viernes

Crudo retorno

En Karlskrona, Suecia, el 19 de diciembre de 1808. En una habitación en la calle Stortoget.

El frío es sencillamente insoportable. Esto, unido al dolor de la herida tras el abordaje con el Heldige, me impide descansar como debería.
Las noches se hacen eternas, y cuando más intensa es la sensación de pinchazo en el costado, me veo obligado a pasear por la habitación, enfundado en varias mantas de piel, mientras recito el Código Naval para distraerme.

Tal como esperaba, la llegada a Karlskrona, de manos vacías, fue mal recibida por parte de Saumarez, que ni se dignó a verme y se limitó a enviarme un mensaje donde me informaba que preparase la fragata para el retorno a Inglaterra.
Cuando ya veía la luz más allá de las nubes de tormenta, y me creía lejos de esta gélida cárcel de malos recuerdos, continué leyendo para conocer por entero los detalles de la misión, que consiste en llevar a Portsmouth el correo de los oficiales de la escuadra aquí en Suecia para volver, SIN DEMORA (el muy bellaco, o su secretario a las órdenes del mismo, lo había escrito con mayúsculas), a Karlskrona.

Así es como me castigan por mi falta de eficacia en dos semanas de crucero donde las presas han sido prácticamente testimoniales, y al coste nada más y nada menos que de veinte muertos.
Tras una pequeña reflexión creo que merezco esto y más.
Me vendrá bien para que el frío aclare mis ideas.

Esta mañana he ido hasta el puerto para comprobar las labores de aprovisionamiento de la Circe, en manos del teniente Byron, ya que Lawyer ha sufrido estos días fuertes dolores en su brazo tras el combate de la semana pasada y ha tenido que ser atendido por el cirujano del Victory en tierra.
Parece ser que una bala de mosquete se ha clavado en el hueso y no hay forma de sacarla.

Con la nieve crujiendo bajo mis pies, he paseado por las calles de Karlkrona, oliendo a leña quemada y planteándome una y otra vez si girar en redondo y volver sobre mis pasos para refugiarme en mi cama bajo siete mantas.
¡Pero el deber es el deber! Finalmente opté por seguir adelante, devolviendo de mala gana los saludos que llegaban de boca de otros oficiales con los que me cruzaba, ya que al estar la flota fondeada en el puerto los ingleses somos Legión.

Conforme empecé a divisar los mástiles de los navíos de mayor porte por encima de los techos de forma triangular, se me alegró levemente el corazón, ya que me produce una sensación de absoluta felicidad dejar atrás los entresijos de calles de una ciudad, donde los hombres de mar nos sentimos en ocasiones como una cabra perdida en el sollado, para encontrarme de repente con el bosque de mástiles de embarcaciones de todo tipo.

Tras un rápido vistazo, observé a marineros de mi tripulación, cargando barriles en una lancha ante la mirada de algo que en un principio pensé que debía de tratarse de una especie de osezno del que brotaba vaho.
Al acercarme, comprobé era el señor Bullet, al borde de la hipotermia y que observaba a los hombres trabajar tiritando de frío violentamente.

Sin mayor protocolo, pusimos rumbo a la fragata y ordené subir por el portalón de babor para evitar que tuvieran que recibirme en cubierta con la ceremonia acostumbrada. Lo único que quería hacer era hablar con mi teniente, resolver un pequeño papeleo en mi cabina y volver a mi habitación de Stortoget y pegar el culo al brasero.

Tal como esperaba, el teniente Byron estaba de un humor de perros, como toda la tripulación, ya que al margen de verse obligados a trabajar con semejante frío, a nadie le ha hecho gracia, como es normal, saber que no tendremos la ocasión de disfrutar con la familia de las fiestas.
A pesar de que comprendo la situación, el teniente estuvo más grosero que de costumbre, por lo que no tuve reparos en llamarle la atención delante del resto de hombres, amenazándole con lanzarle al mar a la próxima palabra salida de tono.
Se calló, refunfuñando por bajo, y me dirigí a la cabina, donde me reuní con mi contador para ponerme al día de las provisiones.
Acto seguido volví a la lancha sin despedirme de nadie para volver aquí.

Desde luego no es un buen momento a bordo de la Circe.
Como es normal aún escuece la muerte de tantos compañeros, lo que añadido al malestar por la falta de presas y, para colmo, el viaje hasta Inglaterra para volver de forma casi instantánea, hará que la travesía sea especialmente complicada.
Menuda Navidad me espera.

Muerte en el Báltico

En alta mar (en el Báltico), el 12 de diciembre de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Jamás una victoria supo tanto a derrota.
Me duele todo el cuerpo, y el vendaje que me rodea el tronco no me deja escribir con comodidad. La noche en el coy tampoco ha sido buena, y apenas he podido descansar. Doy cabezazos de sueño de los que despierto con profundos pinchazos que me hacen aullar.

El silencio en la fragata es casi absoluto, y las órdenes se dan sin levantar la voz.
Aunque casi no puedo moverme, he subido esta mañana bien temprano al alcázar para dar ejemplo de ánimo.
He intentado por todos los medios aparentar que no presto atención a los arreglos en la fragata (no sin asegurarme de que todo estuviera en orden) ni a los trabajos de limpieza de la sangre que aún sigue bien agarrada a la madera, como una macabra penitencia por castigo a mi desacierto.

He mantenido una breve charla con el teniente Lawyer, con el brazo en cabestrillo, y me ha informado del estado de las reparaciones. A continuación hemos procedido a la medición del mediodía, con un sol gris y borroso que más bien parecía una mancha sobre un mar plomizo sin espuma.
Después he vuelto a mi cabina, y aquí estoy, listo y preparado ante mi diario para escribir sobre nuestro duro combate frente al bergantín danés Heldige.

Tras una larga caza, a estela del enemigo, y cuando acortábamos distancias, no pude dejar de sorprenderme ante el hecho de que el capitán no decidiera tirar por la borda los toneles de agua y cañones, táctica habitual en las embarcaciones de poco porte que quieran ganar velocidad.
Eso me hizo comprender que su intención era la de buscar el enfrentamiento, así que no me resultó extraño ver cómo, a pocas horas de que cayera la noche del pasado 9 de diciembre, el bergantín se situaba a nuestro barlovento para comenzar el combate.

En el primer intercambio de andanadas quedó claro que, pese a la desventaja de nuestra posición respecto al viento, el superior calibre de nuestros cañones pronto desequilibraría la balanza a nuestro favor, y sin apenas daños en la Circe, el bergantín ya había perdido el mayor y el trinquete.
Sin posibilidad de maniobra, y, reconozco, algo confiado, decidí abordar al enemigo para no causar más daños a una embarcación realmente hermosa y que quería llevar en las mejores condiciones posibles de vuelta a Karlskrona.
¡Gran error! Si llego a saber lo que iba a ocurrir después, habría mandado al danés al fondo del mar con mi batería de 12 libras.

Me pudo la confianza, y dispuse a los hombres para el abordaje.
Pero, cuál fue mi sorpresa, cuando con los garfios bien fijados en el Heldige y listos para el ataque fueron los daneses los que se nos echaron encima.
¡Y vaya hombres! Todos enormes, fortísimos y bravos en el intercambio de sablazos, disparos y hachazos. Por un momento pensé que abordábamos un drakkar vikingo. Ni me dio tiempo a ordenar una descarga de metralla en la cubierta del bergantín.

Con mi sable en una mano y la pistola en la otra bajé corriendo al combés, donde la lucha era más encarnizada, con otra pistola más fijada en el cinturón, que si bien me restaba movimiento me daba seguridad.
Y entré en el infierno.

Mientras los disparos de mosquetes silbaban a mi alrededor, comencé a gritar como un poseso para animar a los míos, que se enfrentaban con brío a la marea enemiga, que dado su tamaño parecía que nos superaban en número (lo que no era el caso).
Casi resbalo al pisar algo viscoso, pero me recompuse para disparar en pleno pecho a un danés que le había clavado una pica por la espalda a uno de mis infantes de marina.

Paré un golpe, y con la espada del enemigo aún trabada (me insultaba, a buen seguro, mientras espumarajos de saliva me salpicaban la cara), con la culata de la pistola a modo de maza le abrí la cabeza con un golpe violento.
Se desplomó mientras miraba con rostro inexpresivo parte de su cerebro en la mano.

Y llegó.
Enorme, posiblemente una deidad nórdica, quizás el mismísimo Thor. Podría medir seis pies y medio, y en una de sus manos portaba un hacha gigantesca que manejaba como si se tratase de un florete.
Se plantó enfrente mío, y tras esquivar sus ataques me partió el sable es dos tras un golpe brutal. Estaba desarmado.
En ese momento el mundo desapareció a mi alrededor: los gritos de furia; los llantos; los lamentos en plena agonía; el estampido de los disparos; el sonido metálico de las armas...
Sólo existía mi enemigo.

Cuando ya me disponía a recibir el golpe de gracia, y el hacha ya se cernía sobre mí, surgió la figura de Johnny Paint: timonel y hombre de confianza; escolta sempiterna en los abordajes; buen luchador; y un mejor marinero si cabe.
A pesar de que la diferencia de tamaño era considerable, Paint se echó encima del gigante como un gato rabioso, clavándole su pequeña hacha de abordaje en el costado del danés.

A pesar de mi dolor por su pérdida, me queda el consuelo de que fue rápido.
La respuesta del Titán fue letal. Con el arma clavada en su cuerpo, agarró el brazo desnudo de Paint, descargó el suyo con fuerza sobre el cuello de mi timonel y éste, ya inerte, fue lanzado como un trapo sucio a las aguas del Báltico.

A veces uno se asusta de lo deshumanizado que puede llegar a ser un combate, ya que en ese momento no sentí la pérdida de Paint. Sólo quería salir vivo de ahí, y cuando mi rival volvió su mirada hacia mí, ya tenía amartillada mi pistola, le disparé donde menos se lo esperaba, en sus mismas partes, y estaba doblado gritando de dolor cuando le arranqué la hacha de su costado para abrirle la cabeza (me hicieron falta dos golpes).

En ese momento creí ser un héroe mitológico, y como si de Héctor se tratase cuando cuando derrotó a Ajax, escuché con satisfacción los gritos entusiastas de mis hombres.
La batalla, tras echar un vistazo a mi alrededor, parecía ganada, pero mi alegría pronto se borró de mi rostro cuando escuché el grito del teniente Byron, que con su sable lleno de sangre y con Lawyer aferrado a su hombro, me avisaba de que había fuego en el Heldige.

Aquellos malditos demonios preferían morir y, a ser posible, llevándonos con ellos a las aguas del Aqueronte.
Ordené por tanto cortas los garfios y maniobrar para salir de allí cuanto antes mientras mis hombres, con poca ceremonia, terminaban de rematar a los enemigos que aún seguían a bordo de la Circe sin que osaran rendirse.

Cuando empezábamos a alejarnos, el bergantín explotó con tanta furia como la forma de combatir de los que fueran sus tripulantes.
Caí de espaldas, y cuando me fui a levantar me di cuenta de que tenía un buen trozo de astilla clavado en la camisa.
No perdí el conocimiento, pero me habría encantado hacerlo, ya que el aspecto de la enfermería era realmente dantesco.
No sé quiénes me llevaban, pero sí tenía conciencia de que iban resbalando con la sangre y órganos esparcidos por el suelo, ya que no había arena suficiente para impedirlo.

Eso fue hace tres días, y desde entonces el estado de ánimo de la fragata es sombrío.
Hemos perdido muchos hombres (20 muertos), y son pocos los que no echan en falta a algún compañero.
A mí mismo me cuesta aún creer que Paint no vaya a estar más a la caña de mi falúa, tan silencioso como siempre pero sin reparos a la hora de poner en orden a los remeros.

Desde luego la guerra, al margen de sus batallas gloriosas, de los botines, las publicaciones en la Gazette, los ascensos..., las victorias en definitiva, es también la exposición al fracaso, la muerte, el miedo, las dolorosas heridas, la pérdida de seres queridos.

Desde luego, ahora mismo no le veo ningún sentido a la guerra, máxime cuando volvemos a Karlskrona con las manos y muchos coys vacíos.

miércoles

Persecución

En alta mar (en el Báltico), el 3 de diciembre de 1808. A bordo de la HMS Circe.

Durante toda la mañana he estado observando los juanetes del Heldige, perdiéndose más allá de las olas, enormes, grises, como tiburones gigantes y silenciosos con aletas de espuma.
Navegar por estas aguas es un reto. Si a esto añadimos que el bergantín danés ha tomado rumbo norte, el frío va en aumento y es poco menos que peligroso el mantenerse en el alcázar, ya que no pasa mucho tiempo sin que uno note cómo se va congelando su cuerpo poco a poco.

La captura del Heldige es una cuestión personal desde nuestro encuentro. Mis hombres así los sospechan, y me consta que hay descontento.
La idea era realizar una misión de crucero de dos semanas, y de momento sólo hemos apresado un pequeño balandro que arrió la vela como un gato asustado ante nuestros primeros cañonazos.
Mientras mis hombres cargaban a bordo lo necesario y el guardiamarina Bullet se preparaba para tomar el mando para llevar la embarcación a Karlskrona, interrogué a su capitán.
La mercancía, bastante valiosa (ámbar gris, pieles gruesas como maromas y un centenar de barriles de cerveza) poco me importaba, ya que lo que me interesaba especialmente era la información: ¿dónde estaba el Heldige?

El danés, un tipo enorme con brazos que le llevaban a la rodilla y unos ojos azules que me fulminaban (cada parpadeo era como un disparo), se negó a hablar, hasta que tras negociar y a condición de mantener su barco (con el posterior disgusto del señor Bullet), finalmente habló.
Me informó que el bergantín usa como puerto base Vordingborg (al sur de Zealand), y que probablemente se encontraría allí, ya que hace una semana se cruzó con él y le informó que echarían el ancla para aprovisionarse.

Tras despedirlo y con mucha vela en su jarcia, seguramente por si acaso, el balandro rápidamente se perdió de nuestra vista, y pusimos por tanto proa a Vordingbord con el objetivo de dar caza, ¡por fin!, al Heldige.

Llegamos cerca de la noche, y envié el cúter con el teniente Byron a bordo para inspeccionar el puerto y comprobar si se encontraba el bergantín, así como para observar las defensas de la ciudad.
Tras una tensa espera, finalmente el vigía dio aviso de que se acercaba el cúter, con Byron que subió con su acostumbrada habilidad para confirmarme que el bergantín se encontraba en puerto con el ancla echada.
Estaba rodeada de varias gabarras, sin presencia de barcos armados.
No pudo ver si había alguna batería de defensa en tierra firme, lo cual me preocupó.

No obstante, no había ni un minuto que perder, y despaché al propio Byron para atacar al Heldige a bordo del cúter, apoyado por la lancha con el oficial de derrota, el señor Blond, además del sargento de infantes de marina, el señor Basket, y diez de sus mejores hombres.

No sé qué demonios pudo ocurrir, pero aún era de noche cuando nos llegó el oído de fuego de mosquetes y cañones mientras observábamos a una distancia prudencial de la costa, intentando adivinar qué demonios estaba ocurriendo.
Sin atenerme a las precauciones, di orden de acercarnos al puerto, con los hombres listos y preparados en sus puestos.
Yo mismo tenía ya una pistola en la mano, la otra cargada bien sujeta en el calzón, y el sable firme en mi mano 'buena', listo para asaltar las mismas puertas del Infierno.

Y de la oscuridad, como si se tratase de una araña que surge lentamente de su cueva, apareció la proa del Heldige, encarándonos directamente.
Esta vez no me dejé llevar por la sorpresa, y ordené mostrarles la batería de estribor, listos para destrozarlos y no darles opción a escapar.
No obstante, ¡maldición!, el teniente Lawyer me avisó de que, pegado a la popa del bergantín, navegaba el cúter, con el teniente Byron haciendo equilibrios sobre el bauprés y disparando con su pistola, algo inútil dada la distancia que lo separaba del barco danés.

Éste finalmente viró para tomar rumbo Este, en una brillante maniobra (ya que lo hicieron por avante) que me confirmó que tanto su capitán como su tripulación son excelentes.
Aprovechamos para disparar una andanada que no hizo tanto daño como me hubiera gustado. Además, perdimos un tiempo precioso en recoger a nuestros hombres, ya que no nos podíamos arriesgar a dejarlos en zona enemiga sin provisiones.
Afortunadamente, el Heldige no fue en esta ocasión tan afortunado, ya que en su intento de forzar vela rompió el mastelero del trinquete, por lo que pronto lo divisamos al horizonte para comenzar con una persecución que dura ya cuatro días.

El teniente Byron me explicó que cuando intentaron el abordaje, fueron descubiertos, y el capitán del bergantín no dudó en cortar el ancla mientras rechazaban a los míos con mucho fuego de mosquetes, con el resultado de algunos heridos de diversa consideración, pero sin muertos.

Espero poder dar caza al Heldige lo antes posible, ya que el barómetro baja a cada día que pasa, el mar está muy peligroso y el viento sopla con muchísima fuerza, lo que vuelve más lenta la persecución pero nos agota a todos, desde oficiales a simples marineros.

Ahora que se me ha calentado el cuerpo gracias a las infusiones que me ha preparado Vincenzo (he bebido como un camello) volverá al alcázar.
No hay un minuto que perder.