martes

Una batalla perdida

En alta mar, el 30 de octubre de 1812. A bordo de la HMS Circe.

Navegar a 14 nudos tiene que ser una de las grandes satisfacciones de esta vida. He estado toda la mañana en el alcázar viendo trabajar a mis hombres como si fueran uno. Los oficiales apenas hemos tenido que alzar la voz y el rebenque del contramaestre casi no ha salido de su funda. Todo eran rostros de satisfacción mientras la Circe hundía una y otra vez su proa con delicadeza, como un cuchillo cortando manteca caliente.
Sin lugar a dudas una excelente terapia tras los últimos acontecimientos vividos en el puerto de Halifax junto a Lively Caster.

Tras nuestro encuentro de hace más de una semana, y tal como me anunció, me mandó una carta en la que me invitaba a 'inspeccionar' su flota de mercantes, compuesta por menos de una decena de lentas carracas sin ningún atractivo pero sólidas y con unas bodegas enormes para transportar casi de todo, incluidos los cañones de pega para evitar a piratas y corsarios indecisos. 

Nos vimos en el muelle entre un enjambre de marinos en plena faena. Iba ataviada con un elegante vestido de fino terciopelo verde, informal y más destinado a la faena de embarcar y desembarcar que para un salón de baile. Sin embargo su elegancia y aura de belleza seguían absolutamente intactas, y nuevamente me sentí desfallecer, aunque como en esta ocasión me tomé el atrevimiento de no estar acompañado por mi teniente Byron me recompuse como pude. 


El mero hecho de imaginarnos paseando por las sombras de sus barcos, con sus estrecheces y posibilidades de contactos involuntarios (y algunos no tantos) hizo que mi cabeza diera vueltas. Durante toda la noche estuve pensando en cómo iba a declararme nuevamente al menor indicio, y creé en mi mente infinidad de finales felices con una Lively en mis brazos, perdonándole por tanto cualquier agravio que pueda haber pasado en nuestro pasado común.

Pero como si de un gorgojo brotando de la mermelada de un sabroso pastel se tratase, Lively se echó a un lado para presentarme a un nuevo némesis en mi vida: Luis Francisco Perez de Piedrasanta, "con patente para servir a mi señora y a usted", dijo en un inglés deficiente mientras hacía una reverencia.

Tras recomponerme de la impresión inicial me fijé en él atentamente. Vestía de paño oscuro y calzas verdes, con sombrero de tres picos y un pañuelo de fina seda en el cuello. Me llamó la atención ver su poblada barba negra y unos ojos oscuros que me miraban con curiosidad, y creí percibir algo de respeto mientras observaba mi uniforme, lo que me consternó sobremanera, ya que en mi estómago comenzaba a formarse un revuelto de ira que se aplacó levemente ante este sorprendente descubrimiento.

A diferencia de la mayoría de mis compañeros de armas, siento un profundo respeto hacia la historia naval española, y mis contactos con sus paisanos han sido más que buenos, como los señores don Ricardo de Castro o don Queipo de Llano, cuyo trato hacia mí fue exquisito. De este modo intenté mutar el gesto y mis pensamientos hacia el señor Piedrasanta, y traté de mostrar la sonrisa más franca que pude, aunque creo que con escaso éxito.

Y es que aunque Lively trataba por todos los medios de convertir la situación en algo natural, pude percibir que entre ambos existe algo más que una relación profesional, ya que con el paso de los años uno aprende a que puedes llegar a saber lo que piensa una persona con sólo mirarle a los ojos. 
Me explicó que el señor Piedrasanta había sido contratado para proteger el convoy, y según parece no ha sido la primera vez. Tiene a su mando un rápido bergantín de 12 cañones, el cual también pudimos ver, de bellas líneas y una cubierta razonablemente bien cuidada y preparada para cualquier acción.

Durante toda la mañana paseamos por la pequeña flota de los Caster, y respondí con monosílabos cualquier pregunta de Lively o incluso al señor Piedrasanta sobre las condiciones de los barcos, mostrándome quizás grosero (sin proponérmelo del todo) en ocasiones, ya que cada vez que me preguntaban por una cuestión naval me limitaba a responder que el propio Piedrasanta podría responderle en mi lugar, ya que al fin y al cabo lo mío era comandar naves de guerra.

Acabada la visita, Lively me invitó a comer, junto a su acompañante, en un lujoso establecimiento no muy lejos del puerto, en donde bebí más de la cuenta y presté poca atención a la conversación, absorto en mis pensamientos, con la mirada perdida y asintiendo mecánicamente cada vez que creía intuir que se dirigían a mí. 

¿Cómo he podido ser tan ciego? Es cierto que nunca he sido una persona vengativa, y tengo facilidad para olvidar los agravios, incluyendo los de índole amorosa y de amistad, que son los que más duelen, pero por otra parte la línea que separa la ausencia de rencor de la estupidez es tan fina que es mejor andarse con ojo y no exponerse a más daño masivo.

Aunque durante estos años no he permitido que la esperanza arríe la bandera, totalmente confiado en que Lively, algún día, volvería a ser mía, en ese justo momento, mientras la observaba hablando divertida con su acompañante, en absoluto reacio ante tanta atención, quizás tocándose con sus piernas o pies debajo de la mesa mientras el tonto del capitán Daniels observaba la escena sin ser consciente de tal demostración de afecto, vi clara como la vela de un navío de primera clase a menos de un cable de distancia que era hora de poner fin a la situación, la mía en concreto con esa mujer. De este modo me levanté controlando mi brazo, que quería sacar el sable y rebanar el pescuezo a ese insolente y, ante la mirada estupefacta de la pareja, me excusé con nula convicción y me marché de allí con paso casi marcial, más para mantener el equilibrio que por mostrar dignidad.

El día acabó en mi cabina, con una botella de vino a mi lado y con la orden de que nadie me molestase, observando a través del ventanal el bosque de mástiles del puerto de Halifax, un espectáculo bello tras un día gris y nublado en mi interior.

A la mañana siguiente, y con un dolor de cabeza terrible, acompañado de mi habitual mal genio matutino, se presentó a bordo un guardiamarina con un sobre lacrado con mis nuevas órdenes, que no son otras que navegar hacia el sur en busca, nada menos, que de la temible USS Constitution, ya que hay rumores de que zarpará en breve de Boston, y el Almirantazago quiere controlar sus movimientos.

Nada menos que un enemigo hecho de acero enfrente, un barco temible, pero no me cabe duda de que un final a bordo de mi fragata y abatido por un adversario tan formidable es mucho mejor que caer fulminado ante los dictados del corazón.

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