martes

Desembarco

Frente a la desembocadura del río Adour, en Francia, el 11 de febrero de 1814. A bordo de la HMS Circe

La fragata da profundos cabeceos en estas aguas frías mientras el resto de la pequeña escuadra la imita bajo un cielo cargado de nubes gordas y grises como un manto de plomo. Escribo estas líneas observando la espuma de la desembocadura, surcada por botes de otras tripulaciones que sondean las aguas para valorar los riesgos de nuestra empresa.

Aún no hemos avistado el ejército de tierra, aunque mi teniente Byron realiza prácticas diarias alrededor de la fragata con los hombres más capaces y fuertes, pues considera que será fundamental a la hora de bogar en ese laberinto de remolinos y rocas en donde cualquier despiste es pase garantizado para Fiddler's Green.

En cuanto a mí estoy algo desconcertado aún por mi propio comportamiento, con todo el cuerpo dolorido y feos moretones en la cara que el cirujano de a bordo se ha limitado a curar sin hacer preguntas, pues si bien no es el mejor que uno se pueda encontrar en la flota, sí lleva muchos años embarcado y sabe muy bien cuándo mostrar discreción.

Todo ocurrió después de una noche en donde empecé a beber como si no hubiera un mañana. Me sentía solo y triste, en mi cabina, recordando a Lively, a amigos que ya no están, a un futuro incierto ahora que la guerra está cerca de concluir...; demasiada carga para un solo hombre que no tuvo más remedio en ese momento que buscar a la desesperada una vía de escape en forma de vino.

Sin embargo, con la obstinación de los borrachos, decidí que quería compañía femenina. Así de simple. Así de absurdo. Entre profundas reflexiones existencialistas, sólo quedaba el desahogo.

Demasiado tiempo a bordo. Un hombre tiene sus necesidades, y aunque en este sentido siempre he sido una persona que ha sabido mantener la compostura, rigiéndome por una absurda fidelidad a Lively pese a no saber en qué alcoba pasa cada noche, en este momento al que me refiero decidí que necesitaba desesperadamente contacto corporal y sentirme 'humano', dejar de lado por un momento las responsabilidades y la fachada de un capitán que tiene a su cargo la vida de cientos de hombres.

Así es que muy entrada la noche me vestí con ropas de civil, que siempre guardo en mi armario, y le pedí a Vincenzo que buscara hombres de confianza para llevarme a tierra.
Mi fiel sirviente nunca duerme hasta que oye mis ronquidos, y por supuesto estaba detrás de la puerta de mi cabina en cuanto la abrí. Estuvo cerca de decirme algo, pero con la boca abierta y la lámpara en la mano, la volvió a cerrar un par de veces, como un pez fuera del agua, y optó por callar ante el gesto de mi cara, que no creo que fuera digno de Whitehall en esos momentos.


"(...) el reflejo de una débil luna entre las nubes (...)"

Cuando salimos a cubierta apenas había luz. Instintivamente miré hacia las velas, sueltas y pálidas como un sudario mecido por el viento. El reflejo de una débil luna entre las nubes le daban un aspecto siniestro. Calma absoluta y ni una pizca de viento.
Tampoco vi a nadie de guardia. Lo único que se pudo oír fue una carcajada lejana en alguno de los navíos que nos acompañaban.
Vincenzo había hecho bien su trabajo.

Hacía algo de fresco, me estremecí y en seguida noté cómo me colocaban discretamente un capote por encima de mis hombros.
Descendí por el costado de babor hasta el chinchorro que ahí me esperaba. El propio Vincenzo subió a bordo. Unos hombres ocultos por las sombras de la noche esperaban. Los identifiqué al instante, me saludaron llevándose los nudillos a la frente y a lo orden de mi sirviente, el más veterano en esos momentos, el pequeño bote comenzó a bogar hacia tierra.

Tal silencio, tanta oscuridad y aquellas sombras observándome en el bote me hicieron creer en algún momento que estaba en el Río Aqueronte, y que la figura aferrada a la caña me pediría en cualquier momento el óbolo alargando su cadavérico brazo. 

Tan sumido estaban en estos pensamientos que me sobresalté al notar el roce de la arena con el casco. Acto seguido desembarcamos en la arena, y mientras algunos de mis hombres ocultaban el bote y se preparaban para la espera, yo me adentré en tierra acompañado por Paul, uno de los gavieros del mayor, francés monárquico por convicción y que me guió a través de la oscuridad y de los árboles hasta un pequeño pueblo no muy lejos de la costa. 

Antes detuve un instante a Paul para recordarle, si acaso era necesario, que cualquier falta de discreción por su parte de regreso a la Circe lo pagaría con conséquences fatales, y me tuvo que entender perfectamente, ya que tropezó un par de veces mientras continuamos el camino.

Llegamos a un conglomerado de casas de piedra que olía a leña. La caminata había hecho que los efectos del alcohol empezaran a disiparse, y por tanto comenzaba a arrepentirme de estar ahí, y cuando entramos en lo que parecía ser una especie de tasca habitada por varios hombres de aspecto sombrío, enfundados en abrigos de piel y miradas inquisidoras, ya me sentía completamente fresco.


"Llegamos a un conglomerado de casas de piedra que olían a leña."

Me sentaron en una mesa y me sirvieron en un vaso de barro algo parecido al vino. Mientras Paul hablaba con uno de los parroquianos, y tras unos minutos de tensa espera, el susodicho volvió a aparecer con una niña que no llegaría a los 15 años, ojos azules y muy grandes, trenzas y con un vestido azul deshilachado que le quedaba algo pequeño. Parecía una muñeca de trapo.

Cuando el grupo se acercaba hacia mí, oí perfectamente al hombre que acompañaba a Paul y a la niña decir en francés una cifra en guineas, y sentí de pronto tal náusea que vomité sobre la mesa todo lo que había bebido durante la noche y, sin pensármelo un momento y ante la barbaridad que ese tipo pensaba que yo estaba dispuesto a hacer, no tuve otra forma de mostrar mi disconformidad al respecto que partiéndole una de las sillas en la cabeza. Sus amigos respondieron en consecuencia, saltando contra mí mientras la niña salía corriendo y Paul acudía en auxilio de su capitán.

Tras algunos intercambios de impresiones, muy dolorosos, conseguimos escapar de allí de vuelta a la orilla perseguido por una auténtica horda de lugareños, algunos armados con hoces, palos, rastrillos y todo lo que pudieron encontrar, una huida que no fue fácil, ya que Paul fue herido por arma blanca y se desangraba sin que hubiera tiempo para cerrarle la fea herida que tenía debajo de la axila.
Afortunadamente los hombres de mi bote acudieron en nuestra ayuda cuando ya teníamos casi ganada la costa, armados con cabos y remos, y los lugareños huyeron como alma que lleva el diablo entre vítores de los míos.

Desde luego no me puedo sentir orgulloso. Ha sido una locura. 
Afortunadamente Paul se recupera, y según me cuenta Vincenzo su versión es que se cortó sin querer mientras limpiaba y pulía las armas de abordaje.
Por mi parte descarto cualquier intento de repetir semejante aventura, limitaré mis encuentros con la botella y optaré por dedicar más tiempo a la lectura y la escritura, por mi bien y el de mi tripulación.