miércoles

El señor Bullet

Frente al puerto de Rogerswick, en el Báltico, el 29 de octubre de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Llevamos varios días con mal tiempo. Muy mal tiempo.
Conforme va llegando el invierno, las condiciones aquí, frente a la costa rusa, empeoran, y mantener el bloqueo nos está desgastando, y mucho.

Al margen del frío, que es cada vez más intenso (tengo en la enfermería los primeros casos de dedos congelados), el viento y el oleaje están causando problemas en los navíos más grandes, cuya capacidad de maniobra es limitada.
Esto, unido a que todavía no hay soltura en cuanto a la coordinación entre barcos suecos e ingleses, ha provocado que en los últimos días los casos de jarcias enredadas haya ido en aumento, hasta el punto de que antes de ayer el Uladislaffe y el Centaur chocaron frontalmente, con los dos baupreses echados a perder y el trinquete del navío inglés colgando por babor.

Según he podido oír, nuestro vicealmirante está de los nervios, ya que mientras la flota rusa continúa bien segura en puerto, con ninguna intención de zarpar y menos aún con el barómetro bajando a una velocidad de vértigo, nuestros barcos sufren muchos daños sin que sirva absolutamente para nada.
No sería extraño que pusiéramos proa a Karlskrona antes de una semana, ya que al menos allí podremos pisar tierra antes de que terminemos cañoneándonos unos a otros.

En cuanto a mí, poco a poco, repito, poco a poco, trato de superar la marcha del señor Red.
De hecho, hace tres días, el capitán Lukin, del Mars, me invitó a bordo de su 74 para consultarme si sería posible incluir en el libro del rol de la Circe a otro joven guardiamarina, ya que son tantos sus compromisos en Inglaterra que se vio obligado a aceptar a más aspirantes de lo que la camareta de su navío puede soportar.
De este modo, en la cabina de su navío se presentó este caballero, de 19 años.
Su aspecto, pese a la dureza de las condiciones aquí en el Báltico, es bastante sano, y me llama mucho la atención que está muy 'rellenito', algo extraño teniendo en cuenta el hambre que se pasa entre esos cuatro mamparos.
Aún recuerdo mis enfrentamientos por conseguir un trozo de queso en mis tiempos de guardiamarina. De hecho, la cicatriz que tengo entre ceja y ceja es fiel recuerdo de una de mis batallas perdidas por alimentar mi apetito.

Su nombre es John Bullet, y es muy educado y callado.
No obstante, cuando come se transforma, y esta misma mañana, en el desayuno al cual le invité en mi cabina, hizo gala de una voracidad asombrosa, hasta tal punto que mantuvimos un intenso duelo por comprobar quién acababa con el mayor número de huevos fritos. Creo que hasta gruñó.

El caso es que tendré que seguir atentamente su comportamiento a bordo, por lo que destinaré a Vincenzo, al cual le encanta todo aquello que tenga que ver con la vida ajena, para que se interese de sus avatares en la camareta.

Obviamente, el hueco dejado por el señor Red es imposible de llenar, ni siquiera por un cuerpo tan rechoncho como el del señor Bullet.

Carta al Almirante Daniels

A la atención del Almirante Daniels en Bedford. Inglaterra (escrita el 22 de octubre)

Querido padre:

Le pido mil perdones.
Como siempre, sabe que me gusta escribirle el día de su cumpleaños, pero en esta ocasión lo hago un día después, algo imperdonable y que le ruego que me disculpe.
Pero créame cuando le digo que no han sido momentos fáciles.
No hace ni cuatro días ocurrió algo horrible de lo que aún estoy afectado.

A bordo contábamos con la presencia de un joven guardiamarina, el señor Red, un jovencito realmente encantador, que desde el día que se enroló con nosotros en Portsmouth despertó todas mis simpatías.
Su aspecto, bastante delicado, siempre pálido, con ojeras, y una mirada de persona desvalida, despertó en mi un sentimiento paternal que desconocía y que me empujaba a estar pendiente de él día y noche.

Aunque soy un gran defensor de que lo que ocurre en la camareta de los guardiamarinas no es asunto mío, e incluso veo con buenos ojos que los más veteranos 'pongan a prueba' a los nuevos para que no se relajen y se habitúen a la vida a bordo, con el señor Red hice una excepción, y se lo presenté personalmente a sus compañeros, con la advertencia de que cualquier cosa que pudiera ocurrirle terminaría con el infractor colgado de los tobillos del tope.

Durante nuestro misión en el Báltico, le he invitado en varias ocasiones a comer en la cabina, y aunque apenas comía, ya que se limitaba a dar pequeños mordiscos de ratón y minúsculos sorbos a las copas, su presencia me agradaba, y le hablaba con amabilidad, preguntándole constantemente qué tal se encontraba, recibiendo como respuesta tímidas sonrisas.

Sin embargo, y sin previo aviso, el señor Red enfermó, justo el día después de nuestra aproximación al puerto de Rogerswick, cuando Saumarez pretendía quemar la flota rusa.
Aunque parecía un simple enfriamiento, el cirujano me informó de que su estado empeoraba a cada día que pasaba, y tal fue mi preocupación que pasé días y noches enteras junto a su coy, haciéndole compañía, leyéndole pasajes de mis novelas favoritas para su entretenimiento.

Pero una mañana que me encontraba en mi cabina, revisando las cartas de navegación junto a mis tenientes Lawer y Byron, el cirujano se presentó con una cara que lo decía todo, y tras un par de zancadas, apartando de mí todo lo que pudiera detener mi avance hacia la enfermería, me encontré con el rostro del señor Red, silenciado para siempre.
Tras un momento de estupor, y tras llamarlo inútilmente, me volví loco de rabia y dolor, y camino de mi cabina fui destrozando todo lo que encontraba ante la mirada horrorizada de mis hombres, que creían ver al mismo demonio en persona. Muchos fueron los que se santiguaron.

Después de mi ataque de furia, me invadió una profunda tristeza que me ha tenido enclaustrado en mi cabina durante todos estos días. Sólo salí de ella para enviar su cuerpo a las profundidades del Báltico, en una ceremonia donde apenas pude evitar que me brotaran las lágrimas de unos ojos que miraban con odio a cualquiera que se atreviera a observarme.

Hoy he sacado fuerzas de donde no las tengo para escribir estas líneas, y espero que sepa disculparme que no siga la tradición de redactarla el mismo día de su cumpleaños, celebración de la Batalla de Trafalgar hace tres años.
Precisamente nuestro vicealmirante celebró ayer en el mismísimo Victory una cena en su honor, a la cual me invitaron.
Me disculpé y no acudí, ¡con lo que me habría gustado haber participado en otra ocasión!, pero no tenía ni tengo ganas de socializar dadas las circunstancias.

En fin, querido padre. No me extiendo más.
Le felicito de nuevo, y espero que esta carta no llegue demasiado tarde.
Como siempre le ruego que tenga a bien dar un cariñoso beso a mi madre.
Sin otro particular se despide, suyo afectuoso

Capitán Daniels, a bordo de la HMS Circe, en el Báltico.

viernes

El concierto

Frente al puerto de Rogerswick, el 10 de octubre de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Para vencer el tedio del bloqueo a la flota rusa, el capitán William Lukin, del Mars, no tuvo mejor ocurrencia que la de organizar un concierto donde participarían todos aquellos, en la flota, capaces de tocar los instrumentos correspondientes a la pieza musical elegida por sir James Saumarez, en su honor.
Nuestro vicealmirante vio con buenos ojos la iniciativa, y optó por una de Mozart, concretamente el tercer movimiento de la sublime 'Gran Partita'.

Ahí fue cuando comenzaron mis problemas.
Después de varios días de búsqueda de los músicos apropiados, mi teniente Jack Byron, que es incapaz de mantener el pico cerrado por mucho que le haya prevenido al respecto, comentó al primer oficial del Orion que yo tengo, en mi cabina, un fagot.
Precisamente el único instrumento que faltaba para formar la orquesta que tocaría en la gran cabina del Victory.

Mi experiencia con este instrumento se resumen a no más de una decena de clases con mi profesor de música, el señor Volkan, y alguna que otra práctica en alta mar cuando mi tiempo me lo permite.
Por tanto, soy plenamente consciente de que mi talento deja mucho que desear, e incluso llamarlo así, 'talento', es algo demasiado aventurado.

El caso es que, cuando corrí a buscarlo, casi me desmayo al preguntar a Vincenzo por él y recibir como respuesta que se "estaba secando".
Tras mantener la compostura mejor que en el alcázar cuando las balas vuelan sobre mi cabeza, le insté a mi sirviente a que me lo trajera de inmediato. Un minuto después ya lo tenía en mis manos.

Todo parecía en orden hasta que Vincenzo me informó que se había llenado de agua después del aguacero del otro día, pero que no me preocupara, que él, el carpintero y hasta el herrero de a bordo lo habían desmontado y vuelto a montar, limpiando con detenimiento cada parte del instrumento.
Tras un instante de duda, observando detenidamente el fagot por si fuera posible hacérselo tragar, le dejé marchar, aunque no me pude reprimir y le pateé el trasero justo cuando salía por la puerta.

Pero lo peor estaba por llegar.
El día señalado, acudimos a la cabina del buque insignia, todos con nuestras mejores galas, acompañado de mi primer oficial, el señor Lawyer. A Byron lo dejé de guardia el resto de la noche.
Nuestro vicealmirante nos recibió con gran educación, nos invitó a cenar, y tras disfrutar de la comida y la bebida (sobre todo esto último, ya que los nervios me impedían tomar bocado), llegó el momento del concierto.

Los primeros compases fueron bien, y los oficiales Dodds y Sieber demostraron ser auténticos maestros con el clarinete y el oboe respectivamente.
El capitán Lukin se encargó de llevar la batuta, mientras que por mi parte trataba de soplar discretamente, sin querer hacer más ruido del necesario.
Desgraciadamente, el señor Lukin se percató y me instó a que subiera el volumen señalándome con la batuta como si de una acusación se tratase. Para mala fortuna de todos accedí.

Aún no sé si lo peor fue mi poco virtuosismo o el chorro de agua que surgió de mi fagot y que alcanzó al contraalmirante Jackson en plena cara, pero lo cierto es que pasé una vergüenza horrorosa, siendo ya la guinda la mirada asesina que me dedicó Saumarez, al que le agarraba discretamente el capitán George Hope para que no se levantara y me arrojara por el ventanal.

De vuelta a la fragata, ya bien entrada la noche (subí por la escala de babor, para no llamar la atención), lancé el fagot al agua y me fui directamente al coy.
Sentía tanta vergüenza que no pude conciliar el sueño, y aún hoy no me he atrevido a salir a cubierta para exponerme a los ojos de toda la flota.

Eso sí, hace una hora, me ha llegado una carta del capitán Lukin en la que me daba las gracias por tomar parte ayer en el concierto. Además, me explicaba que sir Saumarez ha decidido que, hasta que termine el bloqueo, las piezas musicales que se toquen serán exclusivamente con instrumentos de cuerda.

jueves

Lavandería

Frente al puerto de Rogerswick, el 2 de octubre de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Nuestro siempre querido y respetado vicealmirante está de un humor de perros.
Su intento de quemar la flota rusa fondeada en Rogerswick se ha quedado en eso, en un intento.
Según me han contado, lleva tres días sin querer hablar con nadie, y hay quien jura que por las noches se dedica a tirar al suelo todo lo que encuentra en el camino, y hasta aseguran que arrojó el escritorio por el ventanal de popa.
Por supuesto no está probado.

Después de que estuviera todo listo para lanzar los brulotes contra el puerto enemigo (el bergantín Erebus, el cúter Baltic y cinco veleros suecos), la Circe fue la encargada de inspeccionar el puerto enemigo, siempre con cuidado de no acercarnos demasiados a las baterías de tierra y a las de los costados en los buques enemigos.
Conforme nos acercábamos, con el sol asomando tímidamente en su despertar, y un suave oleaje que mecía la fragata en un vaivén sin brusquedad, mandé a mis mejores hombres a las vergas, listos para largar trapo por si ocurriera algún percance.
Sin embargo, los buques del almirante Hanickoff nada hicieron por ir a la caza debido a dos motivos de peso: el primero, porque a nuestra popa, y a no mucha distancia, se encontraba nuestra flota combinada, con un navío de tres puentes, el Victory, como amenaza; y segundo, y quizás más importante, porque el puerto se encontraba bien protegido por una barrera de embarcaciones inservibles que hacía imposible la entrada y salida de navíos.

De este modo la operación 'brulote' quedaba suspendida, y a nuestro regreso, a vista del buque insignia, enviamos un mensaje informando de la situación.
Para mi horror se me ordenaba subir a bordo del Victory, por lo que enseguida eché la lancha al mar para acudir raudo y veloz al encuentro con mi vicealmirante, que me recibió en el mismo alcázar, con cara de pocos amigos y reunido por la plana mayor, incluyendo el contraalmirante Hood, del Centaur.

"Informe Daniels, y déjese los adornos para las fiestas de sociedad".
La bienvenida me secó la garganta, y le expliqué la situación con la voz entrecortada, ante la mirada impasible de mi insigne público, todos guardando una distancia con Saumarez, que echaba chispas por los ojos.
"¿Absolutamente imposible, señor Daniels?"
Por el Rey y por mi puesto, le contesté, y tras un minuto de silencio (juro que no se oía ni una mosca. Todas las dotaciones de la escuadra parecían estar atentos a la cubierta del Victory), me dio permiso para retirarme y volver a mi fragata.

Para colmo de males, a la llegada de la noche, y con los ánimos por los suelos, cayó el aguacero más intenso que he visto en mi vida.
Era pasada la medianoche cuando, de repente, el Diluvio pareció desastarse, en lo que era una auténtica manta de agua que nos impedía ver a más de diez yardas de distancia.
Además, ordené cerrar todos los accesos al sollado, ya que era la lluvia tan potente que los imbornales eran auténticas cascadas.
A base de lampazos tuvimos que arrojar todo el agua posible al mar, ya que el combés era una piscina y muchos marineros chapoteaban como patos, agarrándose a lo que podían mientras yo me dedicaba a 'rescatarlos' con una cuerda atada a la cintura al no saber nadar casi ninguno.

Para colmo teníamos que estar muy pendientes de no acercarnos a los navíos de la escuadra y repetir el episodio del Faderneslandet, por lo que dispuse doble guardia, con los hombres de mejor vista y, por supuesto, con doble ración de grog para evitar que cogieran una pulmonía.

Afortunadamente, y después de alejarnos de la costa para evitar problemas, al amanecer las lluvia se detuvo, y a la vista de tierra, un marinero gritó que se trataba del monte Ararat, arrodillándose la mitad de la tripulación dando gracias a Dios.
Tras tratar de convencerlos de que ni aquello era el monte donde reposó el Arca, ni que un servidor es Noé, cada cual se puso a trabajar para arreglar los daños.

Desde entonces, y han pasado dos días, es imposible encontrar algo seco a bordo, por lo que he decidido que usemos todo cabo que se encuentra a bordo para tender la ropa, por lo que la Circe, más que un buque de su Majestad, parece una lavandería de la calle Marriot.

Por lo demás, poco más, con los rusos a buen recaudo en su puerto, Saumarez desesperado y nosotros con nada mejor que hacer que tareas domésticas.