viernes

Adiós a un amigo

Frente a Tolón, el 24 de febrero de 1811. A bordo de la HMS Circe.

Vuelta a la rutina.
La costa francesa se ve con nitidez. Sin movimiento, como siempre. Los barcos gabachos siguen escondidos bajo la protección de las baterías mientras la serpiente amarilla y negra de navíos británicos mantiene su bloqueo, expectante, lista para atacar en cuanto el enemigo se atreva a asomar su nariz.

He pasado buena parte de la mañana en el alcázar, atento a las maniobras que he dejado en manos de Byron, muy eficiente, como siempre, y más aún cuando sabe que media escuadra nos observa.
Mientras la brisa me refrescaba el rostro y el crujir de madera y el silbar de la jarcia se convertía en música para mis oídos, he estado recreando en mi mente una y otra vez las escenas vividas en el Cementerio de Trafalgar, en Gibraltar.
Han pasado meses para que recuperara las ganas de volver a escribir en estas páginas.

Es curioso. Según he podido saber, sólo dos héroes de los que murieron en esa batalla, que ya es mítica, están enterrados en dicho lugar, ya que buena parte de los cientos de caídos fueron arrojados al mar, como es evidente. Quizás este nombre sirva de homenaje por ser el emplazamiento británico más cercano, o simplemente se trate de un cuestión de patriotismo. Por uno motivo u otro no deja de ser un lugar donde enterrar a tus muertos. Nada más.

En esta ocasión el muerto era el coronel Peter Rush. Fueron muchos los que acudieron al entierro. Personas de todo rango y condición, tanto militares como civiles, acudieron en masa a la despedida de uno de los personajes más influyentes de Gibraltar y que, extra oficialmente, había muerto en una emboscada a manos de unos bandidos.

Desconozco cuántos de los presentes conocía la verdadera historia, pero por miradas más que elocuentes, imagino que buena parte, aunque todos respetando los deseos de Peter, que antes de nuestro enfrentamiento había insistido, según he podido saber, en que el trágico desenlace no había tenido nada que ver con un duelo a quemarropa entre dos caballeros y, y eso ya es información suplementaria, ex amigos. Un auténtico drama.

Por supuesto la esposa de Peter no está ni mucho menos de acuerdo con esta versión. Aunque traté de ser lo más discreto posible, apartándome de su rubia cabellera cuanto más lejos mejor, me identificó entre la multitud, berreando como una verdulera y llorando a moco tendido, no sé si por señalar mi presencia o por, simplemente, una cuestión de modales y saber estar. El caso es que fue atendida por no pocos caballeros solícitos, y aunque ella parecía realmente compungida, también parecía estar en su salsa ante tanta atención, por lo que mi opinión sobre ella bajó aún más escaños, si acaso fuera posible.

Pronto dejé de prestarle atención, y bajo un silencio respetuoso, algunos de sus más allegados ofrecieron unas bonitas palabras de condolencia. Las que más me interesaron fueron las de mi otro ex amigo, John James, que recientemente se ha estrenado como comandante de un bonita corbeta de nombre Morpheus y que está anclada no muy lejos de la Circe. La última vez que lo vi fue en mi cabina, preocupado por el infarto que casi me mata tras nuestro duelo. No cabe duda de que ser amigo mío entraña un riesgo considerable.

Una vez hubo terminado todo y me crucé con John, nuestro saludo fue frío, creo que innecesario, como si supiéramos que no había nada qué hablar y todo lo compartido en un pasado no se mereciera más que algún pensamiento aislado en alguna noche futura de esas en las que contemplas las estrellas en un inútil intento de buscar respuestas.


Sin que hubiera nadie más que mostrara un mínimo interés por hablar conmigo, me marché del cementerio sin volver la vista atrás, deseando sentarme en mi cabina bien acompañado por una botella de coñac y mis recuerdos y sin saber que me esperaba la orden de regresar a Toulon, lejos de Gibraltar, del cadáver de Peter, de James y de tantos recuerdos.




lunes

El duelo

Carta enviada al almirante Daniels, en Bedford, el 12 de diciembre de 1811

Querido padre:


Le escribo desde Gibraltar. Ha ocurrido un hecho en verdad terrible, y han tenido que pasar varios días para atreverme a tomar la pluma y darle forma a mis pensamientos.
No se preocupe, no se trata de mi querido hermano, en plena campaña en la península apoyando a los españoles en su guerra con Napoleón. Se trata únicamente de asuntos de índole personal.


Hace unos dos meses tuve un problema con mi viejo amigo, el coronel Peter Rush, del que le he hablado a menudo. Ya sabe usted que nos criamos juntos en Bedford, aunque con el tiempo nuestros caminos se separaron, ya que mientras él hizo carrera, y con éxito, en el ejército de tierra, yo opté por embarcarme en busca de aventuras y países exóticos.
Pese a nuestra distanciamiento físico, siempre nos mantuvimos en contacto a través de nuestras cartas, y cada vez que mi nave, desde el más humilde bergantín hasta la fragata que ahora comando, echaba el ancla en Gibraltar, acudía presto a saludarle.

Ese fue el caso en nuestro último encuentro, aunque en esta ocasión no acabó con una conversación junto a su magnífica chimenea y degustando un aún mejor magnífico vino, ni en un salón de baile cortejando a las más bellas damas del lugar. No. Allí me encontré con, para mi sorpresa, su esposa, una señora cuyo recibimiento no fue de mi gusto. Además, en ese justo momento también apareció el propio Peter, cuya frialdad y distanciamiento fue aún peor.


El caso es que, de vuelta a la fragata y dispuesto a emborracharme en la soledad de mi cabina, al final opté por hacerme acompañar de mi teniente, el señor Byron, al que invité a vaciar un par de botellas en 'The Pipper'. Tras unas copas y reflexiones sobre el mundo de las amistades y las mujeres, se unieron a nuestra conversación otros oficiales para formar una tertulia a varias bandas.
Pero cometí el gran error de hablar de mi caso particular con Peter, y aunque Byron me advertía con sutiles movimientos de las cejas que era mejor callar, a esas alturas de la noche y con una considerable cantidad de alcohol en mi cuerpo, no me encontraba en condiciones de interpretarlas correctamente.


Así, al día siguiente, y con un dolor de cabeza considerable, fui visitado nada menos que por un capitán de infantería de nombre Martins que, con mucha autosuficiencia, me informó de que ejercía en ese preciso instante como padrino del coronel Peter Rush, y que éste tenía intención de batirse en duelo conmigo por las falacias sobre su persona, según sus palabras, que yo pregonaba por cada esquina de Gibraltar.


En ese momento tuve tiempo para un instante de reflexión para recordarme que, en el futuro, tendría que tener cuidado con quién desataba mi lengua. Por otro lado me maldije por mi mala suerte, ya que iba a ser la segunda ocasión en que me iba a batir en duelo con uno de mis, antaño, mejores amigos. No tuve otra opción que aceptar, y le pedí al teniente Byron que por favor ejerciera nuevamente como padrino y acordara con Martins las condiciones de nuestro encuentro, lugar, armas y todo lo demás.
Para no permitir que la noticia de nuestro duelo se propagase, se acordó que tendría lugar a la mañana siguiente, rozando el alba, en un pequeño bosque a las afueras de Gibraltar y que Peter conoce bien por sus batidas de caza. 

Apenas pude dormir y con la máxima discreción posible, bien temprano, el propio Byron remaba en dirección a la orilla en el chinchorro, en donde nos esperaba un mozo con dos caballos para dirigirnos a nuestro destino. Mientras trotaba con mi habitual torpeza, la cual se acentuaba junto al estilo perfecto de mi teniente, me vino a la mente cómo hace tres años me dirigía a mi duelo con mi amigo John James por las calles de Funchal.


Allí nos esperaba Peter, acompañado de Martins, un médico y, para mi sorpresa mayúscula, la mujer de mi antiguo amigo. El teniente Byron protestó por la presencia de una dama en semejantes circunstancias, y fue ella misma la que respondió asegurando que iría con su marido hasta las mismas puertas del infierno de una forma tan teatral como torpe que me produjo indignación y rabia.


Gibraltar comenzaba a percibirse a lo lejos. Brotaba de la bruma matinal que clareaba perezosamente conforme el sol iba asomando su dorada cara más allá del continente africano. 
Pistolas. Fue el instrumento de muerte elegido por Peter, un arma que le daba una considerable ventaja por su reconocida fama como cazador. Con el sable poco podría haber hecho contra mí, más habituado a combatir en los últimos años que él, acomodado con su puesto en tierra. Mi habilidad con la pistola se limita a sucios disparos a bocajarro sobre cubiertas en movimiento que apenas permiten apuntar con corrección.


Tras los pasos de rigor y medirnos cara a cara, tuve un momento para pensar y llegué a la conclusión de disparar al aire y permitir que Peter tuviera suficiente con herirme y saldar así nuestra disputa. Sin embargo, observé con temor cómo mi, en ese momento, enemigo, alzaba su cañón buscando algo más que mis piernas, y mi instinto de supervivencia se activó ante la posibilidad de la muerte para ser el primero en efectuar el disparo y acertarle de lleno en el estómago, mientras que su bala se perdió en las alturas.


Con el llanto de su mujer resonando en mis oídos y la imagen del médico intentando evitar lo inevitable ante la mirada perdida de mi viejo amigo, volví hacia Gibraltar en compañía de Byron y con la promesa del oficial Martins de que, tal como había ordenado el propio Peter, la versión oficial de tal fatídico final se debía a un encuentro con bandidos en el camino mientras se dirigía con su esposa a cazar perdices.
Siempre fue un caballero, hasta el final.


Esta mañana no se oía otra cosa en Gibraltar. El ataque al coronel Rush, que se encuentra gravemente herido en su casa, al borde de la muerte. Son pocos los que creen que logre sobrevivir a tan fatal herida.
Byron me ha confirmado que nadie sospecha de que haya otro motivo, aunque ni él ni yo creemos que su mujer vaya a mantenerse fiel a los deseos de su marido. Veremos qué ocurre si no cambia de opinión en el caso de que Peter fallezca en las próximas horas, algo que no deseo.


Siento escribirle para contarle tan desagradable historia, querido padre, pero quería que conociera mi versión de los hechos por si, finalmente, se llega a saber lo que verdaderamente ha ocurrido y acabo colgado de algún penol.
Por favor, no le cuente esta historia a mi querida madre y limítese a recordale que mi cariño hacia ella y, por supuesto, hacia usted, sigue tan vigente como el primer día en que llegué a este mundo.


Sin otro particular, me despido de usted siendo su más humilde y fiel servidor.

Capitán Vincent Francis Daniels, a bordo de la HMS Circe. En Gibraltar.


La señora Rush

En Gibraltar, el 11 de septiembre de 1811. A bordo de la HMS Circe.

Ha sido un día agradable. Al menos en su comienzo. El sol brilla y el cielo es muy azul. He paseado por la ciudad en compañía de Byron, que ha puesto interés en visitar el Hospital de los Desamparados, lugar en donde fue atendido tras su grave accidente. Las monjas lo han reconocido en seguida, y aunque no pocas han dicho que tenían urgentes asuntos que atender, otras se han mostrado encantadas de volver a verle.

Después hemos tomado un vino de Jerez sentados en una terraza, a la vista del puerto y de las preciosas líneas de los navíos que allí se encontraban, además de las 'líneas' no menos sugerentes de la chica que nos ha servido, una española de ojos oscuros como una noche en el Cabo de Hornos en los que cualquiera se mostraría presto a naufragar. El teniente Byron optó por permanecer en compañía de Margarita, pues así se llamaba, y yo continué con mi paseo.

Por mi parte decidí visitar a mi viejo amigo, el coronel Peter Rush, en su magnífica residencia de fachadas blancas, muy cerca de Punta Europa, desde donde se puede ver todo el Estrecho, con Ceuta, la plaza española, al fondo, en el continente africano.
Llamé a la campanilla de la puerta y me recibió uno de sus criados, vestido de manera impecable. Me invitó a sentarme en el porche, y sin prisas me centré en oír el canto de los pájaros del jardín, aunque eché de menos a sus perros de caza, que habitualmente ladraban alegres, en libertad, pero que en esa ocasión se encontraban en sus jaulas, sumisos y moviendo la cola tristemente en muda súplica de libertad. Me resultó extraño.

Me recibió una mujer que, para mi sorpresa, se presentó como señora Rush. No sé qué me produjo mayor perplejidad, si el mero hecho de haber conocido a una mujer con el apellido de mi viejo amigo, aquel que cada noche se acostaba con una señorita (y señoras) diferente, o el no haber sido invitado al feliz enlace. Ni siquiera se dignó a escribirme. Eso me dolió más que la mirada escrutadora de aquella rubia insolente y descarada que me ofreció su mano enguantada mientras que con la otra se llevaba un bombón a la boca. No mostró ningún saber estar ante un oficial de la armada.

Me invitó a entrar por supuesto, y me ofreció otro bombón. Viendo sus opulentas curvas, no me cupo ninguna duda de que cada ofrecimiento conllevaba para la señora Rush un deseo interior de recibir una negativa, "más para mí" se diría, pero no le di el gusto y me lo comí, aunque la mezcla de menta y chocolate me supo a rayos. Por supuesto no mudé el gesto. He comido carne en mal estado como si fuera un manjar ante los invitados en mi cabina en la Circe. Un triste bombón no me iba a derrotar.

"El 'famoso' capitán Daniels", fue la primera frase que oí de sus labios. El tono de sus palabras dejaba claro que lo de "famoso" la dudaba, y lo de "capitán" lo despreciaba. Me di cuenta de lo ignorante que era. Mi rango de capitán equivale al de comandante en tierra, pero era absurdo sacarla de su error, sobre todo porque por sus modales y vanos intentos de parecer una dama, se notaba a todas luces que Peter no la habría conocido en las cercanías de Whitehall precisamente.

Tras una conversación agotadora, sobre todo porque ninguno de los dos lo deseábamos, llegó Peter, enfundado en su uniforme. Algo en su mirada no me gustó. Percibí sorpresa pero también algo que se acercaba peligrosamente a la incomodidad de querer estar en ese momento muy lejos. Tras estrecharnos la mano, le felicité por su boda y el tartamudeó algo parecido a una disculpa por no haberme escrito que ni me molesté en tener en cuenta. Le invité a cenar en mi cabina, pero dijo tener un compromiso ineludible. Me despedí con la convicción de que no volveríamos a vernos.

El camino de vuelta hacia el puerto fue más duro que la ida, y eso que la cuesta por entonces se me hizo eterna y llegué a la residencia resoplando y con la chaqueta en la mano. Ahora el agotamiento era mental, ese que no se cura en el coy. Siempre he creído que las amistades de verdad son inmunes al tiempo y a la distancia, pero no estoy seguro de que también lo sean a los encantos de un mujer, por muy torpe que sea con el colorete.

Ni siquiera la visión de las franjas negras y amarillas del casco de la Circe (un remedio infalible para los momentos de crisis) me levantó el ánimo. Subí por la escala de babor, no quería ceremonias, y me encerré en la cabina. Perdí la cuenta de las botellas que me pude ver brindando únicamente con las sombras, y me quedé dormido sobre el escritorio.

Esta mañana me he despertado en mi coy, con la ropa para dormir, y un dolor de cabeza insoportable. Llevo toda la mañana para escribir en mi diario, con pausas para tomar café y Vincenzo como única y silenciosa compañía, a intervalos, y reflexionando nuevamente de la amistad, la verdadera y la que no lo es, ni lo fue.