miércoles

Epílogo


La guerra terminó. Las tropas aliadas entraron triunfalmente en París y Bonaparte fue desterrado a la Isla de Elba, un pequeño trozo de tierra sin valor frente a la península de Italia. Tantos años de batallas, penas y alegrías, derrotas y victorias, gritos de euforia y de dolor, quedan ya en el olvido. La paz vuelve a 'reinar' en Europa. 

No cabe duda de que hemos vivido un periodo histórico. Un sólo hombre y su genio militar han tenido en vilo a millones de personas, y sólo una alianza entre los países más poderosos del continente ha conseguido acabar con este nuevo Alejandro, que a pesar de ser nuestro enemigo ha demostrado ser un émulo de Marte, un señor de la guerra cuyas tropas se han extendido de una forma imparable, como una plaga de ratones en una bodega repleta de grano.

Pero se acabó. La monarquía volverá a Francia mientras Napoleón se pudre en su retiro, y los hombres de mar y guerra como yo engordaremos y sacaremos brillo a nuestros sables para lucirnos en fiestas, en donde las batallas pasarán a ser recuerdos y anécdotas, recordando los buenos momentos y los amigos perdidos con nostalgia.

Un periodo histórico que he vivido inmerso en una nube negra de dolor y delirios. 

"... echamos los botes al agua..."
 El 20 de febrero, tal como relataba en la última página de mi diario, echamos los botes al agua para encontrar la mejor forma de cruzar las tropas de tierra a través del infierno de olas y espuma de la desembocadura del rio Adour.
Miles de 'langostas' esperaban en la orilla, atentos y tensos ante el espectáculo de ver un enjambre de pequeñas embarcaciones adentrarse en esa pesadilla blanca mientras desde las murallas de Bayona rezaban a Neptuno para lanzarnos a las profundidades y las rocas para encontrar nuestra perdición. Lo consiguieron en parte. 

El primero en intentarlo fue el capitán O'Reilly, del bergantín Lyra. Una ola levantó el pequeño bote y él y su tripulación saltaron por los aires. Afortunadamente todos llegaron sanos y salto a la costa. De reojo observé a mis hombres, todos marineros de primera que esperaban atentos con sus remos sin tocar agua. Sus rostros, a bordo de nuestro bote, eran inexpresivos.

Después le llegó el turno al teniente George Cheyne, del Woorlark. A punto estaba de ganar la costa en donde le esperaban las tropas de tierra cuando un fuerte ola hizo que el bote virase sin control, girase y volcase y se lo tragara un remolino sin que pudiéramos observar si alguno de sus hombres había sobrevivido al naufragio. Un suceso funesto que motivó que otros botes que se preparaban para intentar el cruce, se diesen la vuelta.

La desesperación parecía adueñarse de la flota, y ya veía las primeras señales en el tope del Porcupine, quizás ordenando el regreso y abortar la misión, cuando mis hombres comenzaron a lanzar 'hurras' ante mi sobresalto: allí estaba, timón en mano y gesto fiero, impoluto con su uniforme pese a la espuma que azotaba su rostro, mi primer oficial, Jack Byron, preparado y dispuesto a escribir otra página gloriosa en su carrera naval.

Su llegada a la orilla fue recibida por mil bocas que cantaban su gesta, y el rugido de la flota y la tropa se hizo extensivo a toda la desembocadura cuando mi teniente logró cruzar al primer grupo de soldados al otro lado del río sanos y a salvo. 

Esto espoleó el ánimo del resto de las embarcaciones, cuyos oficiales comenzaron a buscar la forma de imitar a mi teniente, siguiendo el rastro de su estela para hallar el camino en el laberinto mortal de agua que era el estuario, algunos con más fortuna que otros, pero sin apenas sufrir bajas en la tropa que, horas más tarde, ganaría Bayona.

Pero aún quedaba yo. Cuando ya me preparaba para tocar tierra una vez superadas las primeras dificultades, y ya distinguía los rostros de los hombres que nos esperaban en la isla, una ola terriblemente grande nos lanzó por los aires para convertir en negro la inmensidad blanca que me rodeaba.

Para cuando recobré la conciencia, me hallaba en una cama a la luz de una solitaria vela, sin percibir el vaivén de las olas y con el rostro enjuto y visiblemente aliviado de mi fiel sirviente, Vincenzo, que a pesar de ser duro como una maroma no puedo evitar una alegría desbordada que acabó con lágrimas en sus ojos.

Los recuerdos anteriores son sólo una nube negra de dolor y rostros fantasmales en la niebla que me hablaban constantemente sin que entendiera una maldita palabra. 
Pero lo peor de todo al recobrar el sentido fue no sentir nada. No podía moverme y la sensación de impotencia y angustia fue tal que Vincenzo llamó a voces a una persona que no reconocí y que me dio una buena dosis de láudano para que me tranquilizase.

Dos días después, dominada en parte mi desazón, apareció mi teniente Byron. Curiosamente, pese a que mi lucidez no era todavía completa, sí pude distinguir sus charreteras de capitán, por lo que sin saber muy bien aún qué ocurría le felicité por su ascenso con un balbuceo.
Con su habitual rostro pétreo, sin mostrar emoción alguna, me explicó cómo me rescataron del agua, medio ahogado y agarrado al resto de un madero del bote. Un par de hombres corrieron mi suerte. Del resto, a día de hoy, no se ha vuelto a saber.

Vincenzo me explicó que estuve dos semanas que parecía más muerto que vivo, con las piernas rotas, un par de vértebras también, y aún agua en mis pulmones.
Pero peor que el dolor lacerante a cada movimiento o la absoluta sensación de impotencia al estar atrapado en una cama y en una habitación de la que no pude salir, sintiéndome como un interno e Bedlam mientras me aseaban al no ser capaz de valerme por mí mismo, fue la absoluta sensación de soledad.

Durante el proceso de recuperación tuve demasiado tiempo para pensar, e hice repaso de todas aquellas personas que pasaron por mi vida dejando huella, algunas más visibles que otras, aprendiendo de todas y cada una ellas, de las alegrías y de las penas, empezando por mi querida y añorada Lively y pasando por otros tantos cuyos nombres no escribiré en esta página para que su recuerdo no acuda esta noche a mis sueños como murciélagos buscando insectos.

Una vez el médico a mi cargo consideró que me encontraba en mejores condiciones me trasladaron hasta mi casa en Wood Fields, de nuevo en compañía de Vincenzo, que me ayuda con todas las tareas del hogar, ya que aún no puedo moverme con facilidad y además mi mano derecha ha perdido parte de movilidad. El dolor en el pecho, como un gorgoteo cada vez que inspiro profundamente, continúa ahí.

Tras recibir la visita de un teniente de fragata, emisario del Almirantazgo desde Londres, que evaluó mi estado, días después recibí la temida carta de que ya no me consideran apto para el servicio. Con mucha palabrería que en estos momentos me resulta insultante, me informaban de que a partir de ahora formaré parte del "glorioso" grupo de pensionistas que vivirá de la limosna del país tras haber entregado a la patria los mejores años de mi vida y mi salud.


"... observo las suaves colinas de Hampshire..."

¿Y ahora qué? En estos momentos, mientras observo las suaves colinas de Hampshire extenderse bajo un cielo gris pálido, me doy cuenta de que todo ha dejado de tener sentido.

Mi vida era la Marina Real, y ya no formo parte de ella. Mis amigos me dejaron de lado y Lively, el amor de mi vida, es sólo un recuerdo que comienza a esfumarse en el recuerdo como un terrón de azúcar en el café.
Sólo Vincenzo sigue aquí, atento y cariñoso a su modo, pese a sus rudos modales tras toda una vida en alta mar.

Con el fin de la guerra y también el de mi carrera militar, y suponiendo un esfuerzo notable cada línea que escribo en este diario, creo que ha llegado el momento de cerrar la última página después de siete años reflejando con tinta y papel sentimientos de todo tipo, felices y tristes.
Tampoco sé qué haré con este diario, el diario de un oficial de marina sin gloria, que no le importa a nadie, sin valor, y que a buen seguro acabará cogiendo polvo en una estantería de mi casa, o bien ardiendo en la leña de mi chimenea en una noche en donde los efectos del alcohol derroten a la razón.

Así que me despido con estas líneas, sin mayor ceremonia, ante la incertidumbre del futuro, el peso del pasado y la realidad de un presente desalentador.

Capitán Vincent Richard Daniels, en Wood Fields (Hampshire), el miércoles 18 de septiembre de 1814.