lunes

Fallido primer intento


Frente a la isla Santa Maura (Mar Jónico), el 22 de marzo de 1810. A bordo de la HMS Circe.

La primera incursión ha sido un desastre.

La noche anterior al ataque, los comandantes de la pequeña flota nos reunimos en la cabina del Magnificient para atender al plan ideado por el capitán Eyre y el general Oswald. El ambiente era especialmente optimista y todos daban por hecho que sería un desembarco fácil, "como pescar ranas en una charca", según el capitán Stephens, del Imogene, ingenioso comentario muy celebrado y que se hizo merecedor de muchos brindis.

Al amanecer, el propio Imogene fue el encargado de cubrir el desembarco, en el que participaron infantes del Magnificient, la Belle-Poule y la Circe, mientras que la fragata Leonidas, del capitán John Griffiths, y que se ha incorporado en el último momento, hostigaba a los franceses en el norte de la isla en una maniobra de distracción.
Los propios capitanes Eyre, Brisbane, Stephens y yo mismo nos situamos al frente de nuestros hombres, y con el sol que ya empezaba a clarear nos internamos en una preciosa bahía que se iba llenando de luz, convirtiéndonos por otra parte en un blanco perfecto para las baterías enemigas.

Mientras todos los hombres bogaban con brío para tener el honor de ser la primera tripulación en pisar la orilla, los estampidos de los cañonazos contuvieron el ánimo, y cuando una de las lanchas del Magnificient saltó por los aires entre trozos de madera y gritos de angustia, los brazos temblaron y el ritmo se redujo considerablemente.
El olor a orín contrastaba con los rostros alegres que puede ver a primera hora de la mañana.

El propio capitán Eyre, a buen seguro motivado y muy enfadado después de ver cómo buena parte de sus mejores tripulantes se ahogaban ante su impotencia, fue el primero en llegar a tierra, recibido por fuego de mosquetes y fusiles mientras sus casacas rojas cogían posiciones para no ser literalmente masacrados.
El resto de embarcaciones fueron llegando a su destino hasta que llegó nuestro turno.
El teniente Byron fue el primero que se arrojó con los remos tocando aún el agua, con un sable en una mano y la pistola en la otra mientras vociferaba insultos en francés.

Mi intervención no fue ni mucho menos heroica, ya que una bala de cañón dio muy cerca de donde me encontraba. Me entró arena en los ojos y me trastabillé, buscando a ciegas y a gatas mi sable y la pistola, ofreciendo a buen seguro un espectáculo bochornoso mientras el sonido de los disparos lo inundaba todo.
Alguien me agarró de la chaqueta y me puso a cubierto, y cuando por fin logré ver algo a través de las lágrimas, me encontraba solo detrás de un bote volcado, con mis hombres que seguían a Byron entre vítores para animarse y amedrentar al enemigo.

Para cuando me recompuse y comencé a correr, me topé, de regreso a la orilla, al propio capitán Eyre, llevando en volandas por sus hombres y con el rostro cubierto de sangre y totalmente inconsciente, seguido por el capitán Stephens, al que ayudaba un infante al haber recibido un disparo en el pie, que sangraba mucho.
Ordené con toda la fuerza de mis pulmones a Byron que detuviera el ataque, ya que todos los hombres se retiraban, y para mi sorpresa me oyó (los franceses, animados, habían intensificado sus disparos), regresando con cara de pocos amigos. Volvimos por tanto todos a nuestros barcos como un perro con el rabo entre las patas, derrotados y humillados.

Al menos puedo decir que ninguno de mis hombres ha sido herido, desde el punto de vista físico, ya que Jack estaba muy ofendido por haberse visto obligado a detener su carga. Le tuve que llamar la atención tras por decir que el capitán Eyre se portó como un "paje en su primer combate", y le recordé que era una falta de respeto cuando nuestro comandante se encuentra en estos momentos atendido por el cirujano y con riesgo de perder su vida.

Mañana volveremos a reunirnos a bordo del Magnificient para replantear nuestra estrategia, y para el próximo desembarco espero tener la oportunidad al menos de disparar mi pistola o teñir mi sable de rojo tras mi bochornosa actuación.

martes

Misión a la vista

Frente a Tolón, el 16 de marzo de 1810. A bordo de la HMS Circe.

¡Por fin algo de acción! No hay mejor forma de acabar con el desánimo que a cañonazos.

Tal como nos temíamos, nuestro vicealmirante Lord Collingwood no superó la crisis y ya está en Fiddler's Green junto a su compañero y héroe Lord Nelson, logrando en la muerte lo que no pudieron hacer en vida: analizar cada detalle de la batalla que los encumbró a ambos a la gloria frente a las costas de Cádiz.

Pero la guerra no entiende de lutos, al menos no por mucho tiempo, y aún rumiando nuestra pena fui llamado a bordo del HMS Canopus, al mando del contraalmirante Martin, sustituto provisional de Collingwood.
En la cabina de este 80 cañones nos reunimos varios oficiales para definir los detalles de la que será nuestra próxima misión: un desembarco en Santa Maura (también conocida por Leucada), una de las Islas Jónicas del Adriático para acabar con la guarnición francesa que la ocupa.

La flota, además de la Circe, estará formada y comandada por el 74 Magnificent, del capitán George Eyre, además de la fragata Belle-Poule, de 38, del capitán James Brisbane y el bergantín Imogene, de 16 y comandado por el capitán William Stephens.
Desde la isla de Zante, también en el mismo archipiélago, zarpará una flota formada por cinco transportes al mando del general de brigada Oswald, un despliegue considerable para un trozo de tierra con más valor moral que estratégico, sin duda.

De vuelta a mi fragata, y a pesar de que hoy la mar está picada y que mi timonel no estuvo especialmente acertado para atinar con su bichero, salté como un gato y ascendí por la escala con una agilidad que me asombró incluso a mí. Fui recibido por caras sonrientes que ya intuían algo, y cuando le informé a los oficiales de nuestra misión, antes de que el último cerrara la puerta al salir toda la dotación conocía ya la noticia.

Un bloqueo, como ya he dicho miles de veces, es algo absolutamente tedioso, y hasta el más bobo de a bordo podría distinguir cada detalle de la costa francesa en las inmediaciones de Tolón con los ojos cerrados, por lo que un cambio de aires, en este caso de aguas (¡hoy estoy de lo más ingenioso!), es ideal para liberar cualquier tensión que pudiera existir en la fragata.
El hecho de que la oportunidad de conseguir cualquier botín en nuestra incursión sean mínimas parece no importarle a nadie. Incluso el temor a la muerte no se tiene en cuenta.
Veamos qué ocurre cuando las primera balas vuelen por encima de nuestras cabezas.

jueves

Muerte de un héroe

A bordo de la HMS Circe, el 6 de marzo de 1810. En Puerto Mahón (España).

El teniente Byron y yo hemos estado toda la mañana observando el Ville de Paris, orgullo de nuestra armada con sus 110 cañones. Sin embargo, hoy parece cualquier cosa menos flamante.

A bordo, agonizante, a una pulgadas de pisar por fin los verdes campos de Fiddler's Green, se encuentra nuestro vicealmirante Lord Collingwood, héroe de Trafalgar.
La enfermedad que le ha estado presentado batalla durante los últimos años está muy cerca de llegar al alcázar y conseguir una bandera que se ha mantenido en su sitio tozudamente pese a los dolores y la adversidad.
Un cáncer de estómago ha ido consumiendo a un hombre de aspecto imponente, que con una mirada hacía que a sus enemigos la sangre se les convirtiera en agua, tal como me contó ayer en una sombría charla con otros oficiales de la flota el capitán Pressfield.

En nuestro último encuentro, hace más de dos años, nuestro almirante no fue quizás especialmente agradable, pero no se lo reprocho, ya que un comandante de su carácter y responsabilidad, con tantos oficiales de alto rango bajo su mando, no tiene por qué prestar atención a un mísero capitán a bordo de un navío de sexta clase como es un servidor.

Cada vez que hay algún tipo de movimiento en la cubierta del Ville toda las embarcaciones aquí fondeadas se ponen alerta como un perro al más mínimo ruido, y de hecho tengo al señor Bullet en la cruceta con mi mejor catalejo observando detenidamente al navío por si se preparan para disparar una salva, izar alguna enseña con crespón negro, o cualquier forma de comunicar que Inglaterra ha perdido a uno de sus mejores marinos.

Esta mañana, durante el desayuno, al que invité a Byron, debatimos de forma intensa y, en algún momento, elevando la voz más de la cuenta (algo habitual), sobre la importancia real que tuvo Collingwood durante el combate en la Bahía de Trafalgar, en donde Jack defendió a Lord Nelson como si de un nuevo Poseidón reencarnado se tratase mientras que yo alabé la valentía de nuestro almirante en aquella gran batalla.
Y es que no ha de ser nada fácil combatir codo con codo con el que era por entonces una auténtica leyenda tras sus éxitos en las batallas de San Vicente y Aboukir.
Pese a estar todo el Reino pendiente de Nelson, Collingwood supo combatir con valentía, a bordo del Royal Sovereing, y de hecho fue el primero que rompió la línea para enfrentarse, en uno de los combates más emblemáticos de la jornada, al Santa Ana.

No ha debido de ser fácil pasar estos años a la sombra de Nelson, al que se le relaciona directamente con Trafalgar, mientras Collingwood se ha ido consumiendo poco a poco en labores de bloqueo fundamentalmente sobre Tolón y el escurridizo Gaunteaume, que apenas ha permitido que le veamos las gavias de algunos de sus navíos.
Esto, unido a su enfermedad, le han convertido en un hombre de carácter irascible, y de hecho cada vez que veíamos izarse una bandera en la driza del insignia temblábamos ante un posible encuentro, siempre desagradable, en su cabina.

Es curioso, en el caso de que nuestro almirante no pase esta prueba (me he asegurado de dar tres vueltas e incluso he subido a cubierta para rozar un estay, ante la mirada extrañada del oficial de guardia), los dos héroes de la Batalla de Trafalgar, al menos los más célebres (y por nuestro bando), no sobrevivirán a la misma: Nelson, por las heridas sufridas, y Collingwood por el sufrimiento, quizás, de no haber acabado de forma más heroica su vida, en combate, y no en un coy, con temblores enfermizos y ante la mirada impotente de su médico.

Esta noche la pasaré en cubierta observando el Ville de Paris, esperando la confirmación a nuestros temores, ofreciendo mi particular homenaje a un gran hombre al que admiro por su entereza y, sobre todo, paciencia ante lo inevitable.