sábado

Un centenar de recuerdos

En alta mar, el 26 de abril de 1811. A bordo de la HMS Circe.

Atrás queda Tolón ¡Por fin! Hay hombres mirando hacia la costa francesa con rostros que muestran auténtica felicidad, mientras otros cantan e incluso bailan. Les dejo hacer. Ha sido muchos meses de rutina. No se les puede reprochar nada.

Por mi parte tengo sentimientos encontrados. Atrás quedan buenos amigos. Oficiales de otros navíos con los que, alrededor de una mesa y regado con un buen vino, he pasado veladas agradables, ganando la guerra ante los franceses de mil formas diferentes, suspirando por amores perdidos o brindando por felices situaciones que no volveremos a vivir jamás.

Pero todo esto se acabó. Al menos frente al puerto francés de Tolón, en este interminable bloqueo que parece que nunca se va a acabar o, al menos, hasta que termine una guerra cuyo fin parece lejos mientras Napoleón continúe tan firme en el continente.
La HMS Circe vuelve a Portsmouth. Vuelve a Inglaterra.

Pero hoy, al margen de la felicidad de volver a la madre patria, es un día especial.
Cien capítulos han pasado ya en este diario, cien vivencias, cien formas de ver lo que me ha ocurrido en estos años desde que decidí tomar la pluma y descargar lo que tengo dentro, sin la necesidad de hacerlo con una botella a mi lado o enfurecido con el primer infeliz que se cruce en mi camino.
Los recuerdos pueden ser una bendición o la peor de las maldiciones. Ser su esclavo, atormentarte en lo que pudo ser o y no fue, o saber gobernalos como el que lo hace como una nave, disfrutando en la travesía, volviendo a vivir tus experiencias y dejarte llevar por las sensaciones. Este diario me servirá en el futuro como le mejor de los timones.

Haremos una parada en Gibraltar, ¡y de ahí a Portsmouth! Ciertamente tengo mucho interés por regresar a mi casa (espero no volver a sufrir otro imprevisto desagradable), y por supuesto visitar a mis padres en Bedford. Quizás así tenga noticias de mi hermano, que según tengo entendido sigue combatiendo con los dragones en la península ibérica.
He barajado incluso la posibilidad de pedir un permiso e intentar buscarlo, para lo que necesitaré informarme de dónde se encuentra y de contar además con un buen guía, ya que España es un país completamente desconocido para mí, y me encontraría tan desubicado como una cabra en la cabina del capitán. Lo estudiaré cuando llegue a la 'Roca'.

Por ahora subiré a cubierta para disfrutar de una de las mejores travesías de los últimos meses. Sin lugar a dudas.

miércoles

Un año más

En Gibraltar, el 4 de junio de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Ya me encuentro bastante mejor. Durante la mañana he estado en cubierta, trabajando duro, ya que en cuanto terminemos con las labores de aprovisionamiento pondremos proa a Tolón, para reunirnos con la escuadra del almirante Charles Cotton (que sustituyó al fallecido, y que Dios tenga en su gloria, Lord Collingwood) y continuar así con las labores de bloqueo a la flota del escurridizo Ganteaume.

Ayer estaba en cubierta, disfrutando del silencio de la noche. Como ya estamos en fechas de calor, sobre todo en estas aguas mediterráneas, para evitar el sofoco en mi cabina decidí acomodarme en el alcázar bajo las atenciones de Vincenzo y disfrutar de la lectura a la luz de las estrellas (y un pequeño farol, del todo necesario).
¡Qué delicia! Con un café al alcance de la mano y una tripulación respetuosa y que dormía (en su mayor parte al menos), me metí de lleno en Las Aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York, de Daniel Dafoe. Una novela curiosa y divertida.
Comentaba cada ciertas páginas con Vincenzo qué le parecía la forma en la que Crusoe se desenvolvía en la isla y sobre nuestras posibilidades de encontrarnos en una situación similar, cuando oí una voz en la oscuridad.

A grandes zancadas me acerqué hasta el combés, por babor, en donde un infante de marina, más relajado de lo que debía dadas las circunstancias (era noche cerrada), oteaba el manto negro de la noche más con curiosidad que con recelo.
Nada más verme se cuadró bruscamente, y a mí pregunta y tras una breve, muy breve vacilación, me informó de que el teniente Byron se disponía a subir a bordo.

Yo mismo le tendí la mano para ayudarle a subir, y alzó la ceja de modo imperceptible para mostrar su sorpresa, ya que no esperaba, a buen seguro, encontrarme ahí a tales horas.
El que sí se sorprendió fui yo, y mucho, ya que junto a mi primer teniente llegaban un auténtico trozo de abordaje, con los hombres más peligrosos a la hora de asaltar un navío enemigo, marineros sin escrúpulos, que lees la palabra 'motín' en cada ojo pero de plena confianza cuando llueve acero del enemigo.

Lo más extraño de todo, por encima de todas las cosas, es que estaban completamente sobrios, algo de lo más inusual a esas horas de la noche y llegando de tierra.
Sin embargo, algo en mi interior me dijo que era mejor no preguntar, dejar a Jack con la responsabilidad de que lo hubiera pasado e intercambiar una serie de formalidades para volver al alcázar y seguir con la lectura.

Esta me he despertado aún intrigado, aunque pronto se me olvidó cualquier preocupación ya que el bueno de Vincenzo, siempre tan dispuesto a complacerme, me ha servido un desayuno de huevos revueltos y salchichas, mi favorito, observándome con plena satisfacción mientras lo devoraba. Después, tras quitarse su gorro de lana, me ha felicitado por mi cumpleaños y le he estrechado la mano dándole las gracias por seguir a mi lado durante tanto tiempo.
Se ha debido sentir realmente incómodo, ya que desde entonces lleva todo el día gruñendo y protestando, inflexible ante cualquier mota de polvo o mancha en la cubertería de plata.

Por lo demás, no he recibido felicitación de nadie. He estado en cubierta, hasta que me he sentido como un tonto, esperando algún bote que me trajera una misiva de algún amigo o familiar, pero con escaso éxito. Y de nuevo en mi cabina me he limitado a perderme en mis pensamientos y analizando qué punto estamos realmente solos en este mundo.

Ahora he de dejar de escribir. Llaman a la puerta.

martes

'The Piper'

En Gibraltar, el 11 de mayo de 1810. A bordo de la HMS Circe.
He tardado varios días en poder sentarme a escribir. Me duele todo el cuerpo, pero estaba cansado de pasar tanto tiempo tumbado en el coy, sin hacer nada, recibiendo las atenciones de un silencioso Vincenzo, solícito ante cualquier queja o gesto de dolor que percibiera en mí.

He hecho un verdadero esfuerzo por subir a cubierta, ya que aunque tengo los ventanales de la Circe completamente abiertos, me apetecía andar y que me diera en la sol, ya que aquí en Gibraltar el día ha amanecido especialmente hermoso. 
Y ha merecido la pena, sin duda. Me ha levantado el ánimo contemplar los navíos de todo porte aquí y allá, con pequeños botes a su lado que van y vienen desde tierra firme con todo tipo de cargamentos. 

Ahora, sentado en el alcázar en mi escritorio (antes de pedir a Vincenzo que me lo trajeran ya subía por la escala gruñendo mientras varios hombres lo cargaban entre resoplidos), escribo con la suave brisa de poniente acariciándome la cara, con un silencio inusual a bordo, como si toda la dotación se hubiera puesto de acuerdo para no molestar a su dolorido capitán.
Explicaré qué sucedió para encontrarme en esta situación.

Tras llegar desde la Isla de Santa Maura y dejar los prisioneros que transportábamos en manos de la Comandancia de Gibraltar, di orden al teniente Byron de que estableciera el turno de permisos para nuestros hombres, merecedores de unos días de asueto tras un largo viaje, combates incluidos.
Incluso yo mismo me permití pisar tierra y pasear, solo, por las calles de la ciudad.
Por la noche me acerqué a una de mis tabernas favoritas, 'The Piper', que siempre visito cuando paso por Gibraltar. Estuve bebiendo durante horas, ofuscado en mis pensamientos y respondiendo mecánicamente a los saludos de algunos oficiales.

Y fue entonces cuando lo vi: sentado en una mesa, rodeado de sus compañeros 'langostas', riendo groseramente y borrachos hasta rozar la inconsciencia (durante un segundo de reflexión me pregunté si mi aspecto sería el mismo), pude ver al capitán que hace más de un año me encontré en Portsmouth del brazo de mi amada Lively.
Ciertamente no sé qué me dolió más, si toparme con ese infame o, más bien, recordar a mi amada. Desde luego envidio con todas mis fuerzas a todos aquellos que son capaces de pasar las páginas del pasado y no volver la vista atrás, continuando con su vida sin tener la necesidad de recordar los mejores momentos de su vida o a las mejores personas, como es mi caso.
Es lo que me ocurre con Lively, que aunque me dejó más que claro que no quería volver a seguir a mi lado, y no veo desde hace un año, sigue aferrada con fuerza a mi corazón, tanto que siento verdadero dolor físico cuando el recuerdo me trae su imagen a la mente.

Estos pensamientos, mezclados con el alcohol, me hicieron perder la cabeza, y sinceramente no sé si me autosugestioné y creí ver miradas divertidas hacia mí del maldito 'langosta', ya que incluso me pareció oír el nombre de Lively acompañado de comentarios intolerables.
Lleno de ira, esperé a que el capitán de infantería saliera a la calle para vaciar su vejiga y continuar así bebiendo por dos, y cuando por fin lo hizo le seguí.

El frío de la noche contrastaba con el baboso calor del interior, y ahí estaba el maldito sodomita, apoyado en la pared mientras hacía sus cosas con total tranquilidad, riendo aún entre dientes al son del ruido de su orín.
Ni me lo pensé.
De una patada le estrellé la cara contra la pared, y mientras se tambaleaba, indeciso por devolver aquello a sus calzones o echar mano del sable, le di un puñetazo con todas mis fuerzas que le destrozó la boca, clavándome sus dientes partidos en mi mano.

Habría continuado si no fuera porque me arrojaron al suelo.
Cuando me disponía a levantarme, mis atacantes comenzaron a golpearme salvajemente sin que yo no pudiera hacer más que insultarles mientras buscaba la forma de levantarme y contraatacar.
Pero no pude. Eran demasiados, fuertes y borrachos, por lo que llegó un momento en que perdí la consciencia tras hacerse de noche en mi cabeza.

Cuando abrí los ojos ya el alba empezaba a pedir sitio. Sólo sé que no podía moverme. Tanto era el dolor que sentía por todo mi cuerpo que lo único que me apetecía era quedarme ahí, tirado en ese sucio callejón, que apestaba a vómito, orín y mierda.
Frente a mí, con gesto de preocupación y, a la vez, de desaprobación, estaba el teniente Byron, acompañado de varios hombres.
"Por fin le encontramos señor", me dijo, y sin esperar respuesta me quitaron la chaqueta y los zapatos, colocándome un sombrero de marinero y unas zapatillas mientras me arrastraban hacia la falúa.

Los hombres que nos íbamos encontrando por el camino decían cosas como "menuda borrachera que lleva el gordito" o "con esa panza espero que haya dejado algo de bebida para esta noche", mientras mi esfuerzo por quedarme con sus caras era estéril.
Tras subirme a bordo, Vincenzo se ocupó de mí tras recibir las atenciones del cirujano, que me realizó un examen exhaustivo para decirme que habría que esperar algunos días para comprobar si había heridas internas de consideración.

Como ya he escrito antes, he dormido varios días, y por fin hoy tengo fuerzas para poder subir a cubierta y tomar aire y sol.He intentado hablar con el teniente Byron para darle las gracias y pedirle el informe tras mis días de reclusión en la cabina, pero han dicho que se encuentra en tierra solventando algunos asuntos de vital importancia.

miércoles

Tras la batalla

En alta mar (Mediterráneo), el 30 de abril de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Hoy tenemos un día realmente precioso. La fragata navega a una velocidad considerable, 11 nudos, de ceñida, aprovechando el viento fresquito de poniente que vuelve el mar verde, salpicado de espuma.

A muchos cables de distancia, más allá den nuestra estela, podemos ver el bergantín Imogene, que hace torpes intentos por darnos alcance, ante la satisfacción de mis hombres, que se dan palmadas en la espalda e incluso dan saltos de alegría.
Puedo imaginarme en su popa al capitán Stephens con gesto serio mientras mira impotente el castillo de velas de la Circe sin tener forma de alcanzar a mi barco: navegando de bolina no tiene rival por estas aguas.

Desde que tuvimos nuestro enfrentamiento a bordo del Montagu, el capitán Stephens y yo hemos hecho todos los esfuerzos posibles por evitarnos, conscientes de que cualquier palabra de más podría terminar con sables en nuestras manos en algún rincón y con el posterior Consejo de Guerra y, quién sabe, colgados de un penol.
De este modo hemos entablado una auténtica guerra fría, cada uno esforzándose hasta el límite en el combate, sacando lo mejor de su fragata o bergantín o ganándose el respeto y admiración del resto de oficiales de la flota.

Después de que el pasado 16 cayera finalmente la guarnición francesa y tras asegurar por completo la isla y mantenernos en la posición mientras las tropas del general Oswald se asentaban en el fortín, se nos ordenó a la Circe y a la Imogene poner proa a Tolón para informar a la escuadra del Mediterráneo de nuestro éxito y, además, transportar algunos prisioneros a los pontones de Gibraltar.
El 74 Magnificent y la fragata de 40 cañones Belle-Poule se han quedado atrás para recoger al resto de franceses y los heridos ingleses, entre los que sobresale el capitán Eyre, que afortunadamente se recupera de sus heridas.

Todo sería perfecto si no fuera porque cierta desazón me embarga.
Después de liberar la energía necesaria durante una acción de guerra, con el olor a pólvora, el sonido de los cañones y el silbar de las balas que buscan tu cabeza, y el salado sabor de la sangre del enemigo cuando la batalla es más encarnizada, llega el momento de la relajación y el sosiego, un brusco cambio que habitualmente me hace sentir triste e incluso confuso.
Es el momento de pensar, de recordar los momentos, de caer en la cuenta de que la guerra es algo horrible, que mutila cuerpos y familias, algo destructivo que saca lo mejor de cada uno, como el valor y el compañerismo, pero a su vez lo peor: su instinto más salvaje y primario al intentar acabar con la vida de una persona.

No me siento orgulloso por todos los hombres (algunos prácticamente niños) que he atravesado con mis sable o pistola, que habrán dejado mujeres, hijos, amigos, hermanos..., pendientes de una vela en el horizonte que anuncie la llegada del ser querido en una eterna espera que se resuelve finalmente con una carta y un pésame mecánico, sin sentimientos.
Pensamientos demasiado amargos, me temo.
Volveré a cubierta para tomar aire fresco y dejarme contagiar por la alegría de mis hombres.

Cerca de la rendición


Frente a la isla de Santa Maura (Mar Jónico), el 14 de abril de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Continúa el acoso y derribo a una guarnición que se debilita.
Lo sabemos porque nos devuelven el fuego con menos entusiasmo, no sé si por falta de pólvora o fe. Desde luego los franceses nos han demostrado que saben mantenerse firmes ante la desesperación de lo inevitable, pero son ya muchos días y es comprensible que vean inútil una resistencia que se va apagando como el fuego de una vela.

En la Circe, al igual que en el resto de navíos de la pequeña escuadra, se ha tratado de mantener muy viva la intensidad del ritmo entre andanadas, y aunque son muchas, demasiadas, las balas que no han dado en el blanco y que ni siquiera se han acercado al objetivo, tanto el general Oswald como el capitán Moubray han insistido en no cejar en nuestro empeño, insistiendo en el factor psicológico que supone para los sitiados el ser constantemente bombardeados.

Y he de reconocer que tienen razón, ya que hace dos noches, de las pocas en que los cañones estaban mudos y dimos una pequeña tregua a los ranas, me despertaron gritos de alarma cuando me informaron de que un par de lanchas se acercaban al costado de la fragata.
Cuando ya me encontraba en cubierta, con sable y pistola bien agarrados y la de 'medidas desesperadas' metida en los calzones, el guardiamarina Bullet, que estaba encaramado como un mono en el bauprés, me advirtió que enarbolaban bandera blanca.
Tras acercarme a proa para comprobarlo por mí mismo, observé que, en efecto, los franceses se acercaban con una camisa sucia atada a un palo, desarmados y con las manos en alto.

Su aspecto era en verdad lamentable. Los que no eran prácticamente niños sin apenas sombra en el bigote habían visto ya muchas primaveras, demasiado viejos para mantener firme un mosquete y con aspecto de estar desnutridos.
El teniente Byron demostró que sus conocimientos de francés no se limitan a una larga y elaborada lista de insultos, por lo que hizo las veces de intérprete para comunicarme que en la guarnición son pocos los que están dispuestos a seguir con la tenaz resistencia, ya que la mitad de los hombres quieren desertar y la otra no tiene la fuerza y moral suficientes para soportar el hostigamiento.

Y es que, según contaba el que parecía estar al mando del pequeño grupo de insurrectos, un hombre de ojos tristes y manos temblorosas, antes de nuestra llegada apenas había provisiones. Además, ya habían acabado con todas las aves y roedores de la isla. Eso sin contar con que la provisión de pólvora es tan escasa que tienen contados los disparos que pueden hacer por día. 
"Me parece que sólo les sobran los piojos, señor", me dijo mi primer oficial con una mueca divertida. Es único en sacar a relucir su retorcido humor en este tipo de situaciones.

Esta mañana, el propio Jack me ha solicitado permiso para "ayudar a los franceses a decidirse que es mejor rendirse", y junto a un grupo de mis mejores hombres y artilleros ha tomado          uno de los cañones de 12 libras, ya que ha encontrado una colina donde situarlo y atacar al fortín desde una posición elevada.
Tras enseñarme el lugar y mostrarme un pequeño plano elaborado a toda prisa, le he dicho que el esfuerzo iba a ser demasiado grande, y que dudaba que fueran capaces de llegar a la posición antes de que el enemigo decidiese arriar la bandera.
No me cabe la menor duda de que la mayor motivación y motor para conseguir lo que se proponga es llevarme la contraria, y mientras tomaba café en el alcázar los vítores de la gente de a bordo llegaban hasta la misma orilla al ver a Byron y los suyos disparando contra el fuerte antes de que cayera la tarde.

He ordenado que les envíen doble ración de grog y a Jack una de mis botellas de Jerez, al que es gran aficionado. Es de lo poco que admira de España, además de sus mujeres.

lunes

Sobre perros


Frente a la isla de Santa Maura (Mar Jónico), el 6 de abril de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Estoy tomando un café en mi cabina tras haber pasado buena parte de la mañana en cubierta, atento a las maniobras en un día que ha amanecido con mucha lluvia y un viento que, sin entrañar un peligro, digamos, exorbitante, al menos sí hacía recomendable dejar la costa (a sotavento) a considerable distancia.

En estos momentos el balanceo de la Circe es pronunciado, y mientras escribo Vicenzo hace guardia a mi lado, taza en mano, mientras sostiene un farol para darme algo de luz, ya que el cielo está tan cubierto que parece que haya caído la noche prematuramente. 
Es admirable comprobar su equilibrio y habilidad a la hora de situar las piernas de tal forma que se mantiene tan erguido como si se encontrara paseando por los prados adyacentes a Greenwich.

En cuanto a la situación de la isla, varios han sido los intentos por tomar la posición francesa sin que se hayan alcanzando logros significativos, aunque nuestra presencia se ha reforzado con la llegada del 74 cañones Montagu, del capitán Richard Hussey Moubray, que ha tomado el mando de la operación tras la fea herida que sufrió en la cabeza el capitán Eyre en nuestro primer desembarco.
Nada más llegar, arrió sus dos cúter y reforzó a los hombres en la playa con otros 100 del Magnificent, sumando más de 300 efectivos, los que, unidos a la expedición del general Oswald, convierten nuestra presencia en la isla en una fuerza de combate considerable, lo que a buen seguro dará sus frutos en los próximos días. 

Sin embargo, parece ser que la estrategia elegida será la de un bombardeo constante gracias al enorme número de cañones que apuntan directamente a la isla. 
Precisamente hace dos días nos reunimos a bordo del Montagu para informar de la cantidad de pólvora de la que disponemos a bordo para un cálculo de la intensidad y duración del que podrá disfrutar nuestro acoso, quedando satisfecho tanto Hussey como Oswald, ya que está garantizada más de una semana de bombardeo.

Tras una cordial reunión, y el brindis correspondiente, sucedió un pequeño incidente en cubierta cuando los oficiales hablábamos, de manera informal, sobre nuestro primer asalto. 
Desde que el capitán Stephens, del bergantín Imogene, fue herido en el pie en nuestra incursión, se compara él solito al mismo Nelson, y cojea con aires de grandeza, si en verdad puede conseguirse algo así, sin cejar en su empeño de recordar una y otra vez que la retirada se produjo no por orden suya, ya que de ser por él su ofensiva habría llegado hasta la misma cima.
Con una ceja perpetuamente levantada y la boca en un sonriente gesto que no mutaba su auto proclamada superioridad, se atrevió incluso a sugerir una alternativa a nuestro próximo ataque, con un brazo señalando la isla y el otro apoyado en la cintura de forma teatral, como si quisiera posar para un cuadro de Bleechey. 

La mayoría de los oficiales no dijo nada, aunque otros llegaron a sonreír ociosos, lo que fue demasiado para el teniente Byron, incapaz de mantener la boca cerrada, incluso aunque tenga delante al mismísimo Rey Jorge.
Aprovechando un instante de silencio en el que observábamos pensativos la isla mientras nuestras respectivas falúas se acercaban al costado del Montagu para devolvernos a nuestros navíos, Jack le preguntó al capitán Stephens si su estrategia abarcaba la posibilidad de huir a las primeras de cambio si una bala rozaba su pie sano, ya que no le gustaría volver a interrumpir un verdadero (lo de verdadero casi lo deletreó) ataque.
El rostro del capitán del Imogene se puso blanco como sus calzones, pulcramente cepillados, y perdió los estribos diciéndole a Jack que era un perro si en verdad pensaba de tal forma.
Antes de que mi primer oficial le retara a verse a la sombra de cualquier bodega y acuchillarlo con su sable, me enfrenté personalmente al capitán Stephen, recordándole que mi teniente, como perro, seguiría siendo mejor comandante para gobernar la Imogene que él.

Tras un momento de sorpresa generalizada, el capitán Brisbane, de la fragata Belle-Poule, trató de poner algo de orden, rogando que volviéramos cada uno a nuestros buques, lo cual hicimos sumidos en un hosco mutismo.
Ya en la Circe, y en mi cabina, hablé seriamente (o más bien le grité) con Byron, al que le recordé que no puede ir por ahí insultando a otros oficiales, amenazándole con que a la próxima situación similar no pondré reparos en arrancarle la charretera de su hombro a mordiscos si hiciera falta, y que su única función sería la de ordenar mis medias y calzones cada mañana.

Como si el tiempo se pusiera de acuerdo con nuestro estado de ánimo, poco después se desató la galerna que nos obligó a alejarnos de la costa, como antes he escrito, y aquí me encuentro desahogando mi enfado en las hojas de este diario, con un comandante de un bergantín que me querrá ver muerto o desangrado en la próxima ocasión (espero que no sea durante nuestro ataque a la isla) y un teniente irritado y que no se corta a la hora de mirarme con reprobación.  

Fallido primer intento


Frente a la isla Santa Maura (Mar Jónico), el 22 de marzo de 1810. A bordo de la HMS Circe.

La primera incursión ha sido un desastre.

La noche anterior al ataque, los comandantes de la pequeña flota nos reunimos en la cabina del Magnificient para atender al plan ideado por el capitán Eyre y el general Oswald. El ambiente era especialmente optimista y todos daban por hecho que sería un desembarco fácil, "como pescar ranas en una charca", según el capitán Stephens, del Imogene, ingenioso comentario muy celebrado y que se hizo merecedor de muchos brindis.

Al amanecer, el propio Imogene fue el encargado de cubrir el desembarco, en el que participaron infantes del Magnificient, la Belle-Poule y la Circe, mientras que la fragata Leonidas, del capitán John Griffiths, y que se ha incorporado en el último momento, hostigaba a los franceses en el norte de la isla en una maniobra de distracción.
Los propios capitanes Eyre, Brisbane, Stephens y yo mismo nos situamos al frente de nuestros hombres, y con el sol que ya empezaba a clarear nos internamos en una preciosa bahía que se iba llenando de luz, convirtiéndonos por otra parte en un blanco perfecto para las baterías enemigas.

Mientras todos los hombres bogaban con brío para tener el honor de ser la primera tripulación en pisar la orilla, los estampidos de los cañonazos contuvieron el ánimo, y cuando una de las lanchas del Magnificient saltó por los aires entre trozos de madera y gritos de angustia, los brazos temblaron y el ritmo se redujo considerablemente.
El olor a orín contrastaba con los rostros alegres que puede ver a primera hora de la mañana.

El propio capitán Eyre, a buen seguro motivado y muy enfadado después de ver cómo buena parte de sus mejores tripulantes se ahogaban ante su impotencia, fue el primero en llegar a tierra, recibido por fuego de mosquetes y fusiles mientras sus casacas rojas cogían posiciones para no ser literalmente masacrados.
El resto de embarcaciones fueron llegando a su destino hasta que llegó nuestro turno.
El teniente Byron fue el primero que se arrojó con los remos tocando aún el agua, con un sable en una mano y la pistola en la otra mientras vociferaba insultos en francés.

Mi intervención no fue ni mucho menos heroica, ya que una bala de cañón dio muy cerca de donde me encontraba. Me entró arena en los ojos y me trastabillé, buscando a ciegas y a gatas mi sable y la pistola, ofreciendo a buen seguro un espectáculo bochornoso mientras el sonido de los disparos lo inundaba todo.
Alguien me agarró de la chaqueta y me puso a cubierto, y cuando por fin logré ver algo a través de las lágrimas, me encontraba solo detrás de un bote volcado, con mis hombres que seguían a Byron entre vítores para animarse y amedrentar al enemigo.

Para cuando me recompuse y comencé a correr, me topé, de regreso a la orilla, al propio capitán Eyre, llevando en volandas por sus hombres y con el rostro cubierto de sangre y totalmente inconsciente, seguido por el capitán Stephens, al que ayudaba un infante al haber recibido un disparo en el pie, que sangraba mucho.
Ordené con toda la fuerza de mis pulmones a Byron que detuviera el ataque, ya que todos los hombres se retiraban, y para mi sorpresa me oyó (los franceses, animados, habían intensificado sus disparos), regresando con cara de pocos amigos. Volvimos por tanto todos a nuestros barcos como un perro con el rabo entre las patas, derrotados y humillados.

Al menos puedo decir que ninguno de mis hombres ha sido herido, desde el punto de vista físico, ya que Jack estaba muy ofendido por haberse visto obligado a detener su carga. Le tuve que llamar la atención tras por decir que el capitán Eyre se portó como un "paje en su primer combate", y le recordé que era una falta de respeto cuando nuestro comandante se encuentra en estos momentos atendido por el cirujano y con riesgo de perder su vida.

Mañana volveremos a reunirnos a bordo del Magnificient para replantear nuestra estrategia, y para el próximo desembarco espero tener la oportunidad al menos de disparar mi pistola o teñir mi sable de rojo tras mi bochornosa actuación.

martes

Misión a la vista

Frente a Tolón, el 16 de marzo de 1810. A bordo de la HMS Circe.

¡Por fin algo de acción! No hay mejor forma de acabar con el desánimo que a cañonazos.

Tal como nos temíamos, nuestro vicealmirante Lord Collingwood no superó la crisis y ya está en Fiddler's Green junto a su compañero y héroe Lord Nelson, logrando en la muerte lo que no pudieron hacer en vida: analizar cada detalle de la batalla que los encumbró a ambos a la gloria frente a las costas de Cádiz.

Pero la guerra no entiende de lutos, al menos no por mucho tiempo, y aún rumiando nuestra pena fui llamado a bordo del HMS Canopus, al mando del contraalmirante Martin, sustituto provisional de Collingwood.
En la cabina de este 80 cañones nos reunimos varios oficiales para definir los detalles de la que será nuestra próxima misión: un desembarco en Santa Maura (también conocida por Leucada), una de las Islas Jónicas del Adriático para acabar con la guarnición francesa que la ocupa.

La flota, además de la Circe, estará formada y comandada por el 74 Magnificent, del capitán George Eyre, además de la fragata Belle-Poule, de 38, del capitán James Brisbane y el bergantín Imogene, de 16 y comandado por el capitán William Stephens.
Desde la isla de Zante, también en el mismo archipiélago, zarpará una flota formada por cinco transportes al mando del general de brigada Oswald, un despliegue considerable para un trozo de tierra con más valor moral que estratégico, sin duda.

De vuelta a mi fragata, y a pesar de que hoy la mar está picada y que mi timonel no estuvo especialmente acertado para atinar con su bichero, salté como un gato y ascendí por la escala con una agilidad que me asombró incluso a mí. Fui recibido por caras sonrientes que ya intuían algo, y cuando le informé a los oficiales de nuestra misión, antes de que el último cerrara la puerta al salir toda la dotación conocía ya la noticia.

Un bloqueo, como ya he dicho miles de veces, es algo absolutamente tedioso, y hasta el más bobo de a bordo podría distinguir cada detalle de la costa francesa en las inmediaciones de Tolón con los ojos cerrados, por lo que un cambio de aires, en este caso de aguas (¡hoy estoy de lo más ingenioso!), es ideal para liberar cualquier tensión que pudiera existir en la fragata.
El hecho de que la oportunidad de conseguir cualquier botín en nuestra incursión sean mínimas parece no importarle a nadie. Incluso el temor a la muerte no se tiene en cuenta.
Veamos qué ocurre cuando las primera balas vuelen por encima de nuestras cabezas.

jueves

Muerte de un héroe

A bordo de la HMS Circe, el 6 de marzo de 1810. En Puerto Mahón (España).

El teniente Byron y yo hemos estado toda la mañana observando el Ville de Paris, orgullo de nuestra armada con sus 110 cañones. Sin embargo, hoy parece cualquier cosa menos flamante.

A bordo, agonizante, a una pulgadas de pisar por fin los verdes campos de Fiddler's Green, se encuentra nuestro vicealmirante Lord Collingwood, héroe de Trafalgar.
La enfermedad que le ha estado presentado batalla durante los últimos años está muy cerca de llegar al alcázar y conseguir una bandera que se ha mantenido en su sitio tozudamente pese a los dolores y la adversidad.
Un cáncer de estómago ha ido consumiendo a un hombre de aspecto imponente, que con una mirada hacía que a sus enemigos la sangre se les convirtiera en agua, tal como me contó ayer en una sombría charla con otros oficiales de la flota el capitán Pressfield.

En nuestro último encuentro, hace más de dos años, nuestro almirante no fue quizás especialmente agradable, pero no se lo reprocho, ya que un comandante de su carácter y responsabilidad, con tantos oficiales de alto rango bajo su mando, no tiene por qué prestar atención a un mísero capitán a bordo de un navío de sexta clase como es un servidor.

Cada vez que hay algún tipo de movimiento en la cubierta del Ville toda las embarcaciones aquí fondeadas se ponen alerta como un perro al más mínimo ruido, y de hecho tengo al señor Bullet en la cruceta con mi mejor catalejo observando detenidamente al navío por si se preparan para disparar una salva, izar alguna enseña con crespón negro, o cualquier forma de comunicar que Inglaterra ha perdido a uno de sus mejores marinos.

Esta mañana, durante el desayuno, al que invité a Byron, debatimos de forma intensa y, en algún momento, elevando la voz más de la cuenta (algo habitual), sobre la importancia real que tuvo Collingwood durante el combate en la Bahía de Trafalgar, en donde Jack defendió a Lord Nelson como si de un nuevo Poseidón reencarnado se tratase mientras que yo alabé la valentía de nuestro almirante en aquella gran batalla.
Y es que no ha de ser nada fácil combatir codo con codo con el que era por entonces una auténtica leyenda tras sus éxitos en las batallas de San Vicente y Aboukir.
Pese a estar todo el Reino pendiente de Nelson, Collingwood supo combatir con valentía, a bordo del Royal Sovereing, y de hecho fue el primero que rompió la línea para enfrentarse, en uno de los combates más emblemáticos de la jornada, al Santa Ana.

No ha debido de ser fácil pasar estos años a la sombra de Nelson, al que se le relaciona directamente con Trafalgar, mientras Collingwood se ha ido consumiendo poco a poco en labores de bloqueo fundamentalmente sobre Tolón y el escurridizo Gaunteaume, que apenas ha permitido que le veamos las gavias de algunos de sus navíos.
Esto, unido a su enfermedad, le han convertido en un hombre de carácter irascible, y de hecho cada vez que veíamos izarse una bandera en la driza del insignia temblábamos ante un posible encuentro, siempre desagradable, en su cabina.

Es curioso, en el caso de que nuestro almirante no pase esta prueba (me he asegurado de dar tres vueltas e incluso he subido a cubierta para rozar un estay, ante la mirada extrañada del oficial de guardia), los dos héroes de la Batalla de Trafalgar, al menos los más célebres (y por nuestro bando), no sobrevivirán a la misma: Nelson, por las heridas sufridas, y Collingwood por el sufrimiento, quizás, de no haber acabado de forma más heroica su vida, en combate, y no en un coy, con temblores enfermizos y ante la mirada impotente de su médico.

Esta noche la pasaré en cubierta observando el Ville de Paris, esperando la confirmación a nuestros temores, ofreciendo mi particular homenaje a un gran hombre al que admiro por su entereza y, sobre todo, paciencia ante lo inevitable.