miércoles

Grandes batallas

En el cabo de San Vicente, el 9 de abril de 1808. A bordo de la HMS Circe

Durante toda la mañana he estado en el alcázar observando, a vista de catalejo, el cabo de San Vicente. No he podido evitar el recuerdo de la batalla que aquí se produjo contra la armada española, con lord Nelson convirtiendo en proeza algo que rozaba la insubordinación cuando desobedeció una orden directa del almirante Jervis.

Hoy el viento sopla del noroeste, con fuerza, y ya que no hay especial prisa (cosa rara en la Armada), llevamos poco paño en la jarcia, disfrutando por tanto del viaje bajo un cielo azul con nubes gordas como vacas, vacas blancas y grises.
El color de las olas varía del verde al blanco de la espuma, y uno puede respirar con toda la fuerza de sus pulmones un delicioso aroma salado que le alegra a uno el alma.
Sin embargo, esa maravillosa alegría al saberme de nuevo en el mar no logra ocultar cierta pena ante la visión del que fuera un célebre 'campo de batalla' más para la gloriosa historia de nuestra nación.
Y es que, después de Trafalgar, no cabe duda de que los grandes combates entre escuadras que reunían muchos cientos, casi miles, de cañones, son cosa del pasado, máxime después de que Boney haya apostado fuerte por el continente y dejado de lado el mar como escenario de combate.
Ahora, nuestro dominio en los mares es absoluto, y la guerra se ha convertido más en una serie de refriegas donde los navíos de poco porte, precisamente como el que tripulo, tienen mayor importancia que los monstruos de más de ochenta cañones, los cuales se han convertido más en una muestra de fuerza que una fuerza efectiva.

Por tanto, cuando miro estas aguas, creo oír el estampido de los cañones, los gritos de los oficiales, el crujir de la madera cuando un palo se partía en dos o las voces de los artilleros cuando su bala atravesaba el costado enemigo.
Sé que hay pocas, casi nulas, posibilidades de que yo pueda comandar en el futuro un buque de 74 cañones, y menos aún de ser protagonista en un trozo de la historia, con mi navío frente a otro de fuerza pareja, resistiendo estoicamente los fulminantes ataques y en cabeza de un grupo de abordaje en busca de la bandera enemiga.
Todo esto formará por tanto parte de mis sueños, y dedicaré la realidad a tareas menos gloriosas pero, quién sabe, quizás con su relativa importancia al acabar con un estratégico fortín que protege un puerto importante, o perseguir a una fragata hasta su hundimiento que está haciendo estragos entre los balleneros ingleses.

Precisamente, ahora mismo navegamos rumbo al Mediterráneo, de nuevo con nuestro ilustre pasajero, el señor James Oliver, a bordo, que tras sus incursiones en el norte de la península ibérica para averiguar la postura de los españoles frente a la invasión francesa (aunque parece que ellos de momento no lo ven así), se desplaza ahora al sur, donde la presencia gabacha es todavía escasa, y con la intención de visitar la ciudad de Cádiz.
Por supuesto, la Circe, oficialmente, viaja por otros asuntos, siendo el elegido el de reforzar la escuadra de lord Collingwood, que en estos momentos se encuentra jugando al ratón y al gato con su homóloga del almirante Ganteaume, por lo que después de rendir cuentas con mi contralmirante volveremos a Gibraltar para que Oliver prosiga con sus asuntos.

No es lo que se dice una misión que me vaya a suponer un ascenso, pero al menos me devuelve a mi medio, es decir, al mar, lugar donde disfruto como si fuera un niño, un niño feliz jugando en el parque y creyendo que puede conquistar el mundo si se lo propone.

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