sábado

Una sabia rectificación

En la Bahía de Mondego, el 26 de julio de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Esto es muy tedioso. Llevo varios días observando la misma escena. Lanchas que van y vienen cargadas de casacas rojas mientras el horizonte se pierde entre un campo espinado por los mástiles de los centenares de embarcaciones de transportes y porte de todo tipo.

Pero no quiero adelantar acontecimientos. La última vez que me senté a escribir explicaba cómo me disponía a zarpar desde Portsmouth con el general Wellesley a bordo, con el objetivo de desembarcar en la península para colaborar con los españoles para expulsar las tropas de Bonaparte de la península.
La labor en mi barco fue constante, ya que me esforcé para que mi huésped estuviera lo más cómodo posible entre mi tripulación, así como sus hombres de confianza.
Puse a trabajar a todos en la fragata para que, a través de paneles, me dejaran un espacio digno para poder estar lo más cómodo posible.
Sin embargo, uno, que ha llegado a vivir durante meses confinado en una camareta con otros compañeros en travesías oceánicas cuando era guardiamarina, llegando a luchar físicamente por un trozo de queso, no encontró inconveniente en pasar unos días con estrecheces, sobre todo con el honor de contar con tan ilustre personaje a bordo.

Después de dejar atrás Pompey, comenzamos con nuestra lenta, lentísima travesía para acompañar a la flota de transportes, con unos 10.000 soldados, rumbo al puerto de la Coruña. Antes de llegar celebré una cena donde invité al señor Wellesley, el cual aceptó gustosamente.
No estuvimos solos, ya que varios de sus oficiales y de la propia Circe se reunieron alrededor de la mesa, por lo que fue interesante ver a cada lado el rojo y el azul de las casacas, con conversaciones muy formales en todo momento, y mis hombres tratando por todos los medios de que la botella no estuviera siempre frente a sus narices.
Sin embargo, aunque la charla fue correcta en términos generales, mi teniente Byron, tan ácido como acostumbra, no desaprovechó la oportunidad para recalcar el poderío naval británico, dueño y señor de los mares. Su pregunta al propio general sobre “¿cuándo cree usted, señor, que estaremos en la misma situación en el continente?”, sonó descortés.

Desde mi posición busqué la mirada de Jack para fulminarlo, y a la vez pude ver cómo los ‘langostas’ comenzaban a ponerse tan rojos como sus casacas.
Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar y proponer un brindis por el Rey para acabar con el tenso ambiente, el mismísimo señor Wellesley, con un gesto de la mano, acaparó la atención de todos. “Teniente Byron –dijo con una sonrisa franca en los labios-, nuestra infantería no ha aprendido aún a volar. Agradecemos la colaboración de nuestras fuerzas navales que tan bien han despejado el camino para que llegue nuestro turno”.
Estas palabras parecieron satisfacer a todos, y la cena prosiguió hasta que poco a poco la mesa se fue vaciando de personas. Cada uno volvió a su lugar, ahítos de comida y bebida, mientras el convoy proseguía con su camino.

Cuando avistamos la Coruña, el señor Wellesley me rogó que forzara vela, pues quería adelantarse a los transportes para calibrar la situación que se encontraría en tierra.
Con la oportunidad de demostrar la velocidad de la fragata, puse todo mi empeño en ello, y quedó muy satisfecho con el resultado a pesar de que se pasó buena parte de la travesía intentando mantener la compostura ante los cabeceos de la Circe, que le obligaban a estar agarrado a la batayola. Algo muy comprensible cuando se habla de gentes de tierra adentro.

Sin embargo, después de fondear y ofrecerle mi falúa, su vuelta a bordo, pasadas las horas, no fue ni mucho menos agradable.
A pesar de que se caracteriza por su tranquilidad y dominio de sus emociones, sobre todo cuando hablamos de un militar que ha demostrado que es capaz de defenderse aún mejor en el parlamento, no ocultó su disgusto tras decirme que los españoles le habían comunicado que era imposible mantener a la flota de transportes, por lo que finalmente nos vimos obligados a poner proa a Portugal, donde desembarcaríamos para enfrentarnos a los franceses.
En esta segunda travesía el general Wellesley, muy contrariado, habló mal de los españoles. Que si eran poco caballerosos, y que era un aliado poco afortunado para esta guerra y que sumiría a nuestro país en el desastre sin remedio de seguir las cosas igual.

"Sólo quieren cañones, ¡cañones!, nada de hombres, como si ellos tuvieran suficiente con esa pandilla de pastores y desocupados de plaza", me decía. A lo que seguía algunas palabras malsonantes que no transcribiré.

Después de estas declaraciones, hace ya varios días, era gracioso ver su rostro durante la cena de esta noche. Aceptó una nueva invitación mía, y dado el gran calor que por las noches castiga estas aguas, la comida fue servida en el combés de la fragata, con las estrellas como testigo y los faroles del resto de embarcaciones pendientes de nuestros brindis. La costa, a poco más de dos cables, estaba tenuamente iluminada por el campamento de los primeros regimientos desembarcados.
Tras estar durante muchos días criticando duramente todo lo que está más allá de las fronteras portuguesas, y tachando a los españoles de poco más que simios, a lo largo de la velada se ha mostrado reservado, yo diría que casi avergonzado, y sus ojos azules, que habitualmente irradian gallardía, hoy se encontraban más bien apagados, tímidos, y yo diría que hasta avergonzados.

Cuando los platos ya estaban vacíos, y las botellas dejaban pasar a través de su cristal la luz de la luna llena, el señor Wellesley se levantó, nos miró a todos uno a uno, y con potente voz, como si quisiera ser oído por toda la flota, incluso la del almirante Charles Cotton, cuya escuadra de bloqueo protege a los transportes, propuso un brindis, para nuestra sorpresa, por Bailén y el general Castaños, el primero que recibe la rendición por parte francesa de un ejército de Boney.
La respuesta fue los gritos en forma de vítores de casi todas las bocas en la bahía de Mondego.

jueves

El general Wellesley

En Portsmouth, el 9 de julio de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Hoy es sin lugar a dudas un día emocionante.
Aquí en Pompey, y bajo una tenaz lluvia, mi fragata y una importante flota de transportes se prepara para poner proa a España.
Dada la manifiesta hostilidad entre franceses y españoles, y con el combate completamente abierto en todos y cada uno de sus frentes, mi país ha decidido ayudar a los que no hace tanto eran nuestros enemigos para acabar con la presencia de las tropas de Bonaparte.

Es un hábil y, por qué no, oportunista movimiento para que Francia tenga que enfrentarse a dos frentes, ya que mientras en la península Ibérica los españoles han demostrado que no están dispuestos a agachar la cabeza ante el gran corso, la amenaza en el oeste de Austria ofrece una inigualable oportunidad a Inglaterra de seguir debilitando lenta pero inexorablemente a su enemigo.
Mi misión y la de mi barco en esta expedición no es otra que la de contar a bordo con el general Wellesley, destacado en las guerras en la India y que ha sido nombrado como jefe de la expedición que acudirá a España con un total de 10.000 efectivos.

Aún no he tenido la ocasión de conocer al general, y de momento me he centrado en organizar todo a bordo para ofrecerle todas las comodidades posibles. En los momentos de descanso paseo por la cubierta en compañía de mis tenientes, de nuevo con Lawyer como primer oficial. Byron ocupa la función de segundo.

Zarparemos en unos días, cuando el enorme contingente del que formo parte esté listo para echarse a la mar en un lento andar que nos llevará a un puerto gallego, posiblemente Coruña.
Dado que Spithead no puede abarcar el alto número de embarcaciones, otras tantas saldrán desde Plymouth, reforzados por navíos de línea y otras tantas fragatas para asegurar nuestra posición en el Canal, aunque no creo que haya problemas dado que controlamos perfectamente estas aguas al tener encerrada la flota francesa en Brest.

Tal es mi alegría, que durante estos días he olvidado, aunque me temo que no por mucho tiempo, mis penas, que siempre me acompañan y con la falta de mi querida Lively como principal carga en mi corazón.
Cuando no tengo que estar en cubierta aprovecho para tocar el fagot en mi cabina. Apenas puedo arrancarle algunas notas coherentes, pero su triste sonido al menos me acompaña en las largas noches donde Morfeo se niega a acogerme en su seno, con el tañido de la campana en cubierta que a cada cambio de guardia parece ser el único en responder a mi sufrimiento.

miércoles

El señor Volkan

En Wood Fields, el 2 de julio de 1808. Portsmouth (Hampshire)

Una semana de tranquilidad, aquí en mi casa de Wood Fields, donde toda mi atención ha estado centrada en mi fagot y en el intento de arrebatarle alguna nota coherente.
Finalmente encontré en la propia Portsmouth un profesor para darme clases. Se trata de un extranjero, de la Europa del Este, que vino a Inglaterra en busca de riqueza pero que se ha encontrado malviviendo por unos pocos chelines, impartiendo sus conocimientos a todos aquellos que estemos dispuestos a pagar por ellos.

Se hace llamar señor Volkan, y aunque no habla del todo bien el inglés, al menos sabe lo suficiente para que nuestras conversaciones no se limiten a gestos. Es un caballero es muy serio, ya que jamás sonríe tras su bigote negro, el cual le oculta todo el labio superior, dándole un aspecto fiero al estar acompañados de una barbilla bien rasurada y cuadrada, con una mirada dura y pómulos muy marcados.

Durante los primeros días, mientras realizaba escala de notas, él se limitaba a devorar lo que encontraba en mi despensa sin disimulo. Ni me miraba, mientras yo trataba por todos los medios de complacerle recibiendo como única recompensa su profunda ignorancia.

Desgraciadamente, ayer mi paciencia se acabó. Tenía un mal día. Me desperté malhumorado, ya que hace mucho que no recibo correo, ni por parte del Almirantazgo ni por supuesto de Lively, que parece que ya se ha olvidado completamente de mí. Desde que me envío la nota donde me decía que no quería saber nada de mi existencia no he vuelto a tener noticias, y eso que me he interesado mucho por saber de ella.
Pero no. Soy historia para ella, y no me extraña que ya se haya enamorado de algún personaje ilustre o, aún peor, un oficial de marina que me convierta en víctima de sus bromas en las reuniones sociales donde me inviten.

Dándole vueltas a esta idea me encontraba, con la boquilla del fagot en mis labios, emitiendo sonidos horribles. En ese instante oí perfectamente a Volkan chupándose los dedos después de haber dado cuenta de unos filetes de cordero que comí el día anterior.
Algo en mi mirada no debió de gustarle, ya que su habitual gesto inexpresivo pasó de la sorpresa al terror, y ya era el más absoluto de los pánicos cuando salté sobre él y empecé a propinarle bofetadas.

Cuando ya me disponía a tirarlo por la ventana, empezó a gritar algo que en un principio me pareció que no tenía ningún sentido, hasta que traté de calmarme para saber qué demonios trataba de decirme.
Para mi sorpresa lo que me estaba diciendo era que por favor tocara, no que dejara de pegarle, y tal fue mi estupefacción que le solté y le hice caso, tocando con pasión, aún con el cuerpo encendido por el esfuerzo y la ira.
Para cuando terminé (estuve varios minutos), Volkan, que seguía exactamente en la misma posición que le dejé, comenzó a aplaudir y a gritar "hurra, hurra", y me estrechó la mano con una sonrisa de satisfacción.

Me dijo que jamás había oído tocar a nadie con tanta pasión, y que lo menos importante de todo era que lo que había sonado no tenía ningún sentido, y que desde un punto de vista meramente técnico podría considerarse como una auténtica aberración, pero que eso era algo insignificante. Lo principal era tocar con sentimiento.

Finalmente me despedí de él tras pedirle disculpas y desearle una pronta recuperación de su ojo morado y labio partido, y se marchó muy alegre montando en su famélico burro, no dejándome de saludar hasta que se perdió más allá del camino que conduce a Pompey.

Con esa extraña sensación aún sigo, y aunque hoy no ha aparecido a dar su clase diaria, espero que no tarde mucho, ya que ardo en deseos de continuar con mi aprendizaje.
De hecho, ahora mismo estoy viendo que se levanta algo de polvo en el camino (siempre escribo en el jardín, y más hoy que luce un día casi soleado), por lo que seguramente será él.