miércoles

Asturias, en guerra

En la HMS Circe, el 28 de mayo de 1808, cerca del Cabo Finisterre.

¡Esto es de locos! Creo que jamás antes había hecho tantas millas en tan corta zona de mar, con Portsmouth en una punta y Gibraltar en otra.

En la Roca estuve el tiempo justo para esperar al señor Oliver y a don Ricardo de Castro, con el día a día pendiente de que todo estuviera dispuesto para zarpar en cuanto fuera necesario.
Al día siguiente de disfrutar de una maravillosa cena en casa del coronel Rush, en compañía de otros amigos donde el buen vino y la buena conversación fueron todo uno, un bote partió del muelle y llegó hasta nosotros en un tiempo récord, lo cual despertó mi admiración.
Ver la pequeña embarcación deslizarse tan rápida, dejando una gruesa estela al amparo de los imponentes navíos fondeados a su alrededor, fue un auténtico espectáculo que atrajo la atención de buena parte de los hombres a bordo, e incluso de los navíos vecinos.

Pero de repente los marineros comenzaron a gritar entusiasmados, algunos hasta bailaban de alegría, al comprobar que a los remos iba nada más y nada menos que el propio señor Oliver, rojo como la casaca de un infante de marina, mientras en la proa don Ricardo de Castro nos hacía señales con un pañuelo.
No tardé mucho en percibir que había prisa, por lo que ordené al teniente Lawyer que dispusiera todo para zarpar de inmediato. A los pocos minutos sonaba el violín en el cabestrante, con los hombres emitiendo sordos gruñidos de esfuerzo.

Oliver trepó como un mono por la escala, y cuando llegó a la cubierta principal no tenía el aire suficiente para hablar, por lo que boqueó como un besugo recién pescado mientras lo observábamos perplejos.
Le acompañé hasta mi cabina junto a don Ricardo, y una vez allí le ofrecí una copa de clarete que aceptó sonriente y con una profunda inclinación.

Una vez se serenó, y percibí que las velas estaban ya desplegadas y que avanzábamos hacia el Estrecho, Oliver me explicó, haciendo un gran esfuerzo por contener su entusiasmo, que el gobierno de Asturias había declarado la guerra a Napoleón, y que estaba dispuesto a hacerle frente. Es la primera provincia española dispuesta a verse las caras con el invasor francés, y la noticia ha recorrido la península en un tiempo récord.
Después de decirme esto, y con un gesto serio y sudoroso, Oliver me rogó que llegáramos a Asturias lo antes posible, ya que necesitaba reunirse con algunos españoles principales. El futuro de la guerra está en juego.

Mañana llegaremos a nuestro destino, ya que he sacado lo mejor que puede ofrecer la fragata, que no ha bajado de los 12 nudos en todo nuestro trayecto, con alguna que otra vela en el horizonte que rápidamente se perdió sin mayores consecuencias.
Desde luego me queda la satisfacción de que la Circe está teniendo un papel fundamental a la hora de mantener la comunicación entre el gobierno español (al menos el extra oficial) y el inglés, aunque dudo de que no haya otra vía de comunicación que acelere la reconciliación absoluta entre ambos países.

Todo esto al menos me hace tener la mente ocupada y no perder el tiempo con los pensamientos y las pesadillas que me atacan por las noches y me hacen retorcerme en el coy sin aceptar el abrazo de Morfeo.
Pero de todo esto ya hablaré en otro momento, ya que es el momento de dar mis pasos diarios en el alcázar.

viernes

HMS Rapid

En Gibraltar, el 23 de mayo de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Acabo de despedirme del teniente Henry Baugh.
Pobre hombre. No me gustaría estar en su lugar. Durante nuestra última charla apenas ha probado el clarete, y cada dos por tres me veía obligado a carraspear para atraer su atención, ya que su mirada se perdía a través del ventanal.

Unos días después de zarpar de Pompey, rumbo a Gibraltar, me dedicaba con entusiasmo a dar mis tres mil pasos diarios en el alcázar, con mi cabeza sumida en todo tipo de pensamientos que me alejaban completamente de la realidad, una realidad de la que sólo tenía constancia por un lejano pitido del contramaestre o el chillido de una gaviota solitaria.
Navegábamos a la altura de la desembocadura del Tajo, por lo que ya tenía en los tres palos a los marineros con mejor vista al ser territorio enemigo

En el preciso instante en que visualizaba en mi cabeza el rostro de Lively, oí un grito sobre las alturas que me despertó completamente de mi sopor, y al alzar la mirada vi a Johnny señalando hacia más allá del bauprés.
Tomé mi catalejo y en un instante me encontraba junto a él (¡hurra por el cirujano y su diabólica dieta!), observando a través de mi lente, a considerable distancia, las velas de al menos tres navíos, uno de ellos muy atrasado.
Como estaban a barlovento, pronto pudimos oír los disparos, por lo que ordené inmediatamente zafarrancho sin quitar ojo de la escena.

En un rápido cálculo llegué al a conclusión de que sería absolutamente imposible darles alcance, ya que los dos primeros, que por sus dimensiones, sus portas (la mayoría a todas luces pintadas sobre el casco) y la forma tan torpe de realizar la virada, eran mercantes, ya enfilaban la proa para adentrarse en el Tajo.
Su perseguidor, un bergantín de unos doce cañones como máximo, forzaba vela, pero la distancia era considerable.
Enarbolaba pabellón inglés.

El teniente Byron, que trepó hasta la cruceta, me dijo que se trataba del HMS Rapid, y ambos llegamos a la conclusión de que, para cuando llegáramos a su posición, se habría adentrado al menos media milla en el Tajo.
Pero la Circe es muy veloz navegando contra el viento, y pronto nos pusimos manos a la obra para acortar distancias lo más rápido posible.
Lawyer y Byron se encargaron de dirigir las maniobras mientras yo me mantenía en las alturas, observando el combate.
El Rapid disparaba a la desesperada, puesto que las columnas de agua que surgían a popa de los mercantes estaban aún a muchos pies. Sin embargo, el bergantín parecía ser lo suficientemente rápido como para capturar sus presas aunque, eso sí, se exponía con demasiado peligro a las baterías colocadas a lo largo del río.

Pronto la popa del bergantín se perdería más allá del Cabo de Roca, por lo que fueron muchos minutos de incertidumbre hasta que comenzamos a realizar nuestra propia virada, con los cañones ya asomando tras las portas y cada uno en su sitio, perfectos, inmaculados, como si el mismísimo Rey Jorge nos estuviera observando.

Pero apenas doblamos y remontamos, el potente sonido de cañones de al menos 44 libras me hizo comprender la situación, y supe que el Rapid se encontraba en serios apuros.
El viento nos favorecía, y el tráfico era escaso, con algunas embarcaciones de pesca cuyos tripulantes nos saludaban con alegría exagerada, como si pensaran que les fuéramos a librar de los franceses con una fragata de 28 cañones.

El sonido era ensordecedor, y me imaginé al Rapid rodeado de fuego enemigo, tratando de salir de la ratonera con alguno de los palos en su sitio para tener alguna opción.
Empezamos a observar la humareda y las primeras baterías con la bandera tricolor en lo más alto, y aunque estábamos lejos de su alcance decidí recoger velas y prepararnos para virar, ya que era obvio que el bergantín estaba absolutamente perdido y que lo único que podíamos hacer era darle una nueva alegría al francés al acabar con otra víctima británica.
Pero cuando los marineros comenzaban a halar con brío y el timón daba vueltas como un loco, surgió entre el humo dos lanchas cargadas de marineros que bogaban con fuerza hacia nosotros.
Pronto me di cuenta de que eran los hombres del Rapid, y los recogimos antes de salir del río, no sin antes comprobar que no éramos perseguidos por embarcación a alguna.

A bordo me encontré con el teniente Henry Baugh, que seguramente sería joven tras esa capa de hollín y arrugas de preocupación.
Me informó que avistaron los dos mercantes cuando doblaban el cabo de San Vicente, y que no se esperaba tanta resistencia en el Tajo.
Una bala arrancó de cuajo el trinquete, y sin posibilidad de virar fueron destrozados por los obuses, que agujerearon el casco hasta que el bergantín comenzó a hundirse, escapando con un puñado de supervivientes que sobrevivieron al ataque y a morir ahogados.
Durante el viaje hasta Gibraltar su ánimo ha estado siempre por debajo de la línea de flotación, y como he contado nuestra despedida ha sido más bien triste.
Le deseo suerte, a él y a sus hombres.

En cuanto a lo demás, tanto el señor Oliver como don Ricardo han ido a territorio español, aunque con el aviso de que en menos de tres días volverán.
Por ello me dedico a esperar dando mis paseos por el barco, revisando que todo esté a punto para zarpar de nuevo.
Sin embargo, esta noche creo que me tomaré un descanso y bajaré a tierra para visitar a mi amigo el coronel Rush para tomar alguna copa de vino de su selecta bodega.

Día gris

Viernes, 16 de mayo de 1808, a bordo de la HMS Circe. En el Canal de la Mancha.

Navegar en un día gris es como navegar en la nostalgia.
El cielo está plagado de nubes aquí, en las aguas del Canal, algo revueltas y que hacen que la Circe dé grandes y profundos cabeceos.
Durante la mañana he estado en el alcázar en compañía de mis tenientes Lawyer y Byron, aunque apenas hemos cruzado palabra, cada uno sumido en sus pensamientos y con alguna ojeada a la jarcia, con las velas y los cabos bien tensos, dando empuje a la fragata, que roza los 12 nudos.

Personalmente no tengo prisa. No me gusta la velocidad, eso de forzar el barco con la mirada más pendiente de que un palo no salte por los aires que del mar en sí.
Me desagradan las persecuciones, por muy satisfactorio que pueda llegar a ser el botín. Y es que es el proceso en sí, el estar días detrás de una vela en el horizonte, es una presión agotadora que me disgusta.
A mí me encantan los mares tranquilos (¡siempre con viento por supuesto!), sentir el rumor del mar rozando la quilla suavemente, y pasear todo lo largo de la fragata, con las manos a la espalda y oliendo el viento salado.

Por supuesto, cuando hay que sacar lo mejor del barco, es decir, intentar que navegue lo más rápido posible, no escatimo en recursos, y es por ello que he dado orden de que haya el máximo paño posible en los palos para llegar a la costa española (en el norte) lo más rápido posible.
El señor Oliver, en compañía del español Ricardo de Castro, quiere aprovechar que el panorama en la península está más revuelto que nunca, y por tanto no quiere perder un solo minuto y pisar tierra cuanto antes.

Pero de ahí a que a mí me guste este stress hay un completo abismo.
De más joven, cuando era teniente y después capitán de mi primera embarcación, todo eran ganas de perseguir, de forzar vela, agarrado a un obenque con la pierna mientras hacía equilibrios para enfocar el catalejo hacia las posibles presas.
Sin embargo, ahora, y no sé si será la edad (aunque no llego a los treinta años), el desánimo me embarga, y tengo una postura de preferir tomarme las cosas con tranquilidad.

Quizás me haga falta una buena dosis de pólvora y astillas volando sobre mi cabeza para despertar de este ensimismamiento.

lunes

Carroñeros


En Portsmouth, el 12 de mayo de 1808. A bordo de la HMS Circe.

He tomado un descanso para escribir algunas líneas en este diario, y también aprovecho para refrescarme con un zumo de naranjas que me ha servido Vincenzo, el cual es un auténtico néctar de dioses tras haber pasado gran parte de la mañana en la cubierta principal, revisando las tareas de aprovisionamiento en vista de un nuevo viaje a la península ibérica.

En nuestra vuelta a Inglaterra, con el señor Ricardo de Castro a bordo, no tuvimos problema alguno al recoger al señor Oliver a la altura de El Ferrol (ambos se dieron un abrazo a la manera española, palmeándose las espaldas).
Pocas veces lo he visto tan contento y satisfecho, y en la cabina, esa misma noche y pese a tener aspecto de cansancio, me relató los hechos ocurridos en las últimas semanas en el revuelto panorama español.

En la capital, Madrid, el pueblo se levantó en armas contra las tropas francesas después de muchos días de tensión.
Según parece, el intento por parte de Boney de llevarse a Francia la familia real fue considerado como un secuestro, y armados con navajas, palos y todo lo que encontraron, los madrileños se dedicaron a matar a cualquier soldado francés con el que se topaban, causando una gran carnicería entre los invasores.
El ejército español no intervino en la revuelta, aunque algunos oficiales desoyeron las órdenes de sus superiores para ponerse del lado del pueblo. Resistieron en un parque de artillería el ataque de las columnas francesas con gallardía, hasta que fueron masacrados después de hacer mucho daño a los ranas.
Al día siguiente Murat se tomó la justicia por su mano y fusiló a muchos de los españoles, lo cual habrá enfurecido seguramente al pueblo, lo que juega en nuestro favor, ya que todo parece indicar que nuestros países firmarán la paz para crear un frente sólido en la lucha contra Bonaparte.

Mientras Oliver me hablaba de todo esto, acabando con botellas tan rápido como las palabras surgían de su boca, observé por el rabillo del ojo al señor de Castro, que no parecía entender mucho de lo que decía su amigo inglés, aunque sabía perfectamente a qué se refería, ya que prácticamente no tomó nada y su expresión era grave, silenciosa y alerta, en gran contraste con la hilaridad de Oliver.
Y lo comprendo.
No es lo mismo verse beneficiado de esta situación de cara a los intereses particulares que sufrir las consecuencias, viendo morir a tus paisanos por cientos, mientras que el extranjero, o sea, nosotros, se limita a observar la contienda, como buitres al acecho para hacerse con el trozo de carne más jugoso posible.

Después de que se llevaran a Oliver a su coy, cantando entre carcajadas, Ricardo y yo nos quedamos sentados en la mesa, en silencio, oyendo de fondo las suaves olas que chocaban contra el caso.
Dado que nuestra conversación es muy limitada, dado que él no habla casi nada de inglés y yo aún menos español, nos limitamos a brindar en silencio, con una sonrisa, y a disfrutar de la tranquilidad de la noche, sólo interrumpida por el dulce tañido de la campana.

miércoles

A la atención de Lively Caster

Estimada Lady Caster:

Le pido disculpas por escribirle cuando soy consciente de que tengo prohibido por su parte el mantener cualquier tipo de contacto.
Sin embargo, hoy, día de su cumpleaños, no he podido evitar el pensar una y otra vez en usted, por lo que necesitaba tomar la pluma y el escribir estas letras para felicitarle. En cuanto llegue a Inglaterra, que será pronto, entregaré esta carta a su padre para que se la haga llegar.
Había pensado el enviarle algún regalo, pero por si pudiera considerarlo una grosería he pensado que es mejor contener mi impulso y limitarme a esta carta, en la que le deseo lo mejor.
Nada más, con la intención de no molestarle más de lo necesario y deseando que haya pasado de la primera línea se despide, siempre suyo.
Capitán Daniels. En la
HMS Circe. El 7 de mayo de 1808.

sábado

Ricardo de Castro


En Gibraltar, el 3 de mayo de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Esta mañana he recibido un mensaje del señor Oliver.
Me encontraba en el alcázar de la Circe, disfrutando de un bonito día, con fresco viento de poniente, en compañía de los tenientes Lawyer y Byron, que charlaban sobre lo sucedido la semana pasada en aguas del Tajo.
Entre las decenas de navíos que pueblan la rada surgió la figura de un pequeño bote, con uno de sus tripulantes haciendo señales con el sombrero.

Al ser un civil el pasajero no le di mayor importancia, y dejé volar mi imaginación más allá del Atlántico, pensando en Lively, tratando de imaginar qué estaría haciendo en ese preciso instante y si habría encontrado a alguien en Halifax merecedor de una parte de su corazón (sería grande la más pequeña de ellas).
Cuando ya los imaginaba a ambos cogidos de la mano en el altar oí carraspear a Byron, el cual me dijo que nuestro visitante tenía una carta para mí.

Con el sombrero entre las manos pero con un porte que me dio la impresión de ser regio pese a las usadas y llenas de polvo ropas de viaje, el recién llegado se presentó como Ricardo de Castro, amigo del señor Oliver, todo esto en un inglés desastroso que produjo algún debate en el alcázar sobre si había querido decir esto o aquello.
El caso es que lo invité a la cabina, donde le invité a una copa de fresco clarete que agradeció con una gran sonrisa de satisfacción, ya que parecía estar completamente exhausto.
Mientras bebía, leí la carta, arrugada, llena de polvo y con trazos difíciles de entender, ya que no cabía duda de que Oliver la había escrito con mucha prisa.

En ella, James me informaba de que no podría viajar hasta Gibraltar, ya que aún quedaba mucho que hacer en la península.
Mientras trataba de descifrar la carta, oía de fondo al señor de Castro, que intentaba explicarme algo con su pésimo inglés, y sólo entendí algunas palabras sueltas como Madrid, Murat y disparos, pero no le presté demasiada atención, por lo que me limité a asentir con una sonrisa y a ponerle una nueva copa en la mano.

De nuevo con mi atención volcada en la carta, Oliver me decía que nos veríamos donde la última vez dentro de una semana, y me rogaba paciencia por no poder darme mayor información, pero aunque confiaba mucho en Ricardo prefería no ponerlo en demasiado peligro con más detalles, y me rogaba que tuviera la amabilidad de llevarlo conmigo en mi viaje hacia el norte.

Ya que todavía queda tiempo suficiente para aprovisionar la fragata (siempre trato de tenerla dispuesta para estas emergencias) y llegar al Ferrol en el plazo acordado, haré una nueva visita al hospital de la Virgen de los Desamparados, ya que las monjas se han portado muy bien conmigo estos días y es mi intención comprar algo de vino para cuando quieran celebrar una ocasión especial.