lunes

La señora Rush

En Gibraltar, el 11 de septiembre de 1811. A bordo de la HMS Circe.

Ha sido un día agradable. Al menos en su comienzo. El sol brilla y el cielo es muy azul. He paseado por la ciudad en compañía de Byron, que ha puesto interés en visitar el Hospital de los Desamparados, lugar en donde fue atendido tras su grave accidente. Las monjas lo han reconocido en seguida, y aunque no pocas han dicho que tenían urgentes asuntos que atender, otras se han mostrado encantadas de volver a verle.

Después hemos tomado un vino de Jerez sentados en una terraza, a la vista del puerto y de las preciosas líneas de los navíos que allí se encontraban, además de las 'líneas' no menos sugerentes de la chica que nos ha servido, una española de ojos oscuros como una noche en el Cabo de Hornos en los que cualquiera se mostraría presto a naufragar. El teniente Byron optó por permanecer en compañía de Margarita, pues así se llamaba, y yo continué con mi paseo.

Por mi parte decidí visitar a mi viejo amigo, el coronel Peter Rush, en su magnífica residencia de fachadas blancas, muy cerca de Punta Europa, desde donde se puede ver todo el Estrecho, con Ceuta, la plaza española, al fondo, en el continente africano.
Llamé a la campanilla de la puerta y me recibió uno de sus criados, vestido de manera impecable. Me invitó a sentarme en el porche, y sin prisas me centré en oír el canto de los pájaros del jardín, aunque eché de menos a sus perros de caza, que habitualmente ladraban alegres, en libertad, pero que en esa ocasión se encontraban en sus jaulas, sumisos y moviendo la cola tristemente en muda súplica de libertad. Me resultó extraño.

Me recibió una mujer que, para mi sorpresa, se presentó como señora Rush. No sé qué me produjo mayor perplejidad, si el mero hecho de haber conocido a una mujer con el apellido de mi viejo amigo, aquel que cada noche se acostaba con una señorita (y señoras) diferente, o el no haber sido invitado al feliz enlace. Ni siquiera se dignó a escribirme. Eso me dolió más que la mirada escrutadora de aquella rubia insolente y descarada que me ofreció su mano enguantada mientras que con la otra se llevaba un bombón a la boca. No mostró ningún saber estar ante un oficial de la armada.

Me invitó a entrar por supuesto, y me ofreció otro bombón. Viendo sus opulentas curvas, no me cupo ninguna duda de que cada ofrecimiento conllevaba para la señora Rush un deseo interior de recibir una negativa, "más para mí" se diría, pero no le di el gusto y me lo comí, aunque la mezcla de menta y chocolate me supo a rayos. Por supuesto no mudé el gesto. He comido carne en mal estado como si fuera un manjar ante los invitados en mi cabina en la Circe. Un triste bombón no me iba a derrotar.

"El 'famoso' capitán Daniels", fue la primera frase que oí de sus labios. El tono de sus palabras dejaba claro que lo de "famoso" la dudaba, y lo de "capitán" lo despreciaba. Me di cuenta de lo ignorante que era. Mi rango de capitán equivale al de comandante en tierra, pero era absurdo sacarla de su error, sobre todo porque por sus modales y vanos intentos de parecer una dama, se notaba a todas luces que Peter no la habría conocido en las cercanías de Whitehall precisamente.

Tras una conversación agotadora, sobre todo porque ninguno de los dos lo deseábamos, llegó Peter, enfundado en su uniforme. Algo en su mirada no me gustó. Percibí sorpresa pero también algo que se acercaba peligrosamente a la incomodidad de querer estar en ese momento muy lejos. Tras estrecharnos la mano, le felicité por su boda y el tartamudeó algo parecido a una disculpa por no haberme escrito que ni me molesté en tener en cuenta. Le invité a cenar en mi cabina, pero dijo tener un compromiso ineludible. Me despedí con la convicción de que no volveríamos a vernos.

El camino de vuelta hacia el puerto fue más duro que la ida, y eso que la cuesta por entonces se me hizo eterna y llegué a la residencia resoplando y con la chaqueta en la mano. Ahora el agotamiento era mental, ese que no se cura en el coy. Siempre he creído que las amistades de verdad son inmunes al tiempo y a la distancia, pero no estoy seguro de que también lo sean a los encantos de un mujer, por muy torpe que sea con el colorete.

Ni siquiera la visión de las franjas negras y amarillas del casco de la Circe (un remedio infalible para los momentos de crisis) me levantó el ánimo. Subí por la escala de babor, no quería ceremonias, y me encerré en la cabina. Perdí la cuenta de las botellas que me pude ver brindando únicamente con las sombras, y me quedé dormido sobre el escritorio.

Esta mañana me he despertado en mi coy, con la ropa para dormir, y un dolor de cabeza insoportable. Llevo toda la mañana para escribir en mi diario, con pausas para tomar café y Vincenzo como única y silenciosa compañía, a intervalos, y reflexionando nuevamente de la amistad, la verdadera y la que no lo es, ni lo fue.