miércoles

En la 'Proserpine'

Miércoles, 25 de febrero de 1809, a bordo de la HMS Proserpine. Frente a Tolón

No cabe duda de que esta fragata es magnífica.
Es prácticamente nueva, y aún me parece oler a pintura allá por donde voy. Todo luce un aspecto realmente hermoso.

Una lástima que mi cometido sea sólo el de sustituir al capitán Charles Otter, que sufrió una aparatosa caída cuando se encontraba en el tope observando la escuadra francesa en puerto y que en estos momentos se encuentra en Gibraltar, bajo los cuidados de las monjas del Hospital de los Desamparados.
Según parece es verdaderamente grave, y es por ello que el Almirantazgo ha decidido buscar un sustituto para comandar esta potente fragata por un tiempo, por ahora, indefinido.

El caso es que aquí me encuentro, de nuevo en alta mar, disfrutando de la navegación en esta preciosa fragata, con el resto de la flota y las repetidas maniobras, pero feliz de poder sentir otra vez en mi cara el olor a sal.

Mi llegada a Gibraltar en el Nercuse y subir a bordo de la Proserpine fue todo uno, y mientras leía mi nombramiento ante la dotación, observé rostros de todo tipo, desde curiosos hasta de auténtica preocupación, ya que un nuevo capitán es siempre un acontecimiento relevante a bordo, quizás el que más junto al día que se sirve doble ración de grog.
Después tuve la ocasión de hablar con mis oficiales, aunque sin llegar a profundizar en exceso, ya que todos sabemos que es un cambio temporal, sin mayor trascendencia, y menos aún con un bloqueo que realizar donde la rutina es la nota predominante.

Esta mañana estuve tocando mi fagot, y tras tranquilizar al infante de marina de la puerta de que no estaba sufriendo ningún tipo de crisis de posesión demoniaca ni nada parecido, he estado en cubierta, observando a los grandes y pequeños navíos que nos acompañan, atento a la costa francesa, donde la tranquilidad es absoluta.
No creo que ocurra nada relevante en mi vida de aquí a unas semanas.

lunes

Un profundo dolor

Lunes, 16 de febrero de 1809, a bordo del Nercuse. En alta mar.

Viajo rumbo a Gibraltar, a bordo del paquete para el correo Nercuse, en la pequeña cabina de su capitán, que tan amablemente me la ha cedido para esta travesía.
Un tipo poco simpático y que apesta a alcohol, pero que al menos ha sabido guardar las formas ante un servidor, a buen seguro más por verse obligado que fruto de la generosidad.

He recibido órdenes de tomar el mando de la fragata de 40 cañones Proserpine, fondeada en estos momentos en la rada de Gibraltar.
Está destinada a labores de bloqueo en Tolón, y aunque no es lo más interesante dado lo tedioso que resulta, no cabe duda de que prefiero un millón de veces las aguas del Mediterráneo a las del Báltico.

Durante esta semana ocurrió algo interesante y de lo que me gustaría dar constancia en este mi diario.
Me encontraba hace tres día en Portsmouth, hablando con el capitán del Nercuse sobre nuestra marcha hacia Gibraltar. Trataba de no respirar mientras le respondía para evitar, en la medida de lo posible, oler el fétido aliento de tan lamentable personaje.
Estábamos junto a la lancha del bergantín, rodeados de marineros que cargaban barriles y fardos, con un aspirante a oficial ladrando órdenes a la vez que me miraba, seguramente impresionado por mi uniforme, buscando mi aprobación.

Me limitaba a ignorarlo y observaba con curiosidad y admiración la enorme cantidad de velas allí fondeadas, con un cielo azul y limpio con el sol iluminándolo todo, cuando me quedé helado al reconocer la voz que oí a mis espaldas.
Convirtió en un murmullo el elevado ruido que siempre produce un puerto cuando se faena a destajo.

Me volví tan rápido que noté un doloroso pinchazo en la rodilla y allí, como una rosa entre un manto de cardos, brillante, sublime, simplemente maravillosa, se encontraba, enamorándome una vez más, la señorita Lively Caster.
Vestía completamente de blanco, e iba acompañada de un oficial de infantería, con rango de capitán. Los dos iban cogidos del brazo. Un ángel y un demonio.

Hacia tanto tiempo que no volvía a verla que, inmediatamente, noté un intenso dolor en el estómago, a lo que no ayudaba nada verla en los brazos de ese maldito 'langosta'.
Desoyendo al capitán del Nercuse, que seguía hablando a mis espaldas, y cojeando, pues la rodilla parecía lastimada, me dirigí al encuentro de Lively.
La última vez que la vi huí como una balandra danesa ante un navío de línea británico, pero en esa ocasión no estaba de humor para mostrarme correcto.
Amo a esa mujer, y quería decírselo allí mismo.

Lively no ocultó su sorpresa, y sus ojos marrones como las encinas me observaron con curiosidad.
A punto estuve de decir una incorrección, pero su sonrisa y oír en sus labios mi nombre me desarmó por completo. Pese a no estar en el plan, sonreí sinceramente y le dediqué una profunda reverencia.

Todo era maravilloso hasta que el imbécil de su compañero, de una forma insolente (así lo interpreté en ese momento), preguntó por mi nombre, mientras levantaba la ceja y ponía una postura digna, con el puño apoyado en la cintura y el brazo formando un ángulo.
Sin más miramientos le ordené que se marchara, y aunque estuvo a punto de protestar, a pesar de que mi rango es muy superior al suyo, Lively intervino para rogar a su amigo que nos dejara solos.

Nuestra conversación fue muy breve. Tras un par de preguntas que más parecían de protocolo, sin contemplaciones le dije que la echaba de menos y que quería volver a verla.
Lively se sonrojó, dirigió su mirada hacia el 'langosta', que nos observaba a no mucha distancia, y me respondió que eso era imposible, que ya me dejó claro hace tiempo cuál era su postura, y que por favor no volviera a insistirle sobre lo mismo.

Me sentí morir.
Allí mismo me habría encantado cavar un hoyo y pedir que me enterraran con un barril de pólvora y prenderle fuego.
Pero me controlé, me despedí de ella respetuosamente, y me marché de allí, no sin antes dirigirle una mirada de odio al capitán 'langosta' que, a Dios gracias, optó por fijar su atención en Lively, que me observaba mientras me dirigía a buscar una silla de posta que me devolviera a mi casa.

Ha sido duro. Mucho.
Llevo desde entonces con el ánimo por los suelos, soñando con ella cada noche.
Ni siquiera el estar en cubierta, con los hombres trabajando, la espuma bañándonos, el mar entre azul y verde, el olor a sal y el balanceo de la Nercuse que me hacen recordar una y otra vez que estoy de nuevo en el mar, logra que me anime.

En estos momentos me siento vacío y triste. No tengo consuelo.

Carta a William Daniels

A la atención del sargento de Dragones William Daniels, en Valencia. España

Estimado hermano:

Lamento ser el portador de malas noticias. En plena campaña contra las fuerzas de 'Buenoenparte' no creo que sea el mejor momento para que recibas esta carta, pero tampoco es justo que vivas en la ignorancia del triste hecho que voy a relatarte a continuación.

La semana pasada falleció en Londres nuestro querido primo Joseph.
Como bien sabes, padecía una enfermedad que le impedía vivir con normalidad, aunque todos sabemos que tenía fuerza interior suficiente para mostrar que no era una traba para él, a buen seguro para evitar que nos preocupáramos.
Sin embargo, sus ganas de vivir no fueron suficientes para superar el mal y se durmió para no despertar en la noche del pasado martes.

Recibí un mensaje cuanto me encontraba en mi casa de Wood Fields, y sin perder un minuto tomé mi caballo para ir a Pompey y tomar allí la silla de posta hasta la capital, donde nos reunimos buena parte de la familia, llegados desde todos los puntos del país, incluyendo a nuestros tíos y primos irlandeses.

No hace falta que te explique lo mal que lo pasamos todos, ya que, como conoces, Joseph era joven, ¡mi edad nada menos!, y se encontraba en un momento dulce al ser publicada su primera novela.
Su gran pasión era escribir, lo que compaginaba a la perfección con sus artículos de la Gazette.

Todos preguntaron por ti, pero ya les explicamos que te encuentras en España combatiendo contra los franceses.
El deber es el deber, ya sabes.

He de decirte que la muerte del primo Joseph me ha afectado profundamente. No cabe duda de que mi estado de ánimo no es bueno de por si, lo que añadido a esta desgracia me ha sumido en un estado de tristeza que me convierte en un muerto andante que no presta atención a lo que rodea, reaccionando por instinto a lo que ocurre a mi alrededor.

Fue enterrado en Bonehill
¿Por qué demonios ha de llover en todos los malditos entierros? Entiendo que es difícil que en Londres el tiempo sea apacible, pero el ver a la familia y amigos empapados, con el cielo gris sobre piedra gris y los árboles dejando caer sus viejas ramas sobre nosotros como si fuera cera derretida, convirtió la escena en un auténtico drama.

Me vestí para la ocasión con mi mejor uniforme, y aunque aguanté estoicamente buena parte de la ceremonia, las palabras del tío Michael a su hijo, emocionadas, derribaron mis defensas, por lo que me marché para pasear entre lápidas, flores y estatuas de ojos muertos para expresar libremente mis sentimientos en soledad.

Eso es todo lo que tengo que contarte William, y no creo que sea el momento más oportuno para hablarte de otras trivialidades que no vienen al caso.
Sólo te deseo fortuna y suerte en España, y aprovecho la ocasión para enviarte todo el cariño de nuestros padres y familia.

Atentamente se despide:

Capitán Vincent Francis Daniels, en Wood Fields (Hampshire), el 9 de febrero de 1809.

Un mes de ausencia

En Wood Fields, el 2 de febrero de 1809. Hampshire (Inglaterra)

Ha pasado más de un mes desde la ultima vez que escribí.
De hecho estoy haciendo un gran esfuerzo por sentarme en mi escritorio y garabatear estas líneas, pero creo que es necesario no abandonar mi diario, ya que durante tantos viajes me ha acompañado y me será muy útil en el futuro, cuando la edad castigue mi memoria.
Al fin y al cabo uno vive de los recuerdos.

¿Cómo resumir todo lo que ha ocurrido desde que escribía sobre mi regreso desde Karlskrona?
¿Debería de comentar cómo el vicealmirante Saumarez exigió que lleváramos a bordo a un guardiamarina de su dotación personal con la excusa de que aprendiera sobre la labor a bordo en una fragata cuando, en verdad, su verdadero fin era vigilar que regresáramos inmediatamente después de llevar el correo?
¿Acaso tendría que relatar la tensión que se vivió a bordo al saber que nadie vería su familia, los intentos de deserción, o los azotes que me vi obligado a repartir con entusiasmo ante las insolencias?
¿Sería necesario que relatara la semanas en Karlskrona, sin otra cosa que hacer que evitar que la fragata se congelase, o nuestra triste celebración tanto de la Navidad como de Año Nuevo, donde tuvimos que comer carne de cerdo reseca tras nuestro fracasado intento de cazar un alce y que terminó con Vicenzo en la enfermería?
¿No sería muy triste relatar como, finalmente, me ordenaron regresar a Inglaterra definitivamente, dejando la Circe en Portmouth, y quedarme por tanto sin mando y en mi casa, sin otra cosa que hacer que mirar por la ventana, tocar el fagot y arreglar torpemente el jardín?

Es mejor no darle mayor importancia y mirar al futuro.
Llevo apenas uno días desde mi regreso de Suecia, y de momento necesito descansar.
Podría ir a Londres para mendigar un destino, pero en estos momentos no me apetece lo más mínimo, y lo único que quiero es estar sentado y mantener la mente en blanco.
Mañana, eso sí, iré a Portsmouth para ponerme al día del estado de la guerra contra 'Boney' .
También me gustaría escribir alguna carta para informar a mis padres o a algún amigo de que no me congelé en Suecia.

Un regreso triste, sin duda.