jueves

Lord Collingwood

En Gibraltar, el 31 de enero de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Dicen que después de la tempestad llega la calma, lo que no significa que se vayan del todo las nubes.

Tras el desagradable incidente con el teniente Byron, lo atamos bien al coy para que se moviera lo menos posible mientras la fragata seguían dando profundas e irregulares cabezadas.
Una vez el mar se volvió más practicable, y conforme se iban reuniendo en controlado desorden los buques de la escuadra, desde el insignia, el Ocean, se largó la señal de que el capitán de la Circe subiera a bordo, por lo que embarqué en mi falúa en un mar que no estaba aún tranquilo, y mi timonel falló dos veces antes de enganchar el bichero.

Ya a bordo, Lord Collingwood me recibió en su cabina. En cuanto vi su rostro, pálido, casi cetrino, y con una copa de agua junto a una cristalina jarra de cristal, comprendí que no sería una reunión agradable, ya que nuestro vicealmirante sufre de profundos dolores estomacales (según parece se le ha detectado una grave enfermedad) que le enturbian el carácter.
Me tuvo de pie varios minutos, ojeando papeles, carraspeando con discreción a la vez que mostraba un rictus de dolor en el rostro, y con la cabeza levemente inclinada de tal forma que el sol se reflejaba en su blanca cabeza y casi me deslumbraba.

Con su potente voz Lord Collingwood me pidió explicaciones de por qué había abandonado mi puesto junto a la costa tal como ordenó, ya que sería poco aconsejable para los intereses de la Royal Navy en el Mediterráneo que los buques al abrigo de las baterías de Tolón ganaran el mar. En un principio a punto estuve de explicarle que sería poco probable que lo intentaran dadas las horribles condiciones climatológicas, pero me mordí la lengua. Al fin y al cabo estaba hablando con un héroe de Trafalgar, y no me cabía duda de que le molestaría recibir una lección de un capitán de navío al mando de una pequeña fragata.
Por tanto opté por excusarme y explicar el riesgo que corría la Circe, ya que además tenía una reparación prácticamente recién efectuada tras nuestra incursión días anteriores en las inmediaciones de Tolón, donde las baterías casi nos destrozan.

Collingwood me miró por primera vez a los ojos, como si se hubiera dado cuenta de repente que fue mi fragata la que consiguió confirmar la información de la presencia de buques de poderoso porte en el puerto francés.
Tras un instante de meditación, tocó la campanilla, me ofreció un dulce oporto y me invitó a retirarme.
Ante de marcharme le expliqué el asunto del teniente Byron, que necesitaba ser atendido inmediatamente en tierra, ya que su estado era de serio peligro.
Tras unos instantes de meditación, el vicealmirante, que recordó el heroico papel del teniente en Tolón, dijo lo mucho que lo sentía y dio permiso para poner proa a Gibraltar.

Nada más llegar a un fondeadero atestado (la entrada de las fuerzas de Napoleón en España ha obligado a reforzar nuestras posiciones), y con los hombres al timón mostrando su habilidad para deslizarnos entre navíos de alto y bajo porte, enviamos a Byron a tierra, supervisando yo mismo su traslado, el cual se produjo sin mayores incidentes. Conseguimos una cama para el teniente en un lugar bastante limpio, el hospital de Nuestra Señora de los Desamparados, con monjas que ejercen con ternura de enfermeras.

Ahora he de plantearme a quién asciendo como primer oficial, ya que el Comandante del Puerto me ha explicado que no hay oficiales libres en estos momentos.
Seguramente será cuestión de continuar con la escala de mandos, aunque no es algo que me preocupe por ahora, al menos mucho.
Estamos en puerto amigo y sólo me apetece tumbarme en mi coy y descansar.

domingo

Trágico accidente

¿Frente a Tolón?, el 27 de enero de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Ayer fue un día horrible. Pocas veces he vivido algo así como capitán al mando de un buque de Su Majestad.
A día de hoy aún le doy vueltas a la cabeza, y durante mucho tiempo he estado sentado en mi escritorio sin hacer nada, mirando a través del ventanal el cielo oscurecido por nubes tan negras que convierten el día en noche. El mar está muy embravecido, con olas grandes y grises.
Por supuesto no hay rastro de la escuadra, que se han dispersado como gallinas en un corral cuando asoma su hocico el zorro.

El viernes, a primera hora de la mañana, el barómetro bajó de forma alarmante, y como soplaba viento del sureste y en ese instante veíamos Tolón a sotavento, se ordenó a la escuadra ganar mar abierto.
Dado que nuestro vicealmirante, Lord Collinwood, no quería correr el riesgo de que algún francés aprovechara la situación para salir del puerto y evitar el bloqueo (a costa de la integridad de su navío), me ordenaron mantener la Circe lo más cerca posible de la costa para evitar sorpresas.

En apenas unas horas ya teníamos encima un poderoso viento que nos obligó a tomar rizos y dejar los palos con el mínimo paño posible para permitir las maniobras sin que nos acercáramos demasiado a tierra.
Pero tras aguantar hasta la segunda guardia del cuartillo, la situación era ya insostenible, por lo que antes de que fuera imposible gobernar la fragata, viramos hacia el sur, sufriendo como nunca para ganar cada pulgada en una ceñida agónica.

El temporal duró toda la noche y ayer seguía arreciando fuerte, muy fuerte.
En la guardia de mañana fue imposible tomar la medición del mediodía, y tras ceder el mando al teniente Byron fui a mi cabina a descansar tras haber pasado toda la noche en vela.
Vincenzo me preparó un té bien caliente, y me tumbé en el coy para engañar a mi cuerpo y hacerle creer que descansaba. Pero el que me engañó fue él, y antes de que me diera cuenta me dormí en un sueño corto y profundo.

Como al que rescatan de un pozo, uno de los guardiamarinas que tenemos a bordo, el señor Evans, me despertó rogándome que subiera a cubierta inmediatamente.
Conforme daba tumbos y con Vincenzo a mi espalda que me ponía de nuevo el capote del mal tiempo exhibiendo su destreza, pude comprobar por lo escorado de la Circe que aún debíamos navegar con muchísimo viento.
El cielo seguía oscuro, tres hombres estaban al timón y el contramaestre ladraba órdenes mientras dispersaba a un grupo de hombres que se encontraba en el combés.

Afortunadamente la naturaleza compensó mi volumen de vientre con buenos y grandes pulmones, y a una orden mía todos los marineros volvían a sus puestos.
Con la espuma abofeteándome la cara y el ensordecedor silbido de la jarcia, estaba demasiado aturdido para saber qué ocurría, pero conforme me acercaba se me erizó el pelo de la nuca al reconocer la figura del cirujano arrodillada ante el cuerpo inerte de lo que parecía un oficial, ya que pese a estar en ese momento siendo abrigado por el sargento de infantes de marina, vi el brazo con chaqueta azul y charretera al hombro.
En dos zancadas me planté allí, y casi me caigo al llegar por un inoportuno resbalón.
Mientras me sostenía el sargento, me quedé horrorizado al comprobar que lo que casi me hizo caer fue un denso charco de sangre oscura que se iba diluyendo con el agua que salía por los imbornales.

Lo peor estaba por llegar, y mis sospechas se cumplieron cuando pude distinguir entre la maraña de pelos mojados el rostro pálido, terriblemente pálido, del teniente Byron.
Con mucho cuidado, en lo que fue una operación muy dificultosa ya que la Circe cabeceaba demasiado, bajamos al primer oficial al sollado para ser atendido.

Según parece, mientras yo descansaba en la cabina, uno de los gavieros que se encontraba en el mastelero del mayor dio voz de que un navío de dos palos apareció por barlovento, y tras muchas conjeturas los oficiales en el alcázar llegaron a la conclusión de que se trataba de un navío de buen porte, posiblemente un 74, que había perdido uno de los palos y se encontraba en serios apuros.
Mientras se decidía si era francés o inglés, quizás algún miembro de nuestra escuadra, el teniente Byron se armó de un catalejo y, tan osado como siempre, se lanzó a escalar hasta el tope para comprobar por él mismo de quién se trataba.

Pese a los muchos consejos que recibió, Jack los desoyó todos y comenzó a trepar por los obenques.
Recibió hurras por parte de los hombres a bordo cuando llegó a lo más alto, y algunos aseguraban que incluso en tan precaria situación no se olvidó de las formas y optó una pose más propia de un cuadro de sir William Beechey que del tope de una fragata en pleno temporal.
En el descenso, y cuando seguía oyendo los gritos de entusiasmo de los hombres en cubierta, un golpe de mar por popa tras un descuido de los hombres al timón, que tampoco quitaron ojo del teniente, hizo que éste perdiera su agarre y se estrellara con sobrecogedor estrépito contra cubierta.

El contramaestre fue el primero en llegar en su socorro, y de su propia boca me informó que el teniente, antes de perder el conocimiento, dio orden de que me presentaran sus respetos y que me informara que la HMS Circe tenía a barlovento el navío de Su Majestad HMS Eagle.

lunes

Incursión en Tolón

Frente a Tolón, el 21 de enero de 1808. A bordo de la HMS Circe.

El cielo está gris y la hilera de navíos de línea se encuentra en plena ejecución de la maniobra de virada, con algunos más acertados que otros.
Los 74 Kent e Eagle han pasado rozando, y aunque los oficiales han intentado poner orden a bordo, se ha oído perfectamente a las marinerías repartiéndose a voces todo tipo de vejaciones.
Desde el alcázar hemos estado observando el espectáculo sin disimular nuestro disgusto y, por qué no, con algo de ostentación dado el patente contraste con el vuelo de nuestra fragata gracias a la perfecta ejecución de las órdenes.

He dedicado la mañana a supervisar la labor con los daños en el casco, que han sido preocupantes, pero Astillas y los suyos han hecho un buen trabajo, y no creo que sea necesario que nos dirijamos a Mahón para realizar las reparaciones necesarias.
Ayer por la noche, aprovechando la luna nueva, nos acercamos a la costa, ya que, según hemos podido saber, los franceses tienen listos dos potentes navíos, y uno de 120 cañones, cuya entrada en la flota de Boney podría suponer un auténtico problema en el Mediterráneo.
Es por ello que nos encomendaron la misión de adentrarnos lo máximo posible aprovechando que el viento soplaba del noroeste (para una probable huida) y comprobar por mí mismo el estado de la fuerza de los franceses.

La fragata se deslizó suave por las oscuras aguas, con orden de guardar el más absoluto silencio a bordo, y ninguna luz encendida.
Una vez que pasamos el cabo Cepét, con la batería de Sablette asomando sus cañones de más de 40 libras, echamos al mar el cúter, con el teniente Byron a bordo, para bordear la península de Caire y comprobar en persona el estado de la flota que se escondía en Tolón.
Después de que se perdiera en la oscuridad, y tras unos instantes de tensión donde el leve ruido de los remos parecía ser un auténtico escándalo en la bahía, nos mantuvimos a la espera con mal disimulada tranquilidad.

No sé cuánto tiempo me mantuve tieso como una cabilla en el alcázar, con los brazos en la espalda y musitando las órdenes mientras nos manteníamos en facha, pero con los marineros en las vergas listos y preparados para largar trapo en cuanto asomara la proa del cúter.

Y asomó. Pero precedido de destellos y estampidos desde la península del Caire que se extendieron hasta Cepét.
Menuda sorpresa se llevarían cuando se encontraron con una fragata de Su Majestad en medio de la bahía, al alcance de sus cañones, los cuales pagaron nuestra osadía con una buena descarga.
Con la jarcia cubriéndose de paño y el cúter navegando hacia nosotros con sus velas extendidas, devolvimos como protesta el fuego con nuestras baterías (inútiles) y comenzamos a abandonar la bahía mientras Byron gobernaba su embarcación siguiendo nuestra estela.
Afortunadamente los comerranas centraron su artillería en la fragata, por lo que el cúter llegó a alta mar intacto.
Nosotros no corrimos tanta suerte, y al margen de algunos boquetes en las velas, recibimos dos buenos cañonazos en el casco que, de haber sido algunas pulgadas más abajo, habría supuesto serios, muy serios problemas.
Lo único bueno es que no murió nadie, aunque tres hombres resultaron heridos.

Byron, una vez en cubierta, me explicó el estado de la flota en el puerto, así como la presencia confirmada del recién estrenado 120 cañones, concretamente el Commerce-de-Paris y el 80 Robuste, una información que, sin lugar a dudas, compensa nuestros sufrimientos.
En mi informe, que escribiré en cuanto termine con esto, alabaré el valor y, sobre todo, la buena vista de mi primer teniente para divisar en los ventanales de los navíos sus respectivos nombres.
Con descaro y sonriente, Byron me dijo que, pese a la oscuridad, logró leerlos gracias al destello de los cañones de las baterías.

jueves

A dieta

En Gibraltar, el 17 de enero de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Jamás pensé que iba a echar de menos algo tan superficial como la comida.
Desde que he decidido dejar al margen los excesos, los días se convierten en meses, y llegar por la noche a mi coy sin haber profanado este régimen se convierte en una victoria a la altura del asalto al alcázar de un tres puentes.
Vincenzo me sirve las verduras con mayor pesadumbre que la que yo pudiera tener, y no puedo soportar sus ojos compasivos cuando me observa mientras miro el plato de cada día con claro disgusto reflejado en mi rostro.
Como es normal, tengo un humor de perros (más del que suele ser habitual), y en alguna ocasión se ha oído tronar mi voz en cubierta por encima del golpe de los lampazos y con Vicenzo huyendo a la carrera.

Lo único que tengo pendiente es realizar mis tres mil pasos diarios, ya que todavía no he tenido tiempo dado lo mucho que hay que hacer a bordo de la fragata, sobre todo después de que la escuadra de Hood haya abandonado Gibraltar rumbo a Inglaterra, mientras que a la Circe se le ha ordenado permanecer en aguas del Estrecho a la espera de reforzar el bloqueo a Tolón.
¡Otro bloqueo más no, por favor! Los odio con todas mis fuerzas, ya que mi tripulación, veterana, apenas tiene problemas para realizar las maniobras, y las habitualmente emocionantes viradas por avante se convierten en un mero trámite que no merece mi atención: Timón de arribada, orza, soltar escotas, acuartela foque... Lo de siempre

Al menos aprovecharé tantos días de tranquilidad para poner en orden algunos asuntos, ya que tengo cartas que escribir y no se me ocurre un mejor momento.

lunes

Decisión drástica

En Gibraltar, el 14 de enero de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Hoy es un día gris, lluvioso.
Los navíos fondeados en Gibraltar parecen perros con las orejas gachas.
Hace un rato me encontraba en la cofa del mayor, con mi catalejo bajo la ceja y observando el Estrecho, con la superficie del mar como un plato, casi sin olas, y el continente africano más allá, que más que verse se intuía tras una fina bruma.

Pocas veces he visto tantos navíos en esta rada, y cuando llegamos desde Funchal fuimos recibidos con vítores y el estampido de las baterías, tanto de tierra como la de los costados de las embarcaciones de franjas negras y amarillas.
Gibraltar está armada y preparada para un posible ataque desde la península.
Sí, es algo habitual y nada sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta nuestro estado de guerra con España, a la que hace aproximadamente un mes le arrebatamos el 12 cañones San José gracias a la intervención de la corbeta HMS Grasshopper, del capitán Searle, sigue en pie.

Sin embargo, desde lo que ocurrió en Trafalgar parece que ser que a este país se le quitan las ganas de entrar en batallas que lo acerquen más a la miseria que a la gloria, con un aliado, Francia, más pendiente de sus intereses que de apoyar o colaborar con sus vecinos de más allá de los Pirineos.
Valga como ejemplo la entrada la semana pasada del mariscal Jeannot de Moncey en territorio español al mando de un Cuerpo de Observación que, unido al ejército de Junot en Portugal, deja totalmente controlada la península en caso de que hubiera problemas para los intereses de Boney.

Mañana levaremos anclas y tomaremos rumbo hacia Portsmouth, aunque dadas las circunstancias, las nuevas circunstancias con las que nos hemos encontrado, puede que se produzca algún cambio de órdenes, por lo que será mejor esperar hasta el último momento.
Mientras, estos días los he aprovechado para escribir alguna que otra carta y pasear en tierra para reducir el peso, aunque continúo con los excesos, y ayer asistí a una fiesta donde me atiborré de tarta para terminar buena parte de la noche en el jardín.

De hecho, esta mañana, en mi paseo, me encontré de frente nada más y nada menos que con el contraalmirante Hood.
Al parecer estaba revisando la situación de nuestra escuadra, en compañía de los capitanes Barton y Wolley, del York y del Captain.
Al encontrarse conmigo Hood, tras mirarme de arriba abajo, me recomendó que dejara de engordar con finas palabras que no impidieron que mi cara se pusiera roja y que apretara con fuerza los nudillos tras mi espalda. Detrás suyo Barton y Wolley me observaron con rostros inexpresivos, aunque uno de ellos carraspeó nervioso y miró con disimulo si mi mano se acercaba a la vaina.
Después de este desagradable incidente volví a mi fragata con los puños cerrados y mirada de pocos amigos que enmudeció a mis hombres de la falúa y, una vez en cubierta, incluso el teniente Byron se limitó a saludarme con gesto marcial.

En mi cabina llamé a Vincenzo y le ordené que se deshiciera de todo lo que tuviera grasa de la despensa, y que desembarcara para hacerse con frutas y verduras. Tras una serie de protestas y una patada en su trasero, ha abandonado la fragata para cumplir con mis órdenes.
Todo sea porque no ponga en riesgo mi carrera al tentarme la idea de rebanarle el pescuezo a un oficial de mayor rango.

miércoles

De vuelta

En alta mar, el 9 de enero de 1808. En la HMS Circe.

Sigo vivo y entero, a pesar de que hace un par de días pensaba que acabaría con alguna parte de mi cuerpo marcada por el acero de James.
Afortunadamente, como se dice, la sangre no llegó al río, y no se lamentaron daños, ni siquiera leves, en uno y en otro. Al menos en forma de heridas.

A la mañana siguiente de nuestro enfrentamiento dialéctico en mi falúa, nuestros respectivos padrinos, el teniente Byron y el capitán Crowe, acordaron que el mejor lugar para el duelo sería en un almacén abandonado a las afueras de Funchal, que hace años había servido para guardar grano y que dispone de un suelo firme y en buenas ocasiones para el enfrentamiento.
Antes de que sonara la campana de la guardia de alba, Byron y yo ya bajábamos por la escala de la Circe para buscar la costa a bordo del chincorro y con mi primer teniente a los remos.
El aspecto del puerto era fantasmagórico, con la niebla ocultando los navíos allí fondeados, que sólo se dejaban ver gracias a sus palos mayores, que sobresalían por encima de la niebla como un campo de estacas.
Toda la escuadra y Funchal sabía a esas horas lo que iba a ocurrir durante la mañana, por lo que las cubiertas de las embarcaciones estaban completamente vacías, y el chinchorro surcó las aguas en un silencio tan absoluto que el chapoteo de los remos se convertía en un auténtico escándalo.

A lomos de dos mulas alquiladas que ya estaban preparadas en la fonda donde el día anterior desayunamos, salimos del pueblo a través de las calles oscuras, con la única luz de las velas que iluminaban la hornacina de un santo desconocido para mí y oyendo el aullido de algún perro hambriento a lo lejos.
No tardamos mucho, y en apenas veinte minutos llegamos al almacén. Podíamos ver luz en el interior, y tras dejar a los animales bien atados a un árbol cercano entramos.

La imagen del interior me sobrecogió, y más parecía aquello un aquelarre de brujas que una sala de duelos.
Las paredes, de piedra tosca, apenas se distinguían al estar lejos del foco de luminosidad de varias decenas de velas situadas en círculo.
En el centro, y como fantasmas, se podían distinguir tres figuras que, al acercarnos (con suma precaución) pudimos reconocer: para nuestro alivio eran los rostros del capitán Crowe, el teniente James y el cirujano de la Africaine, que apartaba discretamente de nuestra visión la maleta con los instrumentos de cirugía.

Tras los saludos de rigor, y con los sables en la mano (descartamos la elección de pistolas por el ruido que pudieran causar), James (más pálido de lo habitual) y yo comenzamos a intercambiar golpes, al principio con mucha ceremonia y, poco a poco, con intención de buscar hueco y encontrar carne.
John, más bajo que yo y hábil, se mostró tan diestro como me imaginaba, aunque yo comencé a ganar ventaja cuando, a base de mi mayor fuerza bruta, apartaba sus golpes con estruendosos chasquidos.
Pronto salió del campo de luz y tocó pared con su espalda, y cuando todo parecía decidido comenzó a faltarme el aire.
Nunca antes había sentido un dolor tan profundo en el pecho, como si ardiera, y tras dar un par de traspiés me derrumbé en el suelo y todo se volvió oscuro, como si muchas bocas a la vez hubieran apagado las velas con un sincronizado soplido.

Para cuando desperté me encontraba en mi coy, con el cirujano de la Circe, el señor Marsh, poniendo sobre mi frente un trapo de agua fría. A su lado Vicenzo me miraba con ojos de preocupación, y James, en mangas de camisa, torcía la boca en una sonrisa al verme abrir los ojos.
Según pude saber, me desmayé, y el cirujano de la Africaine informó que mi pulso comenzaba a perderse, por lo que practicó maniobras de reanimación antes de conducirme, con sumo cuidado, a mi fragata.
Ya en manos de Marsh, éste me ha prohibido terminantemente realizar grandes esfuerzos y, sobre todo, me ha obligado a someterme a una dieta para rebajar mi peso. Según me dijo mi sobrepeso alcanza ya límites peligrosos.

Es por eso que me he propuesto el intentar reducir el volumen de mi barriga (Vicenzo cada vez protesta más de tener que remendar mis calzón para que pueda entrar en él), e intentaré continuar con el propósito de andar mis tres mil pasos diarios en el alcázar.
Un propósito que caerá en saco roto si no pongo todo mi esfuerzo en llevarlo a cabo. Espero que el susto sirva de estímulo.

En cuanto a lo demás, ayer zarpamos de Funchal rumbo a Portsmouth con la escuadra, aunque continuará destacada en la isla la Shannon para evitar un poco probable ataque francés.
De camino a Portsmouth quizás nos detengamos en Gibraltar, donde esperamos recibir noticias de cómo se sigue desarrollando la guerra en Europa y, quién sabe, con alguna carta a mi nombre esperando ser abierta.

viernes

Enfrentamiento

En Funchal, el 4 de enero de 1808. En la cabina de la HMS Circe

Hoy ha sido un mal día. Un día horrible, a la par que extraño. Como si se tratara de un sueño, o más bien de una pesadilla.

Esta mañana paseaba por el puerto de Funchal en compañía del teniente James. El día estaba precioso, con el cielo muy azul, sin nubes, el sol tostándonos las caras, el suave olor a sal que nos llegaba desde el atlántico y aún con sabor dulzón en nuestro paladar tras haber probado la mercancía en forma de botellas de Madeira que cargábamos hasta nuestros respectivos buques.

En ese momento, cierta algarabía entre muchos de nuestros hombres que por allí paseaban y el estampido de la batería del castillo de San Jorge nos hizo levantar la vista para observar al bergantín Arrow asomar el bauprés mientras doblaba en cabo Girao.
Pocos de los allí presentes pudimos ocultar nuestra alegría, ya que la pequeña embarcación, como ha ocurrido desde que nos encontramos en esta isla, traía consigo la saca de correo, y todos esperamos noticias, algunos más ansiosos que otros, desde Inglaterra.

Ofrecí gustosamente mi falúa a James para que viajara parte del trayecto conmigo, ya que el Centaur se encuentra a menos de un cable de distancia de la Circe, a lo que mi amigo John aceptó gustosamente inclinando la cabeza.
Y fue ahí cuando ocurrió todo.
Observando ambos la entrada del Arrow, con algún comentario aislado sobre si era conveniente o no tener tanto paño en la jarcia en un momento tan delicado, y tras un breve silencio, pregunté a John si esperaba carta de su esposa Alice.
Aunque James es de los que gusta gritar a los cuatro vientos que como amigo, de quien sea, es difícil de superar, a la hora de hablar de lo suyo, de su intimidad, se muestra hosco y cerrado, por lo que apenas habían salido las palabras de mi boca ya me había arrepentido.
Sin apartar la mirada del bergantín, John se limitó a asentir con la cabeza, y al encontrarme en una incómoda posición, le expliqué que mi único interés era saber si Alice se acordaría de enviarme un saludo, ya que no recordaba que lo hubiera hecho en las últimas misivas que habíamos recibido.

Y James enloqueció.
Me miró con ojos de odio, se levantó bruscamente (la falúa se desequilibró peligrosamente y casi caemos todos al agua) y empezó a gritarme, con la vena que parecía que iba a saltar del cuello, y el puño cerrado en mi dirección, en un claro gesto de amenaza.
Tras la sorpresa inicial, y con la cara de mis hombres, con ojos como platos, mirando de hito en hito al teniente, una furia descontrolada surgió de mi pecho, le respondí igual o peor, y mientras ordenaba, a gritos, a los marineros que condujeran la falúa hacia el Centaur, le dije a John que ya recibiría noticias de mi padrino.

Ahora, mientras escribo estas líneas, siento dolor, mucho dolor. John, rarezas propias de su carácter al margen, siempre ha sido un buen amigo, y saber que me tengo que batir con él me produce un gran desconsuelo que es proporcional al número de botellas, ya vacías, que ocupan la mesa de mi escritorio.
Pero no hay vuelta atrás. Por muy amigo mío que sea, o haya sido, me ha dicho cosas horribles que soy incapaz de perdonarle a nadie, por lo que ya he enviado al teniente Byron, que muy amablemente se ha ofrecido como padrino, para que acuerde la hora y el lugar con la máxima discreción posible, aunque a estas horas no me cabe la menor duda de que toda la escuadra tiene noticias de este desagradable suceso.

Quizás éstas sean la últimas palabras que escribo, ya que cuando dos hombres son heridos en su orgullo, y máxime si forman parte de la Armada de Su Majestad, las razones pasan a un segundo plano y mandan los sentimientos.
James es un buen espadachín, y estoy seguro de que no se contentará con un rasguño. Yo, además, tampoco soy capaz de paliar el odio que siento en mi interior. Las ofensas han sido demasiado grandes, y se convierte en gigantes si llegan desde la boca de alguien al que sentías como amigo.

Sinceramente, espero que sea Alice la que no reciba más cartas de mano de James.

miércoles

Resaca

Frente a Funchal, el 2 de enero de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Comienza un nuevo año, lejos de casa, y con la ya habitual costa de Funchal a la vista, con su atareado puerto en un constante trajín y los barcos de la escuadra de Hood fondeados y a la espera de nuevas órdenes.
Ayer gran parte de los comandantes de la escuadra nos reunimos en la cabina del Centaur para dar la bienvenida a 1808, donde el contraalmirante demostró que su despensa es la mejor servida de toda la flota y no escatimó en gastos.

Entre todos los presentes (dado el alto número de oficiales nos reunimos en la cubierta del buque insignia) se encontraba el teniente James, con el que apenas pude intercambiar palabra al estar en constante conversación con sus más afines, por lo que nuestro encuentro apenas duró unos minutos, antes de que su atención se volcara en el capitán de la Africaine, Peter Crowe.
Por tanto pasé gran parte de la fiesta bebiendo solo, apoyado en la batayola de sotavento y contemplando las embarcaciones que surcaban las aguas del puerto.

El beber en solitario tienen como principal inconveniente que dedicas todo tu tiempo a ello, sin charlas, ya sean interesantes o aburridas, que al menos detengan el camino del vaso hacia la boca, por lo que, para cuando me di cuenta, apenas podía distinguir todo lo que me rodeaba, y me tuve que retirar balbuceando disculpas y rezando para no hacer el ridículo en mi descenso hacia la falúa.

Éste se produjo de una forma correcta, y mis hombres se mostraron muy cuidadosos a la hora de intercambiar miradas. Me devolvieron a la Circe en completo silencio, bogando en perfecto orden. El teniente Byron, que me acompañó al Centaur, dirigió acertadamente la embarcación hacia el costado de babor de la fragata, por lo que mi llegada a la cabina (ni en el cabo de Hornos la había visto moverse tanto) se llevó a cabo con toda la discreción posible en un buque de sólo 28 cañones.

Tales excesos los he pagado muy caros, y esta mañana me he levantado con un dolor de cabeza horroroso que me ha tenido confinado sin que tenga el menor interés de subir a cubierta.
He delegado el mando en Byron, ya que no creo que cambie la rutina diaria, por lo que me dedicaré a descansar y a tomar la infusión que me acaba de servir mi despensero Vicenzo para paliar en la medida de lo posible el martilleo en mi cabeza.

Espero que zarpemos lo antes posible.
El tener tan cerca tal cantidad de vino de Madeira no puede ser bueno.