miércoles

Brulotes

Frente al puerto de Rogerswick, el 24 de septiembre de 1808. A bordo de la HMS Circe

Parece ser que nuestro vicealmirante Saumarez se ha vuelto loco, o bien, piensa que estamos en los tiempos de Drake.Desesperado por acabar de una vez con la flota rusa que día a día observamos con nuestros catalejos, ha optado, en acuerdo con el contraalmirante sueco Nauckhoff, quemarla, haciendo uso de brulotes.

Dado que se acerca el invierno, y que la estancia en estas aguas no va a ser nada cómoda, frente a las costas rusas y con el frío y el viento, el fuerte viento, del lado del enemigo, a Saumarez le han entrado las prisas, por lo que ya están preparando las embarcaciones que serán destinadas a buscar las escuadra enemiga y quemarla.

Los elegidos para este fin han sido un bergantín de 18 cañones, el Erebus, y un cuter que le apresamos a los rusos rebautizado como Baltic (antes Apith). Además, cinco veleros suecos han llegado esta misma mañana desde Carloskrona, y más bien parecen gabarras del Támesis que buques de guerra.

Antes, a la Circe se le ha ordenado que se acerque lo más posible al enemigo para comprobar la posición de los enemigos antes de lanzar contra ellos nuestros barcos, una misión que no cabe duda de que es honrosa para la tripulación y para mí mismo.

Mañana, con las primeras luces del alba, pondré proa al puerto de Rogerswick, ya que esta noche es inútil al no haber luna llena. Además, no creo que los rusos sean tan tontos como para dejar encendidos por la noche los faroles que delaten su posición, por lo que en reunión con el resto de capitanes de nuestra flota, junto a Saumarez y el contraalmirante Hood, se ha decidido que sea mañana por la mañana el mejor momento para la exploración.

Esta tarea le vendrá muy bien a la tripulación, que está algo enrarecida después del incidente con el 74 sueco.Durante varios días sus hombres han estado reparando nuestro trinquete (cuyo aspecto es ya impecable), e incluso han llegado a producirse algunos hechos desagradables. Uno de ellos me ha afectado personalmente, y ha sido un sabor de boca amargo.

Hace cuatro días, y cuando los suecos se encontraban en plena faena, paseaba dirección al castillo cuando observé que Paint, mi timonel y hombre de confianza, abofeteaba a uno de ellos.Justo cuando se iba a producir una nueva pelea, todos quedaron paralizados a una voz mía.

Sin pensármelo dos veces, y con gran dolor de mi corazón ya que no hace apenas una semana que Paint estaba a mi diestra en la escaramuza de Naskon, ordené que le pusieran grilletes, y a los dos días estaba recibiendo sus quince azotes correspondientes en el enjaretado.

Me siento mal, mucho, ya que Paint es posiblemente uno de los mejores de a bordo, y con él tengo un trato especial.
El teniente Byron me informó, extraoficialmente, que el sueco no paró de insultarlo desde que subió a bordo, por lo que Jhonny no pudo más y terminó cruzándole, como vulgarmente, la cara. Pero no me puedo permitir favoritismos a bordo. ¡Así es la vida de un capitán!, por lo que me vi obligado a cumplir con mi deber.

Después de los azotes me he cruzado con Paint una vez, y aunque no tuvo el descaro de no saludarme, noté en su mirada la falta de aprecio que solía demostrar antaño.

Espero que la próxima vez que abordemos un navío enemigo, pueda contar con su compañía y con su siempre bien dirigida hacha de mano.

Abordaje

Frente al puerto de Rogerswick, en el Báltico, el 17 de septiembre de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Menudo contratiempo.
Ayer noche la cubierta de la Circe se convirtió en Bedlam.
Yo estaba en el coy, bien tapado, descansado después de haber permanecido durante todo el día en el alcázar, observando las maniobras del bloqueo de la flota combinada, con la intención de que las cosas se hicieran bien a bordo, sobre todo al pasar por el costado del Victory, donde nuestro vicealmirante Saumarez vigilaba que todo se llevara a cabo de la forma más correcta posible, especialmente ante la mirada de nuestros aliados suecos.

Mientras dormía y disfrutaba de un dulce sueño, viéndome a través de una pantalla de humo paseando por la campiña con Lively (¡mi conciencia es incapaz de olvidarla!), me encontré de repente en el suelo de mi cabina, rodando y tropezando con todo lo que encontraba mi voluminoso cuerpo, con un buen dolor de cabeza y el estado de desconcierto que sufrimos cuando nos despertamos de manera forzada.

Cuando trataba de levantarme, me topé con Vicenzo, hablándome de los suecos, pero sin entenderle completamente, ya que el dolor de cabeza iba en aumento. Además, casi no podía oírle porque el estruendo en cubierta era ensordecedor, con gritos de cientos de bocas. Sin dudarlo, tomé sable y pistola, aún en camisón, ya que no me cabía duda de que nos estaban abordando.

Inexplicablemente no oía el redoblar del tambor anunciado el zafarrancho, por lo que ordené a un guardiamarina con rostro asustado con el que me crucé que diera la orden de inmediato.
Cuando logré subir a cubierta, seguido por dos docenas de marineros que imitaban a su capitán, armados y gritando como posesos, me encontré con un espectáculo realmente sorprendente.

El trinquete estaba destrozado y caía por la amura de babor, entre una maraña de cabos y con algunos marineros colgados como monos, que se balanceaban tratando de recuperar el equilibrio.
Lo que más me llamó la atención es que el enorme bauprés de un navío de dos puentes había sido el causante de tal destrozo, por lo que mi asombro fue mayúsculo al no lograr explicarme cómo un buque de semejantes características había logrado burlar el bloqueo y, más inaudito aún, abordar mi fragata como si de un trirreme de los tiempos de Temístocles se tratase.

Sin más dilación me lancé al ataque del buque enemigo, cuando a medio camino me topé con mi teniente Byron, que me rogaba que le ayudara a aplacar los ánimos de nuestros hombres que trataban de embarcar, por la fuerza, en el navío de línea.
Me dispuse a recriminar su poco honorable cobardía cuando observé, en el castillo del buque 'enemigo', a un oficial sueco que trataba de contener a los hombres que intentaban llegar a nuestra fragata, mientras que por nuestra parte mi primer oficial, el señor Lawer, junto al contramaestre y otros oficiales, hacían lo mismo, ya que marineros de ambas embarcaciones se emprendían a golpes salvajemente, entre insultos que eran inteligibles y otros muchos que no.

Mi presencia y mi vozarrón fueron suficiente para calmar los ánimos, e incluso los suecos se pararon en seco cuando vieron llegar a un oficial en camisón, sable y pistola en mano, con un tricornio agujereado (resultado de la escaramuza en la desembocadura del Naskon) como único distintivo, y un reguero de sangre que brotaba de la sien y teñía de rojo el hombro y buena parte del brazo.

Inmediatamente, el capitán del 74 cañones sueco, que a la postre supe que se trataba del capitán Blessing, al mando del Faderneslandet, me dijo a voces desde su navío en un horroroso inglés que me pedía disculpas y solicitaba permiso para subir a bordo.
Tras hacerlo e invitarlo a mi cabina mientras el cirujano trataba de curar mi herida, me explicó que vieron las gavias de la Circe entre las sombras a un cable de distancia, y creyendo que se trataba de una embarcación rusa que trataba de escapar de Rogerswick, puso vela a nuestro encuentro, con la mala fortuna de que al divisar nuestro pabellón y tratar de virar, sus marineros no estuvieron tan acertados como él desearía y terminó destrozando nuestro trinquete.
Mis hombres, en un arrebato de furia, habían comenzado a insultar a los suyos, hasta que las provocaciones llevaron a las manos y unos y otros se fueron intercambiando de embarcación hasta que se produjo la gran pelea que presencié.

Tras despedirlo de mala gana (en ese momento estaba de muy mal humor), no sin la promesa del capitán Blessing de que sus hombres se encargarían de la reparación del trinquete, reuní a mis oficiales para informarles de que hablaré personalmente con todos y cada uno de los involucrados en el incidente, mañana, después de las ocho campanas que anuncian el mediodía.
A buen seguro que no podrán dormir bien esta noche esperando el castigo que les aguarda.

Lo que no saben es que no tengo tal intención, ya que quiero esperar a que el navío sueco esté lo más lejos posible para felicitarlos personalmente por su celo en la defensa de la integridad de la fragata.

jueves

Cena a bordo del 'Goliath'

Frente al puerto de Rogerswick, el 11 de septiembre de 1808. En el Báltico.

Desde el alcázar he estado observando durante un buen rato la flota rusa anclada en el puerto de Rogerswick.
Navíos suecos y británicos continuamos con nuestra vigilancia, aunque todo parece indicar que el grueso de nuestra flota volverá a Karlskrona, nuestro centro de operaciones aquí, en el Báltico.

Fue precisamente allí donde establecimos contacto con nuestros barcos tras nuestro paso por el Estrecho de Dinamarca.
Nada más llegar, desde el HMS Victory largaron señal de que el capitán Puget y yo deberíamos de subir a bordo, lo que me produjo una gran satisfacción.
Pisar la cubierta del buque insignia es siempre motivo de alegría, y una vez fuimos recibidos con los honores a nuestro rango en la cubierta principal, no pude evitar dirigir una mirada lo más disimulada posible al lugar donde cayó abatido el gran almirante Nelson, ¡que Dios lo haya acogido en su seno!
Me sorprendió encontrarme con la mirada del capitán Puget, que estaba haciendo exactamente lo mismo, y ambos no pudimos evitar una sonrisa cómplice.

El mismísimo vicealmirante James Saumarez nos recibió en una cabina que nada tiene que envidiar al Palacio de Buckingham.
Estaba en compañía del capitán Hope, que fue el encargado de llevar las riendas de la conversación, poniendo al día al capitán Puget sobre el estado de su próximo mando, el Goliath. Al finalizar, le entregué los despachos y las cartas que traía desde Portsmouth, único momento en el que nuestro vicealmirante alzó su empolvada cabeza para darme las gracias.
Tras ofrecernos una copa de clarete y darnos la bienvenida, volví a la Circe, y a los pocos días poníamos proa al puerto de Rogerswick (en compañía de Victory, Mars, Goliath, y Africa), donde nos esperaba la flota sueca y nuestros navíos Centaur e Implacable.

En la misma noche de nuestra llegada el capitán Puget me invitió a cenar en su navío, en un encuentro que fue espléndido, en compañía de los capitanes Henry Webley y Byam, del Centaur y el Implacable respectivamente.
Y es que Puget había comentado a bordo del Victory con su primer oficial la acción de ambos a finales de agosto con un 74 ruso, el Sewolod, y ardía de impaciencia por que nos relataran los detalles de tan honorable combate.

Después de disfrutar de una exquisita bebida y no un menos magnífico vino (que viajó en la bodega de la Circe en cajas perfectamente cerradas), Byam nos contó cómo en plena noche avistaron al navío ruso cruzar por su popa, abriendo fuego ambos en un intenso reparto de hierro que se prolongó durante una hora y media, concluyendo con el arriado de bandera del Sewolod.
Desgraciadamente, la flota rusa se acercó a los nuestros para ayudar a su compañero, y sir Samuel Hood, con su insignia en el Centaur, ordenó alejarse, con el recuento de seis muertos (incluyendo el ayudante del piloto, Thomas Pickerwell) por parte del Implacable y 48 aproximadamente en el Sewolod.
Los intentos de tomar el barco fueron inútiles, ya que los rusos, con el almirante Hanickoff a la cabeza, fueron más rápidos para remolcar con una fragata su navío, que según Byam presentaba un aspecto lamentable. No obstante reconoció que seguía siendo una apetitosa presa.

La narración de la batalla fue mucho más extensa, sobre todo porque tanto el capitán Puget como yo no parábamos de preguntar por éste o aquél detalle, hasta que los ronquidos del capitán Webley nos obligaron a finalizar con la cena y volver cada un a su embarcación.

Una buena forma de comenzar por tanto esta aventura en el Báltico, y espero ser yo, en la próxima ocasión, el que relate una brillante victoria ante la atenta mirada de oficiales de mayor rango.

viernes

Victoria en Naskon

En el Báltico, el 5 de septiembre de 1808. A bordo de la HMS Circe.

No hay nada como un buen combate para levantarle a uno el ánimo.

Después de zarpar de Portsmouth, la travesía fue relativamente aburrida, con la única salvedad que contamos a bordo con el capitán de navío Peter Puget, que sustituye al señor William Brown. Éste llegó hace una semana a Inglaterra afectado de una pulmonía de la que pocos creen que logre salir, por lo que el señor Puget ha sido destinado al 74 Goliath, bajo el mando del vicealmirante Saumarez, que en estos momentos ha de encontrarse en Karlskrona con el resto de la flota.

Tal como esperábamos nuestro paso por el estrecho de Great Belt, que separa Dinamarca de Suecia, fue complicado, ya que aunque los daneses (nuestros enemigos) apenas cuentan con navíos de línea y fragata tras la Batalla de Copenhague, en determinados puntos, y si el viento no nos es favorable, pasamos demasiado cerca de la costa y, por tanto, al alcance de sus baterías, algunas de 44 libras.
En esas estábamos cuando desde el tope avistaron varias velas a la entrada del río Nakson. Tras tomar yo mismo el catalejo comprobé que se trataban de cañoneras, y una especialmente grande, con dos cañones largos de al menos 18 libras.
Apenas me lo pensé, y aprovechando la presencia del capitán Puget, el cual podría hablar bien de mí a la llegada a Karlskrona, decidí entablar combate y destruir el máximo número posible de barcos daneses, ya que resultan una constante amenaza para el tráfico de mercantes ingleses que se ven obligados a pasar por el estrecho en su viaje hacia Suecia.

Aunque no suelo protagonizar este tipo de ataques, me pudo la vanidad ante la presencia del señor Puget, y tras negarse amablemente a tomar partido ya que se considera un pasajero a bordo de mi fragata, tomé el mando del cúter rojo y me dispuse a abordar la gran cañonera danesa, mientras que el primer oficial, el señor Lawyer, se encargaría de gobernar la Circe.
Destiné a Byron al frente del otro cúter y pusimos proa al enemigo.

Desde la batería de estribor de la fragata se encargaron de mantener a raya a las cañoneras mientras nosotros éramos recibido por fuego de mosquetes.
Con las balas silbando sobre mi cabeza (perdí el tricornio en una que pasó muy cerca), y tratando de no caerme a las gélidas aguas en mi intento saltar al costado de la cañonera (el mar tampoco lo ponía fácil), fui seguido por mis hombres, con Vicenzo a la derecha, que pese a su más de medio centenar de primaveras es un excelente tirador, y Paint a la izquierda, un maestro en el manejo del hacha de abordaje.

El hacha desapareció pronto de su mano para terminar en el pecho de un danés con una pica que se me echaba encima, mientras que un gigante con un garrote trató de lanzarme por la borda hasta que le disparé a bocajarro para dejarlo en la cubierta retorcido en su agonía.
El combate continuaba, con disparos, entrechocar de metal, gritos de dolor y de victoria y, mientras, el tronar de los cañones de la Circe que se elevaban por encima de todos.
Los daneses se rindieron con una decena de bajas, mientras que de mi tripulación no se tuvo que lamentar muerte alguna, sólo heridas de diversa consideración.
Volvimos a la fragata después de hundir la cañonera, y ya a bordo el señor Lawyer me informó que la fragata había hundido otras tres embarcaciones de menor tamaño.
A continuación el capitán Puget me felicitó por la victoria, y con la sonrisa en los labios di orden de largar vela para alejarnos de la costa y poner proa al Báltico con la satisfacción del deber cumplido.

Un gran día por tanto el de ayer, con la obligada cena de celebración a la noche una vez superado el Estrecho.
Los brindis y los cantos no pararon hasta despuntar el alba, y he tardado más de la cuenta en dejar atrás el coy, con un dolor de cabeza que dadas las circunstancias es dulce.
Triunfos de este tipo mitigan todo tipo de males.