instancias de Inglaterra, por lo que una potente flota con sir Sidney al frente partió hacia la capital de Portugal, ya que todavía no está del todo claro qué bando elegirá, y no sería bueno para nuestros intereses tener en contra todo el litoral ibérico en el Atlántico.

En compañía del 74 cañones Monarch, que al igual que nosotros se dirigía hacia el estuario del Tajo, navegamos a toda vela hasta avistar, en la mañana de ayer, la figura en el horizonte del potente Hibernia (120 bocas de fuego), buque insignia de la flota de bloqueo, en compañía del no menos poderoso London (98) y otras velas como los 74 Elizabeth, Conqueror, Marborough, Plantagenet, Bedford y, por último, el 80 Foudroyant.

La única fragata de esta pequeña gran flota es la mía, por lo que pronto entendí cuál sería la función de la Circe antes de que el propio Sidney me recibiera en la lujosa cabina del Hibernia y me diera mis nuevas órdenes, centradas especialmente en labores de entrega de mensajes y el vigilar de cerca la costa portuguesa.
Según parece Portugal, de momento, quiere mostrarse neutral, aunque pronto tendrá que decidir qué bando elige, con 40.000 franceses de un lado y muchos cientos de cañones ingleses apuntándoles desde las aguas
del Atlántico.

Por mi parte, y mientras navegamos a sotavento de la flota, repitiendo algún que otro mensaje del buque insignia, aprovecho para poner en orden los papeles que tengo sobre mi escritorio, mientras doy sorbos a la taza de café bien caliente que me ha preparado mi despensero Vicenzo, un hombre de gesto serio de más de 50 inviernos que navega conmigo desde hace ya muchos años y que pone mucho cuidado en que me encuentre cómodo.

En cuanto termine estas líneas, tendré que escribir a mi amada Lively Caster, residente en el puerto de Plymouth y que aún no sabe que abandoné Wood Fields para embarcarme en mi próxima misión.
El pensar en ella, en su extraordinaria belleza, me alegra el ánimo, y hace que sueñe con vivir en un futuro (espero) no muy lejano en su compañía mientras disfruto de sus innumerables encantos hasta la misma eternidad.

Ahora dejaré de escribir, llegan nuevos mensajes desde el buque insignia y no es bueno hacer esperar a un almirante.

jueves

Bedford

En Wood Fields, el 15 de noviembre de 1807. Portsmouth.

Hace un día precioso para estar sentado en el jardín de mi pequeña casita.
Wood Fields se encuentra situado al norte de Portsmouth, ni cerca ni lejos, con la tranquilidad de estar perdido en algún lugar de la campiña, entre suaves, muy suaves colinas, pero a vista de las aguas del Canal y de la entrada a puerto.
Hace un día realmente bello, ya que no hace excesivo frío y son muchos los rayos de sol que se escapan tras las grandes nubes blancas.

Ayer por la mañana tomé una silla de posta desde Bedford, donde residen mis padres, con los que he compartido techo y mesa después de mi viaje a Londres.
Las cosas no fueron tan mal en el Almirantazgo, donde me recibieron tras no esperar mucho en una de sus enormes salas, con algún que otro capitán de Mar a la vista y varios tenientes que no podían ocultar su nerviosismo al estar su futuro en juego.
El secretario del First Lord recogió mi informe, y tras mostrar una fría educación y disculparse por no poder ser recibido por un oficial al que relatarle los pormenores de mi misión, me despidió asegurándome que recibiría pronto noticias sobre mi próximo mando.
Desde luego no fue un encuentro muy afortunado, y cuando salí del gran edificio mi ánimo estaba por lo suelos, aunque el ver un par de veteranos con miembros amputados que se contaban batallitas del pasado y que se lamentaban de ser ya inservibles para la Armada me levantó, de una forma egoísta, la moral.

Fue ahí cuando decidí visitar a mis progenitores, que viven en una confortable finca a las afueras de Bedford, donde mi padre reside, en la reserva del Almirantazgo, pero que gracias a su exitosa etapa como capitán de fragata, donde hizo estragos entre las flotas mercantes españolas, logra vivir con cierta holgura.
Me recibieron con los brazos abiertos, como siempre, y enseguida me encontraba sentado en la mesa, disfrutante de un excelente clarete y con mi padre muy amable y hablador.
Caminaba en bastón, ya que, según me contó, tuvo un pequeño incidente en la cuadra con uno de los caballos, que le dio una coz que acabó con uno de los clavos de la herradura en su pantorrilla.
Afortunadamente se la extrajeron sin mayores problemas. Peores heridas he sufrido en el alcázar hijo, me replicaba con una sonrisa.

Todo iba viento en popa cuando un trote de cascos alertó a todos, y la gran sonrisa que iluminó el rostro de mi madre me puso en guardia, ya que en seguida me di cuenta de qué ocurría.
Por la puerta, pomposo como siempre, con su uniforme escarlata y su ridículo sombrero bajo el brazo, entró mi hermano, teniente de los Dragones, con su habitual aire de suficiencia.
Levantó hacia mí una ceja, lo que interpreté como un saludo, y acto seguido comenzó a conversar con mi padre sobre las últimas noticias de la guerra mientras yo me dedicaba a beber de mi copa con lentos sorbos.
Parecía estar especialmente ilusionado con el avance de las tropas napoleónicas por la península ibérica, ya que el descontento de la población española va en aumento y todo parecía indicar que pronto se convertiría en el principal escenario bélico en las próximas fechas.
Cuando ya tuve suficiente, aburrido de ver a mi hermano con aires de mariscal de campo, moviendo vasos, bollos de pan, platos y todo lo que tenía a mano para explicar cuáles serían las mejores estrategias para el combate (del que creo que sólo tiene conocimiento a través de grabados), me retiré disculpándome a la habitación que me prepararon.

A la mañana siguiente desayuné con mis padres y me despedí para tomar la silla de posta hasta Portsmouth, con la promesa, por orden imperiosa de mi padre, de escribirle en cuanto llegara.
Ahora, en la soledad de mi casa, aprovecho para descansar y lanzar miradas furtivas al camino, esperando el mensajero que traiga consigo mis próximas órdenes para así poder volver al mar que tanto añoro.

lunes

Presentación

En Londres, el 12 de noviembre de 1807.

Es bien entrada la noche y no logro dormir.
Los nervios por mi visita mañana al Almirantazgo no logran que concilie el sueño, por lo que me encuentro en mi pequeña habitación del Walls dando vueltas, con las manos a la espalda y mirando de vez en cuando a través de la ventana una ciudad envuelta en tinieblas.
Es por ello que, en la búsqueda de los brazos de Morfeo, he considerado oportuno escribir mis memorias en un diario para desahogar mis demonios interiores, festejar mis alegrías y poner en orden todo tipo de pensamientos.

Creo que comenzaré por el principio.
Mi nombre es Vincent Daniels, y soy capitán de navío al servicio de su Majestad.
Mi afición por la mar llegó a través de mi padre, el almirante Daniels que, no obstante, en ningún momento me solicitó que prosiguiera con la tradición familiar, y siempre me dio libertad para escoger el futuro que quisiera.

Pero el oír a escondidas sus conversaciones con otros amigos
(muchos oficiales de la Armada), los pasillos de nuestra casa repletos de cuadros en donde se recreaban batallas gloriosas y, quizás lo más importante, la visión a través de mi ventana de las aguas del Canal , donde me dedicaba a observar todos los barcos al alcance de mi modesto catalejo, regalo de mi madre en mi octavo cumpleaños, me empujó definitivamente a seguir la estela,
y nunca mejor dicho, de mi padre.
A partir de ahí todo fue relativamente fácil, ya que mi apellido me abrió muchas puertas, sentando plaza de guardiamarina en prestigiosos buques, aprobar con algún apuro el examen de ascenso a teniente, el realizar algún mérito al mando de barcos de bajo porte, y finalmente convertirme en capitán de Mar y Guerra.
Mucho ha pasado desde entonces, y ahora me encuentro comandando una fragata de sexta categoría.

He llegado a la carrera a la capital tras dejar fondeada en la rada de
Portsmouth la fragata que he comandado durante los últimos meses,
la HMS Circe, en una misión que me ha llevado por aguas del Mar Rojo sin cosechar los resultados esperados.
A la caza de un corsario francés que navegaba por aquellas aguas (la Cachette), mi desolación fue mayúscula al comprobar que se trataba de una simple bricbarca que se rindió prácticamente a las primeras de cambio.
Para colmo de males, en mi regreso desperté sobresaltado una noche con mi despensero gritando como loco al informarme que mi presa ardía y que se iba al fondo con una interesante carga tras semanas de corso, por lo que me vi (y me veo) sumido en el más hondo de los pesares.

De eso hace ya tiempo, y ahora me encuentro a unas cuantas horas de mi comparecencia en el Almirantazgo, con el dudoso mérito de haber hundido un pequeño barco de apenas una decena de cañones (lo que entraba, no obstante, dentro de mis órdenes), y con recursos mínimos para mi vida en tierra.

Quizás no es la presentación más brillante para este diario que comienza a ver la luz, pero no se me ocurre otra cosa con la que estrenar estas páginas que comienzan a adquirir un tono más triste del deseado.
Será mejor que vuelva a la cama e intente dormir, aunque quizás cuelgue la manta de la pared para creer que me encuentro mecido por las olas en algún trozo de mar más allá de las Azores.