miércoles

La caída de Shipley


En el Hospital de los Desamparados, el 30 de abril de 1808. En Gibraltar.

¡Menudo desastre! Eso me pasa por dar por seguro algo cuando hay tantos factores a tener en cuenta que pueden desencadenar en hechos del todo imprevisibles.

Hace una semana, tal como escribí, la Circe avistaba las velas de la fragata de 36 cañones de 12 libras HMS Nymphe, al mando del capitán Conway Shipley.
Apenas estábamos a tiro de cañón mi falúa tocó agua para reunirme con él, y me recibió bastante alterado y nervioso.
Según me contaba, cerca de Lisboa habían avistado una embarcación de 20 cañones con pabellón francés y en dos ocasiones, y cuando sus hombres atacaron con botes, habían sido rechazados, con el apoyo por parte del enemigo de la batería del castillo de Belem.

El nuevo plan de Shipley era el de atacar al navío en dos divisiones, cada una de ella formada por tripulaciones de nuestras respectivas fragatas.
Tan obcecado estaba el capitán de la Nymphe por hacerse con el buque que él mismo comandaría una de ellas, por lo que me ofrecí a estar al frente de la otra, a lo que aceptó estrechándome la mano con una sonrisa satisfecha.
Esa misma noche nos adentramos en el Tajo. Yo tripulaba el cúter largo, con diez infantes de marina y veinte marineros, mientras que el primer teniente Lawyer bogaba a babor, con otros tantos y en compañía del sargento Basket. La lancha estaba a manos del teniente Byron, que pese a encontrarse un par de semanas antes en el hospital, se ofreció como voluntario para tomar parte en esta empresa.
El teniente Evans se quedó a bordo de la fragata.

La idea era esperar, ocultos en la oscuridad, hasta que viéramos las velas del navío francés, ya que según nuestros informes volverá a intentar ganar el mar.
De ese modo, y en completo silencio, con nuestras armas enfundadas en tela para no hacer ruido y amenaza de 50 latigazos para aquel que osara levantar la voz, indistintamente de si era oficial, marinero o infante, aguardamos con los ojos clavados en la silueta de los navíos fondeados en el puerto de Lisboa, que se recortaba con la poca luz de la luna oculta tras las nubes.

No pasó una hora cuando ya vimos al barco, con aparejo de bergantín, acercarse hasta nosotros, por lo que di la orden a todos mis hombres de que estuvieran preparados.
Desgraciadamente, un viento fresco soplaba con fuerza, por lo que nos resultó imposible acercarnos hasta el barco sin delatar nuestra presencia.
Para nuestra sorpresa, y cuando ya estábamos listos para el abordaje (mi división lo haría por el costado de babor), oímos una voz desde la cubierta del bergantín, que en perfecto inglés nos dijo "mis queridos amigos, habría sido mejor que no hubieran venido. Morirán si suben a bordo", a lo que siguió un vivísimo fuego.
La situación era muy delicada, ya que los cañones del castillo de Belem seguían estando demasiado cerca y comenzaron a disparar contra nosotros, y para colmo de males surgió desde la orilla una batería flotante con un cañon de 24 libras, cuyos estampidos resonaban como voz llegada desde el infierno.

No era momento para venirse abajo, por lo que con mi pistola en una mano y la otra libre para trepar por el costado del bergantín llegué a bordo del enemigo, seguido por mis hombres y todos dando vivas al Rey (yo me limitaba a resoplar por el esfuerzo).
Fuimos recibido por decenas de disparos, y el infante que me acompañaba cayó hacia atrás, hacia el agua, con un gemido, a lo que respondí con un disparo a la cara del primero que se acercó.
En un cálculo rápido vi que al menos eran cien los que estaba a bordo, y me fijé que el capitán Shipley aún no había subido por estribor.
El caos era total, con el olor a pólvora, gritos en varios idiomas y mi sable apartando golpes y encontrando algo de carne.
A mi derecha combatía el marinero Paint con furia, y a la izquierda pude ver al sargento Basket, con el mosquete a modo de maza.
Sentí un dolor intenso en el trasero y cuando me giré vi que un francés me había clavado la bayoneta. Con mi sable traté de alcanzarlo, pero Paint ya le había cortado el brazo a la altura del codo con un hachazo.
Justo en ese momento pudimos oír varios hurras, y por fin llegó el socorro, con Shipley al frente de sus hombres, asomando por el costado de estribor.

Cuando los franceses parecían confusos y todo indicaba que tomaríamos el barco, quedamos horrorizados al ver que un disparo desde la cofa alcanzó al capitán de la Nymphe en la frente, cayendo acto seguido al agua.
Tras unos segundos de confusión y con los franceses ganando moral, opté por seguir con nuestra ofensiva.
Al mando de la división de la Nymphe era el hermano del capitán, Charles Shipley, el siguiente en la jerarquía.

No soy quién para poner en duda la labor de mis compañeros, ya que cada uno cumple con su cometido de la mejor forma que puede. Sin embargo, Charles no estuvo a la altura de las circunstancias, ya que tuvo gesto fraternal pero que no se rige con su deber como oficial de la Armada de Su Majestad.
Y es que Shipley no tuvo otra idea que la de retirar a sus hombres para recuperar el cuerpo de su hermano, dejando a mi división ante un enemigo volcado y que se disponía a acabar con nosotros.
Al ver que era imposible el controlar el buque, ya que los cañones de Belem disparaban a nuestros botes, así como la batería flotante, y temiendo que no hubiera forma de volver a la Circe, ordené retirarnos sin perder cara al enemigo y concentrando parte de nuestro fuego para intentar que el cañón de 24 libras se silenciara.

Afortunadamente pudimos llegar a los botes y bogar con fuerza hacia la fragata mientras oíamos los gritos de entusiasmo del enemigo mientras intentaba no cruzar la mirada con Shipley, que ya había recuperado el cuerpo de su hermano y se dirigía a la Nymphe.
Para cuando llegamos a la fragata, cansado y dolido por la derrota, Vincenzo me avisó de que la sangre me llegaba al tobillo, por lo que fui atendido por el cirujano, que me cosió la nalga (una herida muy fea, me dijo) mientras mordía con fuerza la tira de cuero. Al terminar la operación me dormí sobre la mesa.
A la mañana siguiente me limité a enviar un mensaje a Shipley donde le daba el pésame por la muerte de su hermano, a lo que contestó que pondrían rumbo a Lagos. Nosotros nos dirigimos a Gibraltar, donde he decidido solicitar una cama en el Hospital de los Desamparados para recuperarme mientras esperamos que el señor Oliver, que continúa con sus pesquisas en la península, vuelva de una maldita vez.

No sé si me duele más el trasero o el orgullo por el desastroso incidente en el Tajo.

Amena semana


Frente al Tajo, el 23 de abril de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Apenas ha salido el sol y he decidido levantarme bien temprano.
Zarpamos ayer de Gibraltar rumbo al estuario del Tajo.
Según nos informó el paquete Nercuse, que hace la travesía Porstmouth-Gibraltar, un navío con bandera francesa de 20 cañones trata de zarpar del puerto de Lisboa mientras la fragata del capitán Conway Shipley, la Nymphe, se encuentra al acecho.
Éste ha solicitado ayuda, ya que el barco enemigo está protegido bajo el fuego de la batería del castillo de Belem.
Es por ello que, a toda vela y en un tiempo récord, con el paño y la jarcia bien tensos y la espuma salpicándonos las caras, hemos avistado la línea portuguesa, y tengo al teniente Evans, que goza de buena vista, en el tope y con mi mejor catalejo para que dé la voz cuando aviste las vergas de la Nymphe.

Tengo que decir que mi estancia en Gibraltar ha sido feliz.
Mientras el señor Oliver se marchó apenas echamos el ancla al agua, y con el aviso de que estaría al menos una semana (como mínimo) en la península, he tenido la ocasión de descansar y de disfrutar de la compañía de algunos amigos.
Antes de nada, mi sorpresa fue mayúscula cuando al segundo día de llegar se abordó con la fragata una chalupa con nada más y nada menos que con el teniente Jack Byron a bordo.
Inmediatamente lo invité a mi cabina, donde pudimos disfrutar de un clarete mientras a Jack no se le podía quitar la sonrisa de la boca al saberse de nuevo a bordo de un barco de Su Majestad.
Según sus propias palabras ya se encuentra perfectamente recuperado tras su caída del palo mayor hace ya cuatro meses, puesto que los cuidados de las monjas del hospital Nuestra Señora de los Desamparados han sido dignos de todo elogio.
Dada su mejoría, el teniente me solicitó volver a bordo, y aunque el cupo lo tengo cubierto con el señor Lawyer de primero y Evans de segundo, creo que podemos permitirnos un tercero a bordo, y aunque esto supone que Byron baja de categoría, lo ha aceptado gustosamente ya que, según me contó, "no aguantaba un día más sin poder sentir el balanceo en cubierta".

Las buenas noticias no se acabaron ahí, ya que en esta semana también recibí la visita del bueno del coronel Peter Rush, que parece perpetuamente destinado a este enclave.
A pesar de que somos buenos amigos, hacía tiempo que no teníamos la ocasión de cruzar palabra, ya que Peter no es de los que escribe, y pueden pasar meses y años sin que reciba unas líneas de su mano.
Sin embargo, apenas he doblado el cabo de San Vicente parece ser que el coronel ya tiene apostados vigías por todo el suroeste español, ya que para cuando la Circe empieza a realizar las labores de fondeo se presenta un soldado a bordo con una carta de Peter donde me invita a cenar a su lujosa casa.
Como siempre la comida y el buen vino fluyó a raudales, y con el sol asomando por el Este tras una larga noche, llegué dando tumbos al pequeño bote que uso para estas ocasiones y, sin desviarme demasiado de mi ruta, llegué al costado de babor de la fragata, a la que ascendí en el cuarto intento gracias a los fuertes brazos de Vincenzo, que surgieron de la penumbra como tentáculos de pesadilla que me atraparon y me llevaron prácticamente en volandas hasta mi coy.

Dolor de cabeza al margen, no me quejo por tanto de estos días en Gibraltar, ni mucho menos, donde sólo ha faltado, quizás, recibir alguna carta desde Inglaterra, donde aún espero noticias de lord Caster, por lo que mis paseos diarios hasta la oficina de correos siempre traen consigo un gusto amargo.

Pero no creo que esto estropee lo que ha sido sin duda una buena semana, que puede completarse quizás con la captura de la embarcación francesa con su botín.
Da la sensación de que nada puede salir mal.

Fragata mensajera


En Nápoles, el 16 de abril de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Lo único bueno de un bloqueo es el poder disfrutar con la visión de magníficos navíos, orgullo de nuestra británica armada.
De nuevo la HMS Circe forma parte de la escuadra de lord Collingwood, a la espera de que me den permiso para poner proa a Gibraltar para que el señor James Oliver comience con sus indagaciones en territorio español.
Llevamos tres días a la estela de esta pequeña gran escuadra que tiene al 98 cañones Ocean como buque insignia, en compañía del Canopus y Malta, ambos de 80, y Repulse y Montagu, de 74, que completan entre contingente apoyados por un par de fragatas y dos corbetas.

No he tenido la oportunidad de ser recibido por el propio Collingwood, por lo que he tenido que ser atendido por el capitán de bandera Richard Thomas, que en el alcázar del Ocean me explicó, con discreción y lo más alejado posible de oídos curiosos, que nuestro vicealmirante no pasa por su mejor momento, ya que sus dolores de estómago son ya insoportables, y que no es raro oírlo gritar de desesperación por las noches, las cuales las pasa en su mayor parte en el jardín, evacuando.

De hecho, su secretario se encuentra en este mismo momento redactando una carta en donde Thomas me ha dado a entender que Collingwood solicita el traslado, ya que no soporta permanecer un día más en estas aguas, a la caza del escurridizo Ganteaume, que en su persecución en las cercanías de la península itálica siempre ha logrado escabullirse sin conseguir ver siquiera sus juanetes.

Tengo al teniente Evans en cubierta con la orden de no apartar la vista de la jarcia del Ocean, ya que antes de que toquen la driza de señales desde el alcázar del buque insignia, donde me manden subir a bordo para recoger dicha carta (ya que será mi fragata la que porte el mensaje hasta la Roca), quiero que comiencen las maniobras para zarpar cuanto antes.

El señor Oliver está de los nervios, y dice una y otra vez que no puede perder más tiempo en estas aguas cuando buena parte del futuro de la guerra contra Napoleón se está decidiendo en España.
En alguna que otra ocasión ha llegado incluso a levantarme la voz más de la cuenta, y ayer se presentó en mi cabina, seguido por el infante de marina que vigila la puerta con la cara más roja que su casaca, exigiendo explicaciones.
No soy persona especialmente paciente y templada, por lo que mis gritos se pudieron oír en Porstmouth, y lo eché de mi cabina agarrándolo por la chaqueta y arrojándolo al suelo sin misericordia, avisándole de que la próxima vez que intentara algo semejante sería colgado de una verga tras consejo de guerra.

Esta mañana le he estado dando vueltas a mi cabeza, y he reflexionado sobre la necesidad de que debería de controlar mis impulsos, sobre todo con un hombre de la importancia de Oliver, con tanta influencia en el Almirantazgo y que bien podría contribuir a que me destinaran a comandar un buque guardacostas en Cornualles, a la búsqueda de contrabandistas.
He pensado incluso que debería de pedirle disculpas, ya que bien temprano me topé con él mientras realizaba mi paseo habitual en el alcázar y me ha saludado con una fría inclinación de cabeza.

En nuestro viaje a Gibraltar tendré tiempo para encontrar el momento oportuno para hablar con él, y ahora dejaré de escribir, ya que el señor Evans ha enviado a un guardiamarina para rogarme que suba a cubierta cuanto antes.

Grandes batallas

En el cabo de San Vicente, el 9 de abril de 1808. A bordo de la HMS Circe

Durante toda la mañana he estado en el alcázar observando, a vista de catalejo, el cabo de San Vicente. No he podido evitar el recuerdo de la batalla que aquí se produjo contra la armada española, con lord Nelson convirtiendo en proeza algo que rozaba la insubordinación cuando desobedeció una orden directa del almirante Jervis.

Hoy el viento sopla del noroeste, con fuerza, y ya que no hay especial prisa (cosa rara en la Armada), llevamos poco paño en la jarcia, disfrutando por tanto del viaje bajo un cielo azul con nubes gordas como vacas, vacas blancas y grises.
El color de las olas varía del verde al blanco de la espuma, y uno puede respirar con toda la fuerza de sus pulmones un delicioso aroma salado que le alegra a uno el alma.
Sin embargo, esa maravillosa alegría al saberme de nuevo en el mar no logra ocultar cierta pena ante la visión del que fuera un célebre 'campo de batalla' más para la gloriosa historia de nuestra nación.
Y es que, después de Trafalgar, no cabe duda de que los grandes combates entre escuadras que reunían muchos cientos, casi miles, de cañones, son cosa del pasado, máxime después de que Boney haya apostado fuerte por el continente y dejado de lado el mar como escenario de combate.
Ahora, nuestro dominio en los mares es absoluto, y la guerra se ha convertido más en una serie de refriegas donde los navíos de poco porte, precisamente como el que tripulo, tienen mayor importancia que los monstruos de más de ochenta cañones, los cuales se han convertido más en una muestra de fuerza que una fuerza efectiva.

Por tanto, cuando miro estas aguas, creo oír el estampido de los cañones, los gritos de los oficiales, el crujir de la madera cuando un palo se partía en dos o las voces de los artilleros cuando su bala atravesaba el costado enemigo.
Sé que hay pocas, casi nulas, posibilidades de que yo pueda comandar en el futuro un buque de 74 cañones, y menos aún de ser protagonista en un trozo de la historia, con mi navío frente a otro de fuerza pareja, resistiendo estoicamente los fulminantes ataques y en cabeza de un grupo de abordaje en busca de la bandera enemiga.
Todo esto formará por tanto parte de mis sueños, y dedicaré la realidad a tareas menos gloriosas pero, quién sabe, quizás con su relativa importancia al acabar con un estratégico fortín que protege un puerto importante, o perseguir a una fragata hasta su hundimiento que está haciendo estragos entre los balleneros ingleses.

Precisamente, ahora mismo navegamos rumbo al Mediterráneo, de nuevo con nuestro ilustre pasajero, el señor James Oliver, a bordo, que tras sus incursiones en el norte de la península ibérica para averiguar la postura de los españoles frente a la invasión francesa (aunque parece que ellos de momento no lo ven así), se desplaza ahora al sur, donde la presencia gabacha es todavía escasa, y con la intención de visitar la ciudad de Cádiz.
Por supuesto, la Circe, oficialmente, viaja por otros asuntos, siendo el elegido el de reforzar la escuadra de lord Collingwood, que en estos momentos se encuentra jugando al ratón y al gato con su homóloga del almirante Ganteaume, por lo que después de rendir cuentas con mi contralmirante volveremos a Gibraltar para que Oliver prosiga con sus asuntos.

No es lo que se dice una misión que me vaya a suponer un ascenso, pero al menos me devuelve a mi medio, es decir, al mar, lugar donde disfruto como si fuera un niño, un niño feliz jugando en el parque y creyendo que puede conquistar el mundo si se lo propone.

Sueños

En Wood Fields, el 2 de abril de 1808. Hampshire.

Llevo más de una semana sin sentarme frente a mi escritorio y no ha sido precisamente por exceso de trabajo.
Más bien todo lo contrario.
Durante todo estos días no he tenido otra ocupación que la de no hacer nada, sólo pasear y aprovechar la ausencia de Vicenzo, que ha ido a visitar a su familia, para aprovisionarme de comida en una granja cercana y celebrar su ausencia a base de abusos.

Es por ello que después de haber notado que no necesitaba los ojales extras de mi calzón, o que tras jugar el partido de criquet de los domingos con algunos de los oficiales fondeados en Portsmouth mis rodillas no protestaban durante días, he vuelto a notar mi peso, y de nuevo me cuesta subir a lomos de mi caballo (la equitación nunca fue uno de mis fuertes), el cual se dedica a dar cabriolas y girar sobre su hocico mientras clamo a los dioses y trato de no acabar en el barro.

Tampoco he recibido cartas ni noticias de absolutamente nadie, y mucho menos visitas, lo cual no deja de resultar un poco triste, y muchas veces me siento ridículo al creer oír unos cascos en el horizonte para que resulte que finalmente sólo se trate de un pueblerino que pasa a trote lento y que me saluda con un leve ascenso de barbilla.

Sin embargo, y es curioso, en mis sueños no estoy tan solo.
Durante días me despierto a media noche, extrañado de ver poblada mi cita con Morfeo con rostros de mi pasado que ya creía sumidos en el olvido y que vuelven a aparecer para hacerme recuperar sensaciones perdidas que duran lo que dura un sueño, efímeros destellos por tanto de recuerdos que se borran conforme la luz se adentra a través de las ventanas.
He llegado incluso a tomar una hoja de papel y escribir a esas personas para ver qué tal les va, saber de sus idas y venidas, por compartir experiencias del presente tras haberlas vivido hace años.
Sin embargo, después de haber escrito varias líneas, uno se da cuenta de que es mejor no darle vueltas al pasado y dejar las cosas tal como están, por mucho que el señor de los sueños se empeñe en lo contrario, por lo que la carta termina devorada por las llamas de la chimenea.

Lo mejor será esperar que lleguen por fin mis nuevas órdenes que me lleven de nuevo al mar, para poder pensar así en cuál es la mejor maniobra o dónde se encuentra el enemigo, cuestiones relativamente más sencillas que la de profundizar en el abismo de la mente y sus consecuencias.