lunes

La calma tras la tempestad

En Wood Fields (Hampshire), el 28 de octubre de 1814

El regreso a casa siempre sirve para despejarle a unos las ideas. Tras la tormenta llega la calma, decimos los hombres de mar, y bien es cierto que he creído en algunas travesías que la fragata se iba a partir por la mitad, y a la mañana siguiente el mar estaba tan en calma que uno de verdad se llegaba a preguntar si había vivido simplemente una pesadilla.

Esta mañana me he dado un paseo reparador. Aunque me muevo con dificultad y los dolores son intensos y agudos, tengo comprobado que es peor estar un día entero en cama rumiando mi angustia que tomar el bastón y pasear cuando el sol comienza a emerger. A la noche el dolor sigue siendo intenso, pero el haber disfrutado del aire libre hace que todo se vea diferente: se siente uno más vivo, por decirlo de alguna forma.

Sí, sé que había decidido dejar de escribir en mi diario. Pero como he dicho bastan unos días de calma y sosiego para reconciliarse un poco con la vida, sobre todo porque el escribir se convierte en poco menos que una necesidad, con este diario como un amigo paciente y que sabe oír, que no te juzgará por tus actos y te abandonará ante la oferta de un mejor postor.

Y es que estos días de paseos y reflexiones también sirven para que uno sea verdaderamente consciente de que las relaciones humanas en la sociedad dependen, en su mayoría, del grado de conveniencia del momento, y el que hoy se muestra como tu mejor aliado mañana pasará al lado de tu lápida sin mutar el gesto.

"(...) continúo en la soledad de mi retiro (...)"

Tras mi grave accidente y mi estancia en mi casa mientras me recupero de mis lesiones, el único que me acompaña es Vincenzo, que incluso es capaz de abandonar (temporalmente) a su familia mientras me acompaña en estos momentos en donde, todavía, no puedo valerme por mí mismo para acciones de lo más cotidianas como es el darse un baño.

La lista de personas que pueden decir que son o han sido mis amigos es larga, pero entre la distancia, las afrentas reales e inventadas, y decisiones egoístas como escribía antes, me han llevado a ser plenamente consciente de la futilidad de las promesas.

De este modo continúo en la soledad de mi retiro, leyendo las historietas del Weekley Meseger que me envían desde Londres para entretenerme, lejos de los temas más trascendentales, como la guerra y la política. 
Por supuesto tampoco me olvido de continuar las prácticas con mi fagot, momento que siempre aprovecha Vincenzo para ausentarse y podar así las flores del jardín.

Un intento de reconciliarme con la vida, a la espera de lo que me depare el incierto futuro, por ahora, lejos de las olas y vientos del mar. 

miércoles

Epílogo


La guerra terminó. Las tropas aliadas entraron triunfalmente en París y Bonaparte fue desterrado a la Isla de Elba, un pequeño trozo de tierra sin valor frente a la península de Italia. Tantos años de batallas, penas y alegrías, derrotas y victorias, gritos de euforia y de dolor, quedan ya en el olvido. La paz vuelve a 'reinar' en Europa. 

No cabe duda de que hemos vivido un periodo histórico. Un sólo hombre y su genio militar han tenido en vilo a millones de personas, y sólo una alianza entre los países más poderosos del continente ha conseguido acabar con este nuevo Alejandro, que a pesar de ser nuestro enemigo ha demostrado ser un émulo de Marte, un señor de la guerra cuyas tropas se han extendido de una forma imparable, como una plaga de ratones en una bodega repleta de grano.

Pero se acabó. La monarquía volverá a Francia mientras Napoleón se pudre en su retiro, y los hombres de mar y guerra como yo engordaremos y sacaremos brillo a nuestros sables para lucirnos en fiestas, en donde las batallas pasarán a ser recuerdos y anécdotas, recordando los buenos momentos y los amigos perdidos con nostalgia.

Un periodo histórico que he vivido inmerso en una nube negra de dolor y delirios. 

"... echamos los botes al agua..."
 El 20 de febrero, tal como relataba en la última página de mi diario, echamos los botes al agua para encontrar la mejor forma de cruzar las tropas de tierra a través del infierno de olas y espuma de la desembocadura del rio Adour.
Miles de 'langostas' esperaban en la orilla, atentos y tensos ante el espectáculo de ver un enjambre de pequeñas embarcaciones adentrarse en esa pesadilla blanca mientras desde las murallas de Bayona rezaban a Neptuno para lanzarnos a las profundidades y las rocas para encontrar nuestra perdición. Lo consiguieron en parte. 

El primero en intentarlo fue el capitán O'Reilly, del bergantín Lyra. Una ola levantó el pequeño bote y él y su tripulación saltaron por los aires. Afortunadamente todos llegaron sanos y salto a la costa. De reojo observé a mis hombres, todos marineros de primera que esperaban atentos con sus remos sin tocar agua. Sus rostros, a bordo de nuestro bote, eran inexpresivos.

Después le llegó el turno al teniente George Cheyne, del Woorlark. A punto estaba de ganar la costa en donde le esperaban las tropas de tierra cuando un fuerte ola hizo que el bote virase sin control, girase y volcase y se lo tragara un remolino sin que pudiéramos observar si alguno de sus hombres había sobrevivido al naufragio. Un suceso funesto que motivó que otros botes que se preparaban para intentar el cruce, se diesen la vuelta.

La desesperación parecía adueñarse de la flota, y ya veía las primeras señales en el tope del Porcupine, quizás ordenando el regreso y abortar la misión, cuando mis hombres comenzaron a lanzar 'hurras' ante mi sobresalto: allí estaba, timón en mano y gesto fiero, impoluto con su uniforme pese a la espuma que azotaba su rostro, mi primer oficial, Jack Byron, preparado y dispuesto a escribir otra página gloriosa en su carrera naval.

Su llegada a la orilla fue recibida por mil bocas que cantaban su gesta, y el rugido de la flota y la tropa se hizo extensivo a toda la desembocadura cuando mi teniente logró cruzar al primer grupo de soldados al otro lado del río sanos y a salvo. 

Esto espoleó el ánimo del resto de las embarcaciones, cuyos oficiales comenzaron a buscar la forma de imitar a mi teniente, siguiendo el rastro de su estela para hallar el camino en el laberinto mortal de agua que era el estuario, algunos con más fortuna que otros, pero sin apenas sufrir bajas en la tropa que, horas más tarde, ganaría Bayona.

Pero aún quedaba yo. Cuando ya me preparaba para tocar tierra una vez superadas las primeras dificultades, y ya distinguía los rostros de los hombres que nos esperaban en la isla, una ola terriblemente grande nos lanzó por los aires para convertir en negro la inmensidad blanca que me rodeaba.

Para cuando recobré la conciencia, me hallaba en una cama a la luz de una solitaria vela, sin percibir el vaivén de las olas y con el rostro enjuto y visiblemente aliviado de mi fiel sirviente, Vincenzo, que a pesar de ser duro como una maroma no puedo evitar una alegría desbordada que acabó con lágrimas en sus ojos.

Los recuerdos anteriores son sólo una nube negra de dolor y rostros fantasmales en la niebla que me hablaban constantemente sin que entendiera una maldita palabra. 
Pero lo peor de todo al recobrar el sentido fue no sentir nada. No podía moverme y la sensación de impotencia y angustia fue tal que Vincenzo llamó a voces a una persona que no reconocí y que me dio una buena dosis de láudano para que me tranquilizase.

Dos días después, dominada en parte mi desazón, apareció mi teniente Byron. Curiosamente, pese a que mi lucidez no era todavía completa, sí pude distinguir sus charreteras de capitán, por lo que sin saber muy bien aún qué ocurría le felicité por su ascenso con un balbuceo.
Con su habitual rostro pétreo, sin mostrar emoción alguna, me explicó cómo me rescataron del agua, medio ahogado y agarrado al resto de un madero del bote. Un par de hombres corrieron mi suerte. Del resto, a día de hoy, no se ha vuelto a saber.

Vincenzo me explicó que estuve dos semanas que parecía más muerto que vivo, con las piernas rotas, un par de vértebras también, y aún agua en mis pulmones.
Pero peor que el dolor lacerante a cada movimiento o la absoluta sensación de impotencia al estar atrapado en una cama y en una habitación de la que no pude salir, sintiéndome como un interno e Bedlam mientras me aseaban al no ser capaz de valerme por mí mismo, fue la absoluta sensación de soledad.

Durante el proceso de recuperación tuve demasiado tiempo para pensar, e hice repaso de todas aquellas personas que pasaron por mi vida dejando huella, algunas más visibles que otras, aprendiendo de todas y cada una ellas, de las alegrías y de las penas, empezando por mi querida y añorada Lively y pasando por otros tantos cuyos nombres no escribiré en esta página para que su recuerdo no acuda esta noche a mis sueños como murciélagos buscando insectos.

Una vez el médico a mi cargo consideró que me encontraba en mejores condiciones me trasladaron hasta mi casa en Wood Fields, de nuevo en compañía de Vincenzo, que me ayuda con todas las tareas del hogar, ya que aún no puedo moverme con facilidad y además mi mano derecha ha perdido parte de movilidad. El dolor en el pecho, como un gorgoteo cada vez que inspiro profundamente, continúa ahí.

Tras recibir la visita de un teniente de fragata, emisario del Almirantazgo desde Londres, que evaluó mi estado, días después recibí la temida carta de que ya no me consideran apto para el servicio. Con mucha palabrería que en estos momentos me resulta insultante, me informaban de que a partir de ahora formaré parte del "glorioso" grupo de pensionistas que vivirá de la limosna del país tras haber entregado a la patria los mejores años de mi vida y mi salud.


"... observo las suaves colinas de Hampshire..."

¿Y ahora qué? En estos momentos, mientras observo las suaves colinas de Hampshire extenderse bajo un cielo gris pálido, me doy cuenta de que todo ha dejado de tener sentido.

Mi vida era la Marina Real, y ya no formo parte de ella. Mis amigos me dejaron de lado y Lively, el amor de mi vida, es sólo un recuerdo que comienza a esfumarse en el recuerdo como un terrón de azúcar en el café.
Sólo Vincenzo sigue aquí, atento y cariñoso a su modo, pese a sus rudos modales tras toda una vida en alta mar.

Con el fin de la guerra y también el de mi carrera militar, y suponiendo un esfuerzo notable cada línea que escribo en este diario, creo que ha llegado el momento de cerrar la última página después de siete años reflejando con tinta y papel sentimientos de todo tipo, felices y tristes.
Tampoco sé qué haré con este diario, el diario de un oficial de marina sin gloria, que no le importa a nadie, sin valor, y que a buen seguro acabará cogiendo polvo en una estantería de mi casa, o bien ardiendo en la leña de mi chimenea en una noche en donde los efectos del alcohol derroten a la razón.

Así que me despido con estas líneas, sin mayor ceremonia, ante la incertidumbre del futuro, el peso del pasado y la realidad de un presente desalentador.

Capitán Vincent Richard Daniels, en Wood Fields (Hampshire), el miércoles 18 de septiembre de 1814.


martes

Desembarco

Frente a la desembocadura del río Adour, en Francia, el 11 de febrero de 1814. A bordo de la HMS Circe

La fragata da profundos cabeceos en estas aguas frías mientras el resto de la pequeña escuadra la imita bajo un cielo cargado de nubes gordas y grises como un manto de plomo. Escribo estas líneas observando la espuma de la desembocadura, surcada por botes de otras tripulaciones que sondean las aguas para valorar los riesgos de nuestra empresa.

Aún no hemos avistado el ejército de tierra, aunque mi teniente Byron realiza prácticas diarias alrededor de la fragata con los hombres más capaces y fuertes, pues considera que será fundamental a la hora de bogar en ese laberinto de remolinos y rocas en donde cualquier despiste es pase garantizado para Fiddler's Green.

En cuanto a mí estoy algo desconcertado aún por mi propio comportamiento, con todo el cuerpo dolorido y feos moretones en la cara que el cirujano de a bordo se ha limitado a curar sin hacer preguntas, pues si bien no es el mejor que uno se pueda encontrar en la flota, sí lleva muchos años embarcado y sabe muy bien cuándo mostrar discreción.

Todo ocurrió después de una noche en donde empecé a beber como si no hubiera un mañana. Me sentía solo y triste, en mi cabina, recordando a Lively, a amigos que ya no están, a un futuro incierto ahora que la guerra está cerca de concluir...; demasiada carga para un solo hombre que no tuvo más remedio en ese momento que buscar a la desesperada una vía de escape en forma de vino.

Sin embargo, con la obstinación de los borrachos, decidí que quería compañía femenina. Así de simple. Así de absurdo. Entre profundas reflexiones existencialistas, sólo quedaba el desahogo.

Demasiado tiempo a bordo. Un hombre tiene sus necesidades, y aunque en este sentido siempre he sido una persona que ha sabido mantener la compostura, rigiéndome por una absurda fidelidad a Lively pese a no saber en qué alcoba pasa cada noche, en este momento al que me refiero decidí que necesitaba desesperadamente contacto corporal y sentirme 'humano', dejar de lado por un momento las responsabilidades y la fachada de un capitán que tiene a su cargo la vida de cientos de hombres.

Así es que muy entrada la noche me vestí con ropas de civil, que siempre guardo en mi armario, y le pedí a Vincenzo que buscara hombres de confianza para llevarme a tierra.
Mi fiel sirviente nunca duerme hasta que oye mis ronquidos, y por supuesto estaba detrás de la puerta de mi cabina en cuanto la abrí. Estuvo cerca de decirme algo, pero con la boca abierta y la lámpara en la mano, la volvió a cerrar un par de veces, como un pez fuera del agua, y optó por callar ante el gesto de mi cara, que no creo que fuera digno de Whitehall en esos momentos.


"(...) el reflejo de una débil luna entre las nubes (...)"

Cuando salimos a cubierta apenas había luz. Instintivamente miré hacia las velas, sueltas y pálidas como un sudario mecido por el viento. El reflejo de una débil luna entre las nubes le daban un aspecto siniestro. Calma absoluta y ni una pizca de viento.
Tampoco vi a nadie de guardia. Lo único que se pudo oír fue una carcajada lejana en alguno de los navíos que nos acompañaban.
Vincenzo había hecho bien su trabajo.

Hacía algo de fresco, me estremecí y en seguida noté cómo me colocaban discretamente un capote por encima de mis hombros.
Descendí por el costado de babor hasta el chinchorro que ahí me esperaba. El propio Vincenzo subió a bordo. Unos hombres ocultos por las sombras de la noche esperaban. Los identifiqué al instante, me saludaron llevándose los nudillos a la frente y a lo orden de mi sirviente, el más veterano en esos momentos, el pequeño bote comenzó a bogar hacia tierra.

Tal silencio, tanta oscuridad y aquellas sombras observándome en el bote me hicieron creer en algún momento que estaba en el Río Aqueronte, y que la figura aferrada a la caña me pediría en cualquier momento el óbolo alargando su cadavérico brazo. 

Tan sumido estaban en estos pensamientos que me sobresalté al notar el roce de la arena con el casco. Acto seguido desembarcamos en la arena, y mientras algunos de mis hombres ocultaban el bote y se preparaban para la espera, yo me adentré en tierra acompañado por Paul, uno de los gavieros del mayor, francés monárquico por convicción y que me guió a través de la oscuridad y de los árboles hasta un pequeño pueblo no muy lejos de la costa. 

Antes detuve un instante a Paul para recordarle, si acaso era necesario, que cualquier falta de discreción por su parte de regreso a la Circe lo pagaría con conséquences fatales, y me tuvo que entender perfectamente, ya que tropezó un par de veces mientras continuamos el camino.

Llegamos a un conglomerado de casas de piedra que olía a leña. La caminata había hecho que los efectos del alcohol empezaran a disiparse, y por tanto comenzaba a arrepentirme de estar ahí, y cuando entramos en lo que parecía ser una especie de tasca habitada por varios hombres de aspecto sombrío, enfundados en abrigos de piel y miradas inquisidoras, ya me sentía completamente fresco.


"Llegamos a un conglomerado de casas de piedra que olían a leña."

Me sentaron en una mesa y me sirvieron en un vaso de barro algo parecido al vino. Mientras Paul hablaba con uno de los parroquianos, y tras unos minutos de tensa espera, el susodicho volvió a aparecer con una niña que no llegaría a los 15 años, ojos azules y muy grandes, trenzas y con un vestido azul deshilachado que le quedaba algo pequeño. Parecía una muñeca de trapo.

Cuando el grupo se acercaba hacia mí, oí perfectamente al hombre que acompañaba a Paul y a la niña decir en francés una cifra en guineas, y sentí de pronto tal náusea que vomité sobre la mesa todo lo que había bebido durante la noche y, sin pensármelo un momento y ante la barbaridad que ese tipo pensaba que yo estaba dispuesto a hacer, no tuve otra forma de mostrar mi disconformidad al respecto que partiéndole una de las sillas en la cabeza. Sus amigos respondieron en consecuencia, saltando contra mí mientras la niña salía corriendo y Paul acudía en auxilio de su capitán.

Tras algunos intercambios de impresiones, muy dolorosos, conseguimos escapar de allí de vuelta a la orilla perseguido por una auténtica horda de lugareños, algunos armados con hoces, palos, rastrillos y todo lo que pudieron encontrar, una huida que no fue fácil, ya que Paul fue herido por arma blanca y se desangraba sin que hubiera tiempo para cerrarle la fea herida que tenía debajo de la axila.
Afortunadamente los hombres de mi bote acudieron en nuestra ayuda cuando ya teníamos casi ganada la costa, armados con cabos y remos, y los lugareños huyeron como alma que lleva el diablo entre vítores de los míos.

Desde luego no me puedo sentir orgulloso. Ha sido una locura. 
Afortunadamente Paul se recupera, y según me cuenta Vincenzo su versión es que se cortó sin querer mientras limpiaba y pulía las armas de abordaje.
Por mi parte descarto cualquier intento de repetir semejante aventura, limitaré mis encuentros con la botella y optaré por dedicar más tiempo a la lectura y la escritura, por mi bien y el de mi tripulación.



miércoles

El río Adour

Frente a la desembocadura del río Adour, en Francia, el 22 de enero de 1814. A bordo de la HMS Circe

Comienza a oscurecer mientras veo perfectamente a través del ventanal cómo comienzan a encender las luces del 74 cañones Porcupine, donde he almorzado junto al contraalmirante Charles Vinicombe Penrose y su capitán de bandera, John Coode, así como otros oficiales de esta pequeña flota improvisada que fondea frente a la desembocadura del río Adour.

En un ambiente distendido, y a falta de una reunión más formal que tendrá lugar dentro de una semana, el contraalmirante nos ha informado de los motivos de este particular encuentro de embarcaciones, en su mayor parte, de escaso tamaño, en donde el Porcupine y la propia Circe, con sus 28 cañones, son las naves de mayor potencial ofensivo.


"(...) particular encuentro de embarcaciones de escaso tampaño (...)"

El contraalmirante nos ha explicado por encima nuestra misión, en la cual está puesto "el honor de toda la armada", ha llegado a asegurar superado el cuarto brindis por el Rey.

El ejército francés sigue retrocediendo, y aunque se encuentra con dos frentes, el formado por ingleses, españoles y portugueses llegando desde el sur, y la coalición del norte con austro-húngaros y rusos envalentonados tras la victoria en Leipzig, sigue siendo igual de peligroso, ya que nos informan de que Napoleón cuenta con cerca de 80.000 hombres, a los que hay que sumar los cerca de 50.000 del mariscal Soult, enfrente de nuestras mismas narices tras ser rechazados de la península ibérica.

Es por ello que el general Wellesley ha marcado en rojo en su campaña la toma de la ciudad fortificada de Bayona, pieza clave para nuestro avance hacia París, para lo cual es fundamental el cruce del río Adour: Es ahí en donde entramos nosotros, la armada.

"Señores, el futuro de Inglaterra está en nuestras manos". Es difícil mantener la compostura, y más aún cuando has acabado con varias botellas de la mejor despensa del capitán Coode, pero he de decir que ante estas palabras pomposas fui capaz de levantar mi copa y sonreír con complicidad, mirando de reojo a mi teniente Byron, cuya gesto inexpresivo y falto de humanidad hacía desaparecer de golpe toda hilaridad que pudiera haber producido en mí el alcohol.

Afortunadamente mantuvo la compostura, mucho más que el teniente Cheyne, del bergantín Woodlark, que se quedó dormido, o el capitán Elliot, del Martial, que comenzó a contar una interminable anécdota que fue ignorada sin que eso pareciera importarle, pues acabó con su perorata y riendo a carcajadas, haciendo caso omiso de la mirada asesina de Coode.


Ya en cubierta del 74, y tomando el fresco, el capitán O'Reilly, del bergantín Lyra, me contó que había oído que el general Wellesley está haciéndose con todo lo que flota en muchos kilómetros a la redonda, por las buenas y por las malas, para hacer pasar así a sus hombres al otro lado del Adour y tomar por sorpresa Bayona, que según cuentan es una plaza perfectamente preparada para resistir un largo asedio.

"(...) existe el riesgo de volcar en estas peligrosas aguas".
El problema de este plan es que el cruce no será fácil. La desembocadura tiene bancos de arena y en los tres días que llevamos aquí el oleaje hará muy complicado el cruzarlo de una ribera a otra, para lo que hará falta embarcaciones de escaso calado, ya que existe el riesgo de volcar en estas peligrosas y traicioneras aguas.

Ahora en mi cabina escribo tranquilamente estas páginas mientras me tomo una taza de café y me preparo para cenar algo y dormir, contento de poder disfrutar de algo de acción tras varios días de aburrimiento a bordo de la fragata, dedicado a dar mis pasos por el alcázar ante la mirada divertida de mis hombres.

San Sebastián

En Brest, el 8 de enero de 1814. A bordo de la HMS Circe. 

Mi lealtad a mi país y a mi rey es inquebrantable, pero ciertamente puedo decir que esta semana he sido sometido a una dura prueba, y no me pronunciaré más sobre mis sentimientos por si este diario llega a malas manos.

Tal como esperaba la flota de transportes llegó a las costas españolas sin problemas, concretamente en el puerto de San Sebastián, bella ciudad que, para mi sorpresa, presentaba un aspecto espeluznante, más propio del Apocalipsis.

A pesar de que esperaba ser recibido como un héroe después de que las tropas inglesas y portuguesas tomasen la plaza a los franceses en septiembre del año pasado, nos hemos encontrados con una población hostil, que si bien se ha mostrado respetuosa en las formas, dicen que los ojos son el espejo del alma, y es cierto que hay miradas que, si fuera posible, matarían.

Habíamos comenzado a mover el cabestrante cuando avistamos un bote llegando desde tierra firme y a bordo un cabo con órdenes del general Graham para impedir que la tropa desembarcase en la ciudad y lo hiciera en un lugar más apartado. Afortunadamente conozco un lugar, una cala en Murguita, no lejos de San Sebastián, en la que ya estuve hace varios años.

Invité al cabo a mi cabina para tomar un clarete y tratar de averiguar así el misterioso cambio de planes, y tras un par de brindis por el rey y por la victoria ante los franceses, se le fue desatando la lengua hasta que me fue contando con detalle los pormenores que han convertido a San Sebastián en un yermo de madera quemada y resentimiento.

Con el 'langosta' de nuevo en el bote (al tercer intento) y la Circe con las velas desplegadas y proa a Murguita, y tras pasear por el alcázar sumido en profundas reflexiones, relaté al teniente Byron el escalofriante relato del cabo, y a pesar de que Jack es comedido a la hora de expresar sus sentimientos, no pudo evitar que su mirada se ensombreciese e incluso blasfemase en un susurro, lo que ignoré al comprender que la impotencia le embargaba, como era mi propio caso.

Los franceses ofrecieron una dura resistencia cuando las tropas de Graham llegaron a San Sebastián. Tuvieron que pasar muchos días hasta que se retiraron. Relataba el cabo que tan duro fue el asedio que tomada la ciudad la tropa la emprendió con los propios españoles, que salían a saludar a sus 'héroes' recibiendo como respuesta disparos y golpes. El cabo, que estuvo presente, contó que unos portugueses encontraron un almacén atestado de vino, repartido entre la tropa que, ebria, se comportó como una masa salvaje que se dejó llevar por una espiral de destrucción.

Las mujeres, de todas las edades, no se salvaron de esta locura, tomadas en cualquier lugar ante la mirada atónita de los oficiales, que, juraba el cabo, intentaba una y otra vez impedir la masacre pero con escaso éxito.



"los franceses ofrecieron una dura resistencia"


Pero lo peor estaba por llegar, ya que un incendio se propagó sin que nadie tomara un cubo de agua para aplacarlo, y las llamas consumieron la práctica totalidad de la ciudad, cientos de casas, librándose, y aquí el cabo se sonrojó y no fue por culpa únicamente del vino, la calle Trinidad, curiosamente donde los oficiales ingleses habían situado sus residencias.

Una semana duró esta episodio que parecía rememorar la toma de Jerusalén por los cruzados, un ejemplo más de la barbarie de la guerra y del hilo fino, finísimo, que separa la gloria de la batalla de los más bajos instintos humanos, la peor versión del hombre.

Escribo estas letras mientras la Circe cabecea suavemente frente a la ciudad de Brest, con la flota en funciones de bloqueo y a la espera de nuevas órdenes, viendo en mis sueños una ciudad envuelta en una niebla roja y amarilla sumida en los gritos desesperados de los inocentes.