miércoles

Tras la batalla

En alta mar (Mediterráneo), el 30 de abril de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Hoy tenemos un día realmente precioso. La fragata navega a una velocidad considerable, 11 nudos, de ceñida, aprovechando el viento fresquito de poniente que vuelve el mar verde, salpicado de espuma.

A muchos cables de distancia, más allá den nuestra estela, podemos ver el bergantín Imogene, que hace torpes intentos por darnos alcance, ante la satisfacción de mis hombres, que se dan palmadas en la espalda e incluso dan saltos de alegría.
Puedo imaginarme en su popa al capitán Stephens con gesto serio mientras mira impotente el castillo de velas de la Circe sin tener forma de alcanzar a mi barco: navegando de bolina no tiene rival por estas aguas.

Desde que tuvimos nuestro enfrentamiento a bordo del Montagu, el capitán Stephens y yo hemos hecho todos los esfuerzos posibles por evitarnos, conscientes de que cualquier palabra de más podría terminar con sables en nuestras manos en algún rincón y con el posterior Consejo de Guerra y, quién sabe, colgados de un penol.
De este modo hemos entablado una auténtica guerra fría, cada uno esforzándose hasta el límite en el combate, sacando lo mejor de su fragata o bergantín o ganándose el respeto y admiración del resto de oficiales de la flota.

Después de que el pasado 16 cayera finalmente la guarnición francesa y tras asegurar por completo la isla y mantenernos en la posición mientras las tropas del general Oswald se asentaban en el fortín, se nos ordenó a la Circe y a la Imogene poner proa a Tolón para informar a la escuadra del Mediterráneo de nuestro éxito y, además, transportar algunos prisioneros a los pontones de Gibraltar.
El 74 Magnificent y la fragata de 40 cañones Belle-Poule se han quedado atrás para recoger al resto de franceses y los heridos ingleses, entre los que sobresale el capitán Eyre, que afortunadamente se recupera de sus heridas.

Todo sería perfecto si no fuera porque cierta desazón me embarga.
Después de liberar la energía necesaria durante una acción de guerra, con el olor a pólvora, el sonido de los cañones y el silbar de las balas que buscan tu cabeza, y el salado sabor de la sangre del enemigo cuando la batalla es más encarnizada, llega el momento de la relajación y el sosiego, un brusco cambio que habitualmente me hace sentir triste e incluso confuso.
Es el momento de pensar, de recordar los momentos, de caer en la cuenta de que la guerra es algo horrible, que mutila cuerpos y familias, algo destructivo que saca lo mejor de cada uno, como el valor y el compañerismo, pero a su vez lo peor: su instinto más salvaje y primario al intentar acabar con la vida de una persona.

No me siento orgulloso por todos los hombres (algunos prácticamente niños) que he atravesado con mis sable o pistola, que habrán dejado mujeres, hijos, amigos, hermanos..., pendientes de una vela en el horizonte que anuncie la llegada del ser querido en una eterna espera que se resuelve finalmente con una carta y un pésame mecánico, sin sentimientos.
Pensamientos demasiado amargos, me temo.
Volveré a cubierta para tomar aire fresco y dejarme contagiar por la alegría de mis hombres.

Cerca de la rendición


Frente a la isla de Santa Maura (Mar Jónico), el 14 de abril de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Continúa el acoso y derribo a una guarnición que se debilita.
Lo sabemos porque nos devuelven el fuego con menos entusiasmo, no sé si por falta de pólvora o fe. Desde luego los franceses nos han demostrado que saben mantenerse firmes ante la desesperación de lo inevitable, pero son ya muchos días y es comprensible que vean inútil una resistencia que se va apagando como el fuego de una vela.

En la Circe, al igual que en el resto de navíos de la pequeña escuadra, se ha tratado de mantener muy viva la intensidad del ritmo entre andanadas, y aunque son muchas, demasiadas, las balas que no han dado en el blanco y que ni siquiera se han acercado al objetivo, tanto el general Oswald como el capitán Moubray han insistido en no cejar en nuestro empeño, insistiendo en el factor psicológico que supone para los sitiados el ser constantemente bombardeados.

Y he de reconocer que tienen razón, ya que hace dos noches, de las pocas en que los cañones estaban mudos y dimos una pequeña tregua a los ranas, me despertaron gritos de alarma cuando me informaron de que un par de lanchas se acercaban al costado de la fragata.
Cuando ya me encontraba en cubierta, con sable y pistola bien agarrados y la de 'medidas desesperadas' metida en los calzones, el guardiamarina Bullet, que estaba encaramado como un mono en el bauprés, me advirtió que enarbolaban bandera blanca.
Tras acercarme a proa para comprobarlo por mí mismo, observé que, en efecto, los franceses se acercaban con una camisa sucia atada a un palo, desarmados y con las manos en alto.

Su aspecto era en verdad lamentable. Los que no eran prácticamente niños sin apenas sombra en el bigote habían visto ya muchas primaveras, demasiado viejos para mantener firme un mosquete y con aspecto de estar desnutridos.
El teniente Byron demostró que sus conocimientos de francés no se limitan a una larga y elaborada lista de insultos, por lo que hizo las veces de intérprete para comunicarme que en la guarnición son pocos los que están dispuestos a seguir con la tenaz resistencia, ya que la mitad de los hombres quieren desertar y la otra no tiene la fuerza y moral suficientes para soportar el hostigamiento.

Y es que, según contaba el que parecía estar al mando del pequeño grupo de insurrectos, un hombre de ojos tristes y manos temblorosas, antes de nuestra llegada apenas había provisiones. Además, ya habían acabado con todas las aves y roedores de la isla. Eso sin contar con que la provisión de pólvora es tan escasa que tienen contados los disparos que pueden hacer por día. 
"Me parece que sólo les sobran los piojos, señor", me dijo mi primer oficial con una mueca divertida. Es único en sacar a relucir su retorcido humor en este tipo de situaciones.

Esta mañana, el propio Jack me ha solicitado permiso para "ayudar a los franceses a decidirse que es mejor rendirse", y junto a un grupo de mis mejores hombres y artilleros ha tomado          uno de los cañones de 12 libras, ya que ha encontrado una colina donde situarlo y atacar al fortín desde una posición elevada.
Tras enseñarme el lugar y mostrarme un pequeño plano elaborado a toda prisa, le he dicho que el esfuerzo iba a ser demasiado grande, y que dudaba que fueran capaces de llegar a la posición antes de que el enemigo decidiese arriar la bandera.
No me cabe la menor duda de que la mayor motivación y motor para conseguir lo que se proponga es llevarme la contraria, y mientras tomaba café en el alcázar los vítores de la gente de a bordo llegaban hasta la misma orilla al ver a Byron y los suyos disparando contra el fuerte antes de que cayera la tarde.

He ordenado que les envíen doble ración de grog y a Jack una de mis botellas de Jerez, al que es gran aficionado. Es de lo poco que admira de España, además de sus mujeres.

lunes

Sobre perros


Frente a la isla de Santa Maura (Mar Jónico), el 6 de abril de 1810. A bordo de la HMS Circe.

Estoy tomando un café en mi cabina tras haber pasado buena parte de la mañana en cubierta, atento a las maniobras en un día que ha amanecido con mucha lluvia y un viento que, sin entrañar un peligro, digamos, exorbitante, al menos sí hacía recomendable dejar la costa (a sotavento) a considerable distancia.

En estos momentos el balanceo de la Circe es pronunciado, y mientras escribo Vicenzo hace guardia a mi lado, taza en mano, mientras sostiene un farol para darme algo de luz, ya que el cielo está tan cubierto que parece que haya caído la noche prematuramente. 
Es admirable comprobar su equilibrio y habilidad a la hora de situar las piernas de tal forma que se mantiene tan erguido como si se encontrara paseando por los prados adyacentes a Greenwich.

En cuanto a la situación de la isla, varios han sido los intentos por tomar la posición francesa sin que se hayan alcanzando logros significativos, aunque nuestra presencia se ha reforzado con la llegada del 74 cañones Montagu, del capitán Richard Hussey Moubray, que ha tomado el mando de la operación tras la fea herida que sufrió en la cabeza el capitán Eyre en nuestro primer desembarco.
Nada más llegar, arrió sus dos cúter y reforzó a los hombres en la playa con otros 100 del Magnificent, sumando más de 300 efectivos, los que, unidos a la expedición del general Oswald, convierten nuestra presencia en la isla en una fuerza de combate considerable, lo que a buen seguro dará sus frutos en los próximos días. 

Sin embargo, parece ser que la estrategia elegida será la de un bombardeo constante gracias al enorme número de cañones que apuntan directamente a la isla. 
Precisamente hace dos días nos reunimos a bordo del Montagu para informar de la cantidad de pólvora de la que disponemos a bordo para un cálculo de la intensidad y duración del que podrá disfrutar nuestro acoso, quedando satisfecho tanto Hussey como Oswald, ya que está garantizada más de una semana de bombardeo.

Tras una cordial reunión, y el brindis correspondiente, sucedió un pequeño incidente en cubierta cuando los oficiales hablábamos, de manera informal, sobre nuestro primer asalto. 
Desde que el capitán Stephens, del bergantín Imogene, fue herido en el pie en nuestra incursión, se compara él solito al mismo Nelson, y cojea con aires de grandeza, si en verdad puede conseguirse algo así, sin cejar en su empeño de recordar una y otra vez que la retirada se produjo no por orden suya, ya que de ser por él su ofensiva habría llegado hasta la misma cima.
Con una ceja perpetuamente levantada y la boca en un sonriente gesto que no mutaba su auto proclamada superioridad, se atrevió incluso a sugerir una alternativa a nuestro próximo ataque, con un brazo señalando la isla y el otro apoyado en la cintura de forma teatral, como si quisiera posar para un cuadro de Bleechey. 

La mayoría de los oficiales no dijo nada, aunque otros llegaron a sonreír ociosos, lo que fue demasiado para el teniente Byron, incapaz de mantener la boca cerrada, incluso aunque tenga delante al mismísimo Rey Jorge.
Aprovechando un instante de silencio en el que observábamos pensativos la isla mientras nuestras respectivas falúas se acercaban al costado del Montagu para devolvernos a nuestros navíos, Jack le preguntó al capitán Stephens si su estrategia abarcaba la posibilidad de huir a las primeras de cambio si una bala rozaba su pie sano, ya que no le gustaría volver a interrumpir un verdadero (lo de verdadero casi lo deletreó) ataque.
El rostro del capitán del Imogene se puso blanco como sus calzones, pulcramente cepillados, y perdió los estribos diciéndole a Jack que era un perro si en verdad pensaba de tal forma.
Antes de que mi primer oficial le retara a verse a la sombra de cualquier bodega y acuchillarlo con su sable, me enfrenté personalmente al capitán Stephen, recordándole que mi teniente, como perro, seguiría siendo mejor comandante para gobernar la Imogene que él.

Tras un momento de sorpresa generalizada, el capitán Brisbane, de la fragata Belle-Poule, trató de poner algo de orden, rogando que volviéramos cada uno a nuestros buques, lo cual hicimos sumidos en un hosco mutismo.
Ya en la Circe, y en mi cabina, hablé seriamente (o más bien le grité) con Byron, al que le recordé que no puede ir por ahí insultando a otros oficiales, amenazándole con que a la próxima situación similar no pondré reparos en arrancarle la charretera de su hombro a mordiscos si hiciera falta, y que su única función sería la de ordenar mis medias y calzones cada mañana.

Como si el tiempo se pusiera de acuerdo con nuestro estado de ánimo, poco después se desató la galerna que nos obligó a alejarnos de la costa, como antes he escrito, y aquí me encuentro desahogando mi enfado en las hojas de este diario, con un comandante de un bergantín que me querrá ver muerto o desangrado en la próxima ocasión (espero que no sea durante nuestro ataque a la isla) y un teniente irritado y que no se corta a la hora de mirarme con reprobación.