lunes

Visitantes

En Wood Fields, el 31 de agosto de 1809. Portsmouth (Hampshire)

Ayer por la noche, tras llegar de Bedford, me encontré con una desagradable sorpresa en mi casa.

Llovía a cántaros, y estaba de muy mal humor.
La silla de posta que me traía hasta las afueras Porstmouth rompió el eje trasero a unos diez millas de mi casa, por lo que tuve que hacer todo ese recorrido andando, cargando con mis pertenencias y, como he dicho, con el clima británico en su máxima apoteosis, con una auténtica manta de agua que me impedía ver más allá de tres pies.
Para colmo de males, hundía las piernas en el barro del camino hasta la rodilla y, tras una pequeña reflexión bajo la lluvia, decidí que era mejor no andar campo a través, ya que temía perderme o encontrarme propiedades privadas que me obligasen a dar un amplio rodeo.

Pasaron horas hasta que tomé el desvío hasta mi hogar, perdido en medio de la nada y que es muy práctico a la hora de vivir tranquilo y sin molestos vecinos pero que, en las circunstancias en la que me encontraba, en donde podía haber pedido auxilio, era un auténtico engorro.
Ya comenzaba a imaginarme en la salita de mi casa, al calor de la chimenea, bien seco y disfrutando de una buena copa de vino mientras leía algún libro cuando mi instinto de oficial de mar y guerra se despertó.
Había alguien justo a la entrada.

La lluvia seguía arreciando con fuerza y no se veía prácticamente nada, salvo el farol que portaba el extraño visitante.
Apagué el mío, que llevaba para ahuyentar a posibles asaltantes durante mi caminata (de todos modos me preocupé de llevar la pistola cargada y convenientemente seca, bajo el abrigo), y me escondí detrás de un arbusto para observar atentamente qué demonios estaba ocurriendo.

Es cierto que estoy bien gordo, y que por mi aspecto puedo parecer de todo menos sigiloso.
No obstante, uno aprende a ser silencioso cuando es un joven guardiamarina y trata de colarse en la despensa del capitán en busca de algún jugoso queso, dando los pasos adecuados para que la madera no cruja para delatar la posición.
De este modo, aprovechando además el intenso rumor de la lluvia, me situé tan cerca que casi podía distinguirle el rostro.

Esperé y esperé, y aquél tipo parecía nervioso. No dejaba de mirar alrededor, y más de una vez eché manos de la pistola al creer que se me echaba encima.
Más tarde, por fin, alguien salió de la casa, le entregó algo y volvió a entrar.
Lo distinguí perfectamente, era mi mejor catalejo.
Me enfurecí.
Esos malditos sodomitas me estaban robando.
A mí, a un oficial de la marina venido a menos, rozando la miseria y con pocas ganas de aguantar tales afrentas.

Cogí la pistola y la envolví con la propia chaqueta para que no se mojara.
Con la otra mano, la zurda, con la que escribo y mejor me desenvuelvo, tomé la piedra más grande que encontré y, sin un minuto que perder, me acerqué por detrás al vigilante y descargué toda mi furia y frustración acumulada durante tantos días sobre su cabeza.
Noté su sangre saliente sobre mi mano y le vi caer.
No sentí remordimientos.
Lo único que me preocupaba era si su compinche había oído el farol hacerse añicos.

Dudé si esperar a que saliera o entrar por alguna ventana, pero fue sólo un momento, ya que el que un extraño estuviera en mi casa me hacía sentirme violado.
Amartillé la pistola y entré, sin sigilo y sin precauciones, gritando como un poseso que saliera si en verdad se creía hombre: he asaltado navíos enemigos y fortines; me he enfrentado con un sable a diez enemigos armados en el castillo de una fragata; sobreviví al ataque de un gigante mitológico en el Báltico... Una maldita rata de cloaca no iba a asustarme a estas alturas.

Tras dar unos pasos a oscuras, ya que no había luz alguna, noté cómo me golpegaban por la espada y me tiraban al suelo.
Oí insultos de al menos un par de bocas, y cuando noté que me daban una patada en el costado disparé en esa posición, y el grito de dolor que obtuve como respuesta fue música para mis oídos.
Traté de incorporarme y sentí un dolor horrible en la cara, y luché por no perder el conocimiento. Estaría perdido de hacerlo.
Comencé a rodar para salir de esa trampa mortal, con la gran fortuna de que mi atacante me gritaba que era un cobarde.
De este modo supe dónde estaba y me incorporé descargando todo el peso de mi cuerpo sobre él, agarrándolo con fuerza y tirándolo al suelo.
En un barullo de brazos, los míos y los suyos, le encontré la cabeza, y comencé a golpearla contra el suelo mientras me suplicaba piedad.
El muy perro.
No me detuve hasta que dejó de hablar.

Es cierto. No actué como un ofcial de Su Majestad. Me dejé llevar por mis impulsos más primitivos, y no me siento hoy, con la mente fría y la nariz rota, especialmente satisfecho por mi forma de actuar.
Esta misma mañana me he levantado bien temprano y me he interesado por la salud de mis prisioneros.

Desgraciadamente, dos de ellos no han recuperado el sentido desde ayer por la noche. Al que golpeé con la piedra respira débilmente, mientras al que estrellé la cabeza con el suelo ha perdido tanta sangre que me sorprende que aún tenga pulso. El único que creo que sobrevivirá es el que recibió el disparo, que no parece haber alcanzado algún órgano vital.
Tomaré uno de sus caballos y viajaré hasta Portsmouth en busca de un médico, además de rendir cuenta a las autoridades.

No tengo remordimientos. Sòlo hice una cosa: cumplir con mi deber defendiendo mi hogar.

miércoles

Perdedor

En la residencia Daniels (Bedford), el 25 de agosto de 1809.
 
Soy un perdedor.
 
Que no se me malinterprete si este diario termina en manos de otro. Sé que soy una persona que habitualmente se inclina a ser pesimista, y que incluso a veces tiendo a recrearme en mi condición de víctima.
No obstante, en esta ocasión, me limito a dar constancia de un hecho.
Solamente hay que echar un vistazo al pasado para comprobar que en la categoría de perdedor no tendré, a buen seguro, grandes oponentes.
 
Perdí a mi mejor amigo, John James. Era de las pocas personas en las que, en su momento, confié. Echo en falta su paciencia y sus consejos, y no hay día que pase en que no lamente que nuestra relación terminase a sablazos en un granero abandonado.
En alguna ocasión he escrito cartas enteras en donde trato de volver a estrechar los lazos que se cortaron de una forma tan desagradable, pero tras leer una y otra vez mis propias palabras y reflexionar durante unos breves instantes, acabo por echar las hojas al fuego, mientras observo cómo las llamas la consumen.
Los problemas con amigos hay que solucionarlos estrechando las manos o en un callejón y que salga uno sólo. No hay término medio.
 
Perdí mi prestigio. Al caer prisionero frente a la costa de Marsella mi carrera acabó. Comandaba una de las fragatas más potentes de la Armada Real, la HMS Proserpine, y acabé en manos de los gabachos.
Mi intento por lavar mi imagen tras mis infortunios en aguas del Báltico me impulsaron a ser demasiado confiado, al coste de que toda una dotación cayera prisionera y con el principal culpable, yo, liberado por unos ‘realistas’ franceses que se toparon conmigo de forma casi milagrosa.
Aun en el caso de que no me ahorquen por volver de manos vacías del Mediterráneo, dudo que me entreguen un mando más interesante que una gabarra en el Támesis o, si tengo suerte, un cúter para vigilar a los contrabandistas en la costa de Devon.
 
Y, por supuesto, perdí a Lively.
El amor de mi vida salió de ella y todo cambió. Sueño con ella, hablo en silencio con ella, todo lo que hago en el día a día es por ella. Ella es el viento que mueve mis velas.
Pero no está. Me aferro a su recuerdo como un marinero del sollado que se agarra a un trozo de madera tras perder su barco. De momento se mantiene a flote, pero llegará el momento en que las aguas le engullan si no recibe ayuda.
Y bien es cierto que yo no voy a disfrutar de ninguna.
La última vez que la pude ver iba del brazo de un chaqueta roja, y sólo imaginarla en los brazos de ese tipo me hace sentir que una astilla sale disparada para clavarse en mi estómago.
 
Pero que no haya malentendidos. No achaco nada de esto a mi mala suerte. Ni mucho menos.
Lo que más me atormenta es que ha estado en mi mano cambiarlo: quizás puede ser más paciente con John y morderme la lengua (algo que siempre se me ha dado fatal) cuando surgió la ocasión; debería de haber sido más cauto cuando comandaba la Proserpine, y olerme la trampa de los franceses y no alejarme de la escuadra de bloqueo; podría haber reaccionado de forma diferente cuando me crucé con Lively, y no alejarme como un perro con el rabo entre sus patas y declarar allí mismo mi amor y poner punto y final, sea el que sea, a mi tormento.
 
Pero no. Todas esas oportunidades pasaron. Mi vida ha sido una sucesión de fracasos y oportunidades perdidas.
Por eso soy un perdedor.
 
Ahora saldré al jardín para pasear un rato con mi padre, que tan bien me ha acogido en su casa mientras me decido a enviar la carta al Almirantazgo para comunicarles que ya estoy en Inglaterra, sano, a salvo, pero absolutamente, una vez más, perdido.

jueves

Libre

En Wood Fields, el 13 de agosto de 1809. Portsmouth (Hampshire)

Apenas me lo puedo creer.
Estar de vuelta a casa es un sueño vivido un millar de veces en las noches en Marsella, prisionero y sin esperanza.

Es por ello que cada vez que me despierto salgo corriendo hacia la ventana para encontrarme con el bello paisaje de la campiña de Hampshire, con las nubes que inundan el cielo y convierten al sol en un secundario en la escena celeste.

Durante estos días me he dedicado, sobre todo, a pasear, a disfrutar de los alrededores de mi casa, con largas caminatas que han durado horas. El dolor de las piernas a la llegada de la noche, por un esfuerzo y no por estar agarrotadas al encontrarme en un pequeño espacio, son del todo reconfortantes.

Pocos conocen mi llegada a Inglaterra, únicamente mis rescatadores y el comandante de la urca que me dejó en estas benditas costas. Por supuesto mi agradecimiento a todos ellos es mayúsculo, y estoy seguro que el destino volverá a cruzarnos. Cuando llegue el momento intentaré por todos los medios de servirles de ayuda, en la medida que sea posible.

Mañana viajaré a Portsmouth para tomar una silla de posta que me lleve hasta Bedford, ya que quiero que mis padres sean los primeros en conocer mi vuelta a casa. Desde allí escribiré al Almirantazgo, donde les informaré de mi huida. A buen seguro me pedirán que viaje inmediatamente a Londres, donde tendré que rendir cuentas por la pérdida de la Prosperine, de la que espero salir bien librado.

También quiero aprovechar para dejar por escrito cómo logré abandonar Marsella, oculto en un carromato lleno de cerdos y pugnando con cada uno de ellos por encontrar el lugar más cómodo posible, así como mi estancia en la finca de la famila Clisson, a la espera de un medio de transporte seguro hasta la costa y después, vía marítima, rumbo a Inglaterra.

Es difícil de creer, desde luego. A mí me cuesta muchísimo, por eso lo dejo por escrito, para ver si el echarle un vistazo a las páginas de mi diario me sirva para ser consciente de lo que ha supuesto esta inigualable aventura.