viernes

El bosque de los robles

En Wood Fields (Portsmouth), el 29 de noviembre de 1814.

He recibido órdenes de presentarme en Plymouth dentro de tres días, de nuevo destinado a la HMS Circe en labores de escolta de un convoy que desembarcará tropas en el norte de España para hacer presión sobre el ejército francés en su retirada a su territorio.
Napoleón, según mis últimas noticias, busca una salida airosa con el Rey Fernando para anular uno de los frentes y centrarse en la coalición de rusos, austriacos y demás que llega desde el norte dispuesto a arrasar desde Brest a Tolón.
En caso de que el gran Corso se salga con la suya, muchos serían los perjudicados, desde los españoles que claman venganza a nosotros, ya que nos veríamos obligados a retirarnos y buscar otro lugar por donde atacar Francia y 'pelear' con nuestros aliados por ser los primeros en alcanzar la gloria: París.

Amo el mar por encima de todas las cosas, pero también los pequeños placeres de tierra firme, y es por eso que antes de embarcarme decidí pasar el día de ayer en un pequeño bosque de robles centenarios, a unas horas de camino de mi casa, y hacia allá fui cargado con mi fagot dispuesto a relajarme con la intención de dar sentido a alguna melodía, tratando de recordar las clases del señor Volkan.

Tarde más de lo esperado en llegar a mi destino, y lo hice sin aliento. Bebí agua en un arroyo cercano y me senté debajo de uno de los hermosos y grandes árboles centenarios. Reflexioné sobre mi lamentable estado de forma, en gran parte debido a mi desmedido peso. Me he visto en la obligación de arreglar mi uniforme para poder encajar en él sin parecer un fantoche, y creo que tendré que plantearme el volver a dar mis 3.000 pasos sobre el alcázar de la Circe. Con estos pensamientos me quedé dormido al son del canto de un cuco que sonaba en la lejanía.

"... me senté debajo de uno de los hermosos y grandes árboles centenarios..."

Desperté con el cambio de viento. Los marinos somos capaces de dormir profundamente y abrir los ojos ante circunstancias de este tipo, totalmente despejado, como si llevara despierto desde mi llegada. Comprobé echando un vistazo a la posición del sol que había pasado el mediodía, y que el viento había rolado, suavemente, dirección sur. Calculé de manera automática cuánto tardaríamos en llegar con este viento a la costa española, y tras repasar mentalmente las notas y quedar satisfecho con el resultado, armé el fagot y comencé a tocar con el único acompañamiento del susurro de las hojas y el chirriar de algún insecto en busca de compañía.

Es curioso que eligiera el fagot para adentrarme en el mundo de la música, un instrumento que por sí solo es poco brillante, dependiendo sobre todo de sus acompañantes, casi siempre el clarinete y el oboe cuando de tríos se trata, aportando esa 'nota' melancólica y quizás triste de una sinfonía.

Dicen que los animales se parecen a sus dueños, y quizás con los instrumentos pasa algo parecido. Soy una persona que no gusta de destacar en las reuniones, siempre en un segundo plano, un mero espectador, más amigo de colaborar con el grupo en vez de tomar la iniciativa. Quizás por eso sigo al mando de una fragata de 28 cañones y no comando un navío de línea.
Y eso sin contar con la eterna tristeza que me embarga y que sólo a ratos logro esconder, como la basura debajo de la alfombra, y sobre todo en el alcázar de mi barco, en donde trato de compensar esa falta de energía y carisma con ira y agresividad, lo que también le hace uno ganarse si no el respeto, el temor de la tripulación, válido a la hora de que sepan quién es el subordinado.

Tras hacer una pausa en mi ejercicio de improvisación y comer vorazmente la viandas que traía en mi zurrón, como si no hubiera un mañana, volví a dormir, relajado, con la tripa llena, bien agarrado a mi fagot, como cuando era guardiamaria y lo hacía aferrado a un trozo de queso o cecina por si mis compañeros de camareta quisieran paliar su hambre a costa de la mía.

Desperté con el sol cayendo más allá de las colinas y emprendí el camino de vuelta a paso ligero, ya que no es bueno andar por ciertos caminos de noche, y menos cuando me había dejado el sable y mis pistolas en casa al ir demasiado cargado de peso.
Afortunadamente la vuelta a casa no trajo novedad alguna, ya que no me crucé con nadie, acompañado por las estrellas que comenzaban a brotar en el cielo como caracoles tras la lluvia, amenizando el camino recitando de memoria los nombres de las constelaciones y pidiendo deseos a las estrellas fugaces.

"(...) recitando de memoria los nombres de las constelaciones (...)"

Una vez bajo mi techo, comí las sobras de mis provisiones disfrutando del chirriar de los grillos en el porche, pensando en seres queridos que ya no están pero que lo siguen siendo, combates pasados, perdidos y ganados, mientras volvía a tomar el fagot para improvisar algunas notas que sonaban como el ronquido de un gigante en la soledad de la noche.

Tras tomar un baño me fui al lecho, añorando ser mecido por las olas del mar, pero satisfecho y agotado tras un largo día de dulce soledad, de amor propio y paz.