miércoles

Musicalmente


En Wood Fields, el 25 de junio de 1808. Portsmouth (Hampshire).

No he podido salir a dar mi paseo diario porque una lluvia torrencial golpea con fuerza el tejado de mi pequeña casa.
Durante un buen rato he estado mirando a través de la ventana el paisaje gris que me rodea, y un extraño sentimiento de pena me castiga en estos momentos de soledad, ya que ni siquiera Vicenzo está conmigo al haberse marchado a visitar a unos parientes.

Después de nuestra visita a Cádiz, marchamos a Gibraltar, donde apenas estuvimos un par de día para dar parte y volver a toda vela a Portsmouth, donde ha quedado la fragata y casi todos los oficiales que viajaban conmigo.
Nada más echar al ancla fui corriendo a la oficina de correos por si tuviera alguna carta de Lively, cuyo recuerdo me sigue atormentando cada día que pasa. Aún tengo esperanzas de que vuelva a cruzarse conmigo, pero bien es cierto que siento cómo se van disipando lenta pero inexorablemente mi optimismo conforme pasan los días.

Pensar en ello es una tortura diaria, y cuanto más tiempo libre tengo y más lejos del mar estoy, el tiempo para darle vueltas a la cabeza se incrementa, y con él mi martirio al no ser capaz de apartar mi mente de mi amada, por la que daría mi vida a pesar de recibir a cambio su desprecio al negarse a hablar conmigo.
Tal es mi desesperación que he optado por buscar la forma de mantener ocupados mis pensamientos.
Al final, tras mucho cavilar y una visita a Londres, he optado por aprender a tocar un instrumento, ya que siempre he sido un enamorado de la música que no se ha decidido a convertirse en practicante.

Pero eso ha cambiado. A mi paso por la calle de Charing Cross, mientras me debatía en mi interior por evitar la tentación de visitar la casa de los Caster, me topé con una tienda de instrumentos donde encontré lo que buscaba.
Creo que no hay un sonido que pueda transmitir mejor la tristeza que puedo sentir en estos momentos que el fagot.
Un tipo amable me recomendó un Kusder que me ha costado una pequeña fortuna, por lo que con mucho mimo lo envolví en un paño para que no sufriera desperfectos en mi vuelta hasta mi casa en Wood Fields.

La cara de Vicenzo era un poema cuando hace dos días, y antes de su marcha, me vio desenvolver el aparato, ya que parece que está convencido de que se trata de un nuevo arma, una especie de cañón portátil, ya que cuando se fue junto a su primo Ernest, que vino a recogerlo en carreta, oí como le relataba que "el capitán ha encontrado el arma definitiva para acabar con los malditos franceses".

Ayer traté de sacar algunas notas que sonaron como si un buey tratara de imitar a un tenor, y conseguí, a mi pesar, volver medio loca a mi yegua, que en la cuadra propinaba potentes coces a la puerta.
Por tanto he decidido que mañana iré a Portsmouth para buscar un profesor de música que me convierta en todo un Barón von Duernitz, y trataré de asistir de forma más regular a algún concierto para que tome un buen ejemplo.
Todo sea para que mi mente tenga algo en lo que concentrarse y que tenga que ver lo menos posible con la dulce sonrisa de Lively.

Paseo

En Cádiz, el 18 de junio de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Inglaterra y España ya son aliadas. Nuestro ministro de asuntos exteriores, el señor George Canning, ha declarado que todo país que se enfrente abiertamente contra las fuerzas de Boney pasará a ser aliado de Gran Bretaña, por lo que se abren las puertas para que nuestras fuerzas tomen parte en el conflicto ibérico de forma oficial.

Es por ello por lo que mi fragata continúa fondeada frente al puerto de Cádiz, pocos días después de que Rosilly se rindiera ante el hostigamiento de las fuerzas españolas en un acto que no tuve la oportunidad de presenciar, ya que se nos prohibió a los ingleses que estuviéramos presentes para que toda la gloria recayera (de forma absolutamente justa) en los verdaderos autores de la entrega de varios navíos de línea.

Aprovechando la paz entre nuestros países, ayer bajé a tierra en compañía de mis oficiales para buscar una buena taberna donde poder celebrar mi cumpleaños, el cual fue hace más de diez días pero sin que haya tenido tiempo de reunirme y tomar algo a mi propia salud.

He estado a punto de dar permiso a los marineros para que nos imitaran, pero algo en mi interior me previno de ello, ya que aunque España e Inglaterra son aliadas, aquí aún escuece, y mucho, la hostilidad que se ha mantenido a lo largo de los años.
Al margen de que históricamente Cádiz ha sido uno de los puertos más codiciados por nuestros marineros, ya que aquí desembarcaba buena parte del oro llegado de las indias, en la célebre batalla de Trafalgar de hace tres años fueron muchos los gaditanos, la mayoría sometidos por las levas, los que murieron, por lo que mis sospechas quedaron confirmadas en cuanto pisé tierra.

En compañía del teniente Byron, el sargento de infantería Basket, el contador Davies y al marinero Paint en función de sirviente y, por qué negarlo, para servirnos de sus puños llegado el caso (a pesar de que aparentemente se podría tachar de enclenque su fama de púgil en las riberas del Támesis es casi mítica), pisamos tierra.
Desde el primer momento ya pude comprobar por mí mismo que no éramos del todo bien recibidos, ya que aunque muchos oficiales nos devolvían los saludos amistosos, el pueblo llano nos observaba con desprecio, y allá por donde pisábamos éramos seguidos por miradas de odio e insultos, por lo que apenas nos detuvimos en nuestro caminar, y prácticamente trotábamos.

Pero al margen de esta tensión, la verdad es que Cádiz es una ciudad realmente preciosa, y da gusto sentarse con un sol muy limpio dándote en la cara mientras oyes la risa de los niños y hueles el aroma de las flores que inundan las plazas.
La comida es exquisita, prácticamente a base de pescado con algunas verduras, y el vino, bien fresco, le da fuerzas a uno para atacar por sí mismo el alcázar de un tres puentes.

Con los estómagos ya llenos, seguimos con nuestro paseo por la ciudad, y admiramos el imponente edificio de la catedral, que a pesar de que se encuentra rodeado de andamios y con mucha actividad a su alrededor, sus formas me han resultado muy atractivas, y la combinación del blanco de su fachada y del cielo azul se convierte en un espectáculo sencillamente precioso.
Después nos adentramos por las calles, muy estrechas, con los característicos balcones poblados de geranios y chiquillos correteando a nuestro alrededor mientras teníamos nuestros monederos a buen recaudo.

Después paseamos por la playa, en la otra cara de la ciudad, y el señor Davies, que ha viajado por buena parte del mundo, nos aseguró que Cádiz tiene una línea muy semejante a la Habana. Sobre ello estuvimos discutiendo hasta que fue cayendo la noche y decidí que era el mejor momento de volver al barco, ya que no quería que la noche nos atrapara en medio de una ciudad desconocida.

Después de este pequeño descanso, mañana, en cuanto suba la marea, zarparemos para dirigirnos a Gibraltar, a la espera de nuevas órdenes y ponernos así al día de los conflictos que se siguen desarrollando a lo largo de la península.
Intuyo que pronto volveremos a la acción.

Franceses en Cádiz

Frente a Cádiz, el 11 de junio de 1808. A bordo de la HMS Circe.

España, por fin, ha sacado a relucir su orgullo y combate al invasor francés.
A pesar de que Boney ha nombrado a su hermanó José Rey de España (realmente curioso, sin lugar a dudas, viniendo de un hijo predilecto de la Revolución), los problemas, en forma de insurrecciones, brotan aquí y allá por todo el territorio ibérico, como los champiñones después de una noche de lluvia.

En Oporto el general español Belesta ha capturado al general Quesnel du Torpt, en funciones de gobernador, y ha marchado hacia Galicia.
Además, un grupo de insurrectos atacó a los franchutes en Logroño, aunque al final fueron repelidos por el general Jean Antoine Verdier. En Palencia, el comandante de caballería de Bessieres ha derrotado a una fuerza española.
Pero lo realmente serio llegó el pasado 7 de junio, ya que el coronel Pedro de Echevarri intentó defender el paso del río Guadalquivir frente a las tropas del general Dupont. Al final los españoles fueron dispersados, y los franceses, enardecidos por la lucha, han saqueado Córdoba, lo que a buen seguro terminará de poner a casi todo el país en contra de Boney.
Más al norte, Segovia ha sido capturada por el Cuerpo de Dupont, con el general Frere al frente, y al día siguiente un ejército al mando del Marqués de Lazán fue derrotado en Navarra por el general Lefebvre.

Y aquí estamos nosotros, frente a Cádiz, con la fragata Circe que se ha unido a la escuadra del almirante Purvis (en funciones de bloqueo), siendo nuestro cometido el cumplir con labores de observación, ya que el Almirantazgo recibió informes de que los españoles se disponían a atacar los barcos franceses que aquí se encuentran desde la batalla de Trafalgar, éstos son: el Heros, de 80 cañones; y los 74 Algesiras, Pluton, Argonaute y Neptune; además de una fragata de 40 cañones, la Cornelie.

A pesar de que nuestro almirante ha ofrecido su ayuda para la toma de dichos navíos, los españoles se han negado con educación pero firmeza, a buen seguro porque no querrán ver su bahía repleta de nuestros barcos, ya que el conflicto entre ambos países aún sigue vigente.
Sin embargo, tras muchos ruegos, el general Morla, a regañadientes, ha aceptado que dentro del ataque se permita la presencia de un observador inglés.
Yo he sido el elegido, ya que los españoles conocen mi relación con el señor Ricardo de Castro y nuestro 'relaciones públicas', el señor James Oliver.

Los españoles han tomado como táctica el enviar una flota de lanchas cañoneras y bombarderas esencialmente, al margen de un elevado número de embarcaciones auxiliares. El poco espacio de maniobra y la previsión del almirante francés Rossily, que siendo consciente de la situación ha alejado sus barcos de las baterías de Puntales y Matagorda, ha hecho que el Jefe de Escuadra, don Juan Ruiz de Apocada, y el Teniente General, Juan Joaquín Moreno, hayan optado por esta táctica.

Embarqué en la cañonera nº 33, al mando del Teniente de Navío Joaquín Ibáñez de Corbera, que no ocultó su desagrado al contar con un pérfido inglés entre sus tripulantes, siendo imitado por sus hombres, que contestaban con gruñidos y algunos hasta escupían por la borda cuando yo les dirigía la palabra.
Mis constantes intentos de conversación con don Ricardo de Castro y algunas lecciones del señor Oliver me han ayudado a comprender algo, muy poco, sobre el español, aunque no el suficiente, sobre todo cuando la otra persona no tiene ninguna intención de llevar a cabo una conversación.
El caso es que allá íbamos, con una veinte cañoneras y una decenas de bombarderas, apoyadas por el fuego de las baterías y el de los navíos Príncipe de Asturias, muy hermoso, de 112 cañones y que estuvo tanto en Trafalgar como en San Vicente, y el 74 Terrible.

Estas pequeñas embarcaciones, de uno y dos palos y armadas con un cañón de 24 libras, son muy prácticas, y en mis propias carnes he sufrido su efectividad, sobre todo cuando hay poco viento, por lo que mientras comenzaban a ser nítidas las portas de los franceses, y sus primeros disparos levantaban chorros de espuma a nuestra proa, me dediqué a observar interesado cómo los españoles trabajaban en la recarga de su arma, ajustando con los remos la dirección y haciendo así sus disparos más certeros y, por lo tanto, más mortíferos.

Yo me mantuve en la popa, cerca de la caña, sin intervenir en la lucha, intentando no molestar a la tripulación, algo realmente complicado dada la estrechez de la embarcación, por lo que no me tomé a mal los codazos y pisotones que me daban (creo que alguien me pateó el trasero), más pendiente de observar la evolución del combate, con los franceses que se defendieron mucho y bien.
Un navío de 74 cañones destrozó una de las baterías de costa, y allá fue nuestra lancha cañonera, disparando con acierto a las portas enemigas, con mucho disparos de mosquete de una y otra parte, y un valor del teniente Ibáñez que me llenó de admiración, ya que era casi grotesco verle dirigir el sable hacia un enemigo que nos superaba en 73 cañones sin mostrar temor alguno.

Entre el estampido de los cañones, el humo y los gritos, mi sorpresa fue máxima cuando vi ondear en el tope de una falúa nada más y nada menos que la bandera británica, la Union Jack, por lo que no pude impedir el impulso de levantarme y gritar hurra al creer, estúpido de mí, que nuestros navíos llegaban en auxilio de los españoles.
Casi me muero de vergüenza cuando el propio teniente Ibáñez, cuando ya a la vuelta y tras la primera ofensiva, me devolvía a la fragata Circe rodeada por los buques españoles, me explicaba que usaron nuestra bandera a modo de señal (la número 15), para indicar el mensaje "faltan balas".

Todo esto ocurrió antes de ayer, y de momento los franceses no han dicho que se vayan a rendir.
Es más, según he podido saber, la cantidad de pólvora de la que disponen los españoles es mínima, por lo que sería complicado, casi imposible, repetir el ataque del día 9.
Sin embargo, siguen trayendo embarcaciones para que su número intimide a Rossily, que por mucho que pueda resistir sabe que tarde o temprano, con la pólvora que irá desapareciendo de su barriles, así como la comida y el agua, tendrá que rendirse, máxime si tenemos en cuenta que toda una escuadra inglesa protege la bahía de una poco probable escapatoria.

Tras dar mi informe al almirante Purvis, hemos realizado un par de viajes a bordo de la falúa para comprobar el estado de los franceses, que seguramente terminarán por rendirse en uno o dos días.
Ahora mismo me encuentro escribiendo estas líneas en mi cabina, mientras la fragata navega a barlovento de la escuadra, que en breve realizará una nueva virada para mantener la posición.
El problema es que me siento levemente indispuesto, ya que en la noche de ayer me excedí en la cena, y pasé buena parte de la madrugada evacuando en el jardín, por lo que a estas horas me siento algo molesto y con pocas fuerzas.
Lo peor de todo es que no podré realizar mis pasos diarios en el alcázar en mi constante y eterno intento de rebajar mi peso.

viernes

Gran sorpresa


En Londres, el 7 de junio de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Es la primera vez que he navegado hasta el mismo Londres, remontando el Támesis, al mando de una fragata, en este caso la Circe.
La aglomeración de embarcaciones es sencillamente abrumadora, y la mayoría son de bajo porte y de mercancías, por lo que muchos curiosos han sido atraídos por las franjas negras y amarillas de la fragata.

Nuestra arribada a la capital no trajo consigo mayores consecuencias, y la delegación española desembarcó siendo recibida por representantes de nuestro Gobierno, con muchas reverencias y estrechamientos de manos por una parte y por otra mientras me dedicaba a observar la escena desde una prudente distancia.
Parece mentira que hace sólo un mes el HMS Redwing (del capitán Thomas Ussher) capturaba un navío español.

Por supuesto todas estas negociaciones quedan muy lejos de un capitán de navío al mando de una pequeña fragata, por lo que la comitiva se perdió montada en sus carruajes entre las calles, no sin antes de que el señor James Oliver se despidiera de mí con un afectuoso abrazo a la manera española, con palmadas en mi espalda.

Antes de volver a Portsmouth, ya que me han entregado un sobre con las órdenes de preparar la fragata para zarpar de nuevo, he aprovechado la ocasión para pisar tierra y visitar la residencia de los Caster, con el firme propósito de no repetir mi lamentable actuación en la última visita.
Por ello compré una botella de vino para lord Caster a modo de reconciliación, cepillando con esmero mi uniforme y estrenando medias para presentar el mejor aspecto posible.

Tras pasear por las calles, con muchas inclinaciones de cabeza a mi paso a las cuales yo correspondía agradecido, llegué a la casa de los Caster y allí, con ojos como platos y mi boca abierta, casi caigo desmayado por la impresión.
En la puerta, en la misma puerta, Lively Caster, mi amada Lively Caster, charlaba amigablemente con unas señoras que debían de haberse parado para saludarla.
La hacía en Halifax, pero supongo que ya habrá acabado con los negocios que allí la tenían ocupada para volver a la madre patria.

Vestía de blanco, un blanco inmaculado, el cual hacía contraste con su pelo negro. Sonreía amable, como siempre, una sonrisa que me enamoró y que me sigue enamorando, y pude oír su risa a pesar de que era una distancia considerable la que nos separaba, lo que produjo que se me erizaran todos los pelos del cuerpo.

Tras dudar un instante, y ocultarme tras una esquina al creer que había vuelto la cara hacia mí, decidí huir hacia mi fragata, cobarde cual rata, ya que no me atrevía, ni me atrevo, a hablar con ella, correteando por las calles ante la asombrada mirada de los londinenses (algunos reían), hasta que pisé mi falúa, resoplando.

Ahora mismo me siento de lo más avergonzado por mi actuación, pero no sé cómo reaccionaría, máxime cuando me envió una carta informándome que no quería saber nada de mí.
Soy persona que no gusta de estar donde no me quieren, por lo que el conflicto que hay entre mi corazón, que quiere a Lively, y mi cabeza, que exige algo de orgullo y saber estar, me impiden pensar con claridad, por lo que opté por huir hasta que tome una decisión al respecto.

De momento subiré a la cubierta principal, pues me dispongo a ultimar detalles antes de que mañana, al alba y aprovechando la crecida de la marea, marchemos sobre Portsmouth.
Quizás cuando llegue a Spithead busque una solución a mi conflicto personal.

lunes

don Queipo de Llano

En el Canal de la Mancha, el 2 de mayo de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Hoy hace un día realmente precioso. Antes de que sonaran las ocho campanadas que anunciaban el inicio del alba, ya me encontraba en pie, sorprendiendo al teniente Byron, que se encontraba de guardia en ese momento, paseando por la toldilla sumido en sus pensamientos.
A esas horas el cielo pintaba un gris con trazos naranjas muy hermoso. Vicenzo, tan servicial como siempre, me sirvió el café en la cubierta principal, y me supo mejor que nunca, respirando la dulce brisa marina mientras observaba a mi alrededor cómo comenzaba la vida a bordo, no ocultando sus sonrisas amistosas mis hombres al ver que su capitán madruga igual que ellos.

Me quedé de piedra cuando vi surgir de la escotilla que conduce al sollado la figura del señor don Queipo de Llano. Dando tumbos (aunque el movimiento de la fragata era especialmente suave), me pidió muy educadamente el poder incorporarse al alcázar para charlar, y por supuesto accedí ante tan exquisitos modales e ilustre pasajero.

Este caballero, que además luce el título de Vizconde, forma parte de una delegación española que subió a bordo de la Circe el pasado día 30 en el puerto de Gijón, ciudad de Asturias, en guerra con Napoleón.
Junto a él viajan otros insignes españoles, como el señor Ángel de la Vega, escritor y político, y el secretario Fernando Álvarez.
En tierra quedó el señor Ricardo de Castro, con el que he podido mantener una excelente relación, y ambos hemos prometido escribirnos en el futuro.

El señor James Oliver, más contento que nunca, sirve de enlace con este grupo de españoles, aunque apenas hace falta que se dedique a las labores de traducción, ya que tanto el Vizconde como el señor de la Vega han demostrado que se defienden más que bien en el inglés, y han sido corteses en la cabina, ya que en todo momento se han expresado en mi idioma.

En nuestra charla de esta mañana, don Queipo, a pesar de su juventud (le calculo poco más de veinte años), me ha dejado claro que es una persona madura, involucrada con el sentir de su país, que tan delicada situación vive en este momento.
Según me ha contado se encontraba en Madrid en el momento en el que los ciudadanos se enfrentaron a las tropas francesas de Murat, y parece que aún le afecta, ya que se puso muy colorado y sus nudillos estaban blancos de tanto apretar los puños, aunque supo controlarse para no elevar la voz.

La intención del Vizconde, al igual que la de sus compañeros, es llegar al mismo Londres y reunirse con las autoridades para solicitar el apoyo de nuestras fuerzas para expulsar al francés de la península.
Por mi parte estaría encantado de que así fuera, ya que mis constantes viajes por la costa española me han ayudado a conocerla bien, por lo que humildemente creo que sería de ayuda para que me destinaran a mí y a la fragata para esta nueva empresa.
Ascenderemos por el propio Támesis, ya que aprovecharemos que el viento es favorable, y calculo que podríamos llegar a Londres pasado mañana.
Ya en la ciudad aprovecharé para hacer una visita a lord Caster, y espero que en esta ocasión pueda controlar mi temperamento.